Paul Auster: “Los escritores somos personas marginales en los Estados Unidos”

Paul Auster: “Los escritores somos personas marginales en los Estados Unidos”

Por Violeta Gorodischer
Un cigarrillo electrónico y cuatro lápices. Eso es lo que Paul Auster, 67 años, el pelo canoso y esa verde intensidad en la mirada, tiene en el bolsillo del pantalón. Lo primero es una treta: su forma de hacer convivir el placer personal con las normas antitabaco que se propagan a velocidad de la luz y que, según opina, suelen tener más que ver con lo moral que con las políticas sociales.
Lo segundo, en cambio, se liga directamente a lo que podría llamarse el mito fundacional del escritor. Sucede que Paul Auster tenía apenas ocho años cuando, fanático como era del béisbol -tema omnipresente de su obra-, se encontró cara a cara en el estadio con Willie Mays, de los New York Giants. El jugador accedió solícito al pedido de autógrafo, pero ni el pequeño Auster, ni su padre, ni su madre, ni esos adultos que lo rodeaban tenían un lápiz para que el gran Mays hiciera lo suyo. “Lo siento, nene, si no tienes lápiz, no puedo firmarte un autógrafo”, fueron las palabras que, a la distancia, todavía retumban en sus oídos.
Después de esa noche y hasta el día de hoy, confiesa Paul Auster en El cuaderno rojo, siempre lleva un lápiz (o cuatro) con él. La deducción lógica es que el sólo hecho de tenerlo en el bolsillo abre la chance de usarlo… “Sí, la historia que escribí en ese libro es cierta. Después de ser humillado a los 8 años, siempre me aseguré de llevar algo para escribir conmigo”, afirma ahora, en el campus de la Universidad Nacional de San Martín, mientras acomoda sus cosas en la mesita ratona.
Llegó a la Argentina el jueves, invitado por la Unsam a la Feria del Libro de Buenos Aires, donde el domingo mantuvo un diálogo público con su colega y amigo sudafricano J. M. Coetzee, Premio Nobel de Literatura. Se lo ve cansado, pero activo. Incluso sonriente. Hasta desliza a LA NACION una primicia que no revela del todo, fiel a un espíritu que sabe cómo generar intriga: “Hace exactamente un año empecé a escribir una novela, estoy todavía trabajando en ella, está creciendo mucho. No se habla de las cosas que no están terminadas, sólo puedo adelantarles que va a ser la novela más gorda que haya escrito en mi vida. Imagino que tengo dos o tres años por delante con ella, a lo mejor más”.
Será, también, su regreso triunfal a la ficción, luego de sus dos últimos libros (Diario de invierno e Informe del interior), centrados en el registro de la memoria. Él mismo los define como “hermanos”: si en Diario de invierno reflexiona sobre el paso del tiempo, la fragilidad del cuerpo y la proximidad de la muerte, en Informe del interior pone el foco en la infancia y la primera juventud, recuperando sus años como estudiante en Columbia, su paso por París tras haberse alistado como marino mercante y esos primeros intentos de escritura que, de cara a la frustración por no poder con la narrativa, dejaron lugar al poeta y al traductor. En relación con esto, Auster recuerda: “Cuando era muy joven mi ambición era ser novelista. Escribí cientos y cientos de páginas de ficción, pero no me gustaban y nunca las publiqué. Deben ser unas 1000 páginas que escribí antes de tener 22 hasta que dije no, no puedo hacer esto, me voy a quedar con la poesía. Y por diez o veinte años eso fue lo que hice. Luego pasaron cosas muy complicadas para que las explique ahora y eso me hizo volver a la prosa, que es lo que hago desde entonces”.
Cosas muy complicadas: la muerte del padre, por ejemplo. Y un bloqueo creativo que lo llevó a estar un año sin poder volcar una sola línea en las páginas. Pero fue justamente esa pérdida, esa angustia, el motor que dio forma a La invención de la soledad, un libro autobiográfico que recupera la figura paterna y en el cual Paul Auster asegura haber renacido como escritor de prosa. Lo que siguió entonces fue un raid productivo que lo convirtió en la figura que es hoy dentro del campo cultural: publicó muchísimas novelas (La trilogía de Nueva York, Leviatán, La música del azar, La noche del oráculo y Brooklyn Follies son algunas de las más conocidas), libros de no ficción autobiográfica y ensayos; también escribió para chicos (El cuento de Navidad de Auggie Wren, con dibujos de Isol) y trabajó como guionista y director de cine, desde Lulu On The Bridge, en 1998, hasta Smoke, junto a Wayne Wang. En 2006, además, recibió el Premio Príncipe de Asturias de las Letras, lo cual disparó su popularidad en los países de habla hispana.

-¿Volvió a atravesar alguna vez un bloqueo creativo como el de aquel entonces?
-Ningún bloqueo tan grande, aunque sí tengo momentos de no saber qué estoy haciendo, empiezo libros y los dejo: dos veces empecé novelas y no las pude terminar. Una vez escribí 60 páginas y me detuve, otra vez 100. En ambos casos, no podía controlar la narrativa, crecía de manera horizontal y yo no podía empujarla hacia adelante.

-¿Les presta atención a las críticas de sus libros?
-No me importa lo que la gente dice, no pienso en eso. Cuando yo hablo de crítica, además, hablo de investigadores y trabajos serios. La calidad de los que hacen reseñas de libros es muy despareja, probablemente en todos los países, pero en los Estados Unidos específicamente no es muy buena, por eso es mejor no pensar en ella.

-¿Por qué eligió la segunda persona para la escritura de sus últimos libros?
-Usé esa persona en mis dos últimos libros por razones muy complejas. Primero, porque no estoy tan interesado en mí mismo, y por supuesto no estoy interesado en escribir una autobiografía tradicional, que usa la primera persona. Glorificar mi experiencia, enfatizarla de esa forma, no era lo que quería. La tercera era posible, como hice en la última parte de La invención de la soledad, pero era demasiado distante, entonces pensé que la segunda persona podía abrir un pequeño espacio entre “yo y yo”, era como un diálogo íntimo. Tratándome a mí mismo como a un otro cercano podía implicar, a la vez, al lector. Lo que traté de hacer en estos dos libros no fue tanto contar mi propia historia, sino hablar de cosas específicas de mi vida, por las que pasa la mayoría de la gente. Mi esperanza era que el lector, teniendo esos libros, pudiera recordar su propia vida. Un mecanismo para desatar en él memorias y recuerdos.

-¿Se considera un escritor norteamericano?
-Sí, por supuesto: mi idioma es el inglés, mi país es Estados Unidos, estoy escribiendo desde mi lugar y mi tiempo.

-En este sentido, Brooklyn suele aparecer mucho en sus libros. ¿Qué cambios ha visto en ese lugar, en el que además vive, en los últimos años?
-Brooklyn solía ser una broma en los Estados Unidos. Siempre fue considerado un lugar pobre y estúpido para vivir. Estaba lleno de inmigrantes, leí en algún lugar que el 25 por ciento de todos los norteamericanos tenía un pariente que en algún momento había vivido en Brooklyn, ¡lo cual es un montón de gente! Declinó tremendamente tras la Segunda Guerra Mundial, pero después de los 50 y después de haber sido un lugar muy pobre, muy sucio y peligroso, se transformó. Hay muchas casas y edificios lindos allí, entonces, a mediados de los 60, un montón de jóvenes que no querían vivir en la ciudad, que no tenían plata para radicarse en Manhattan, empezaron a comprar viviendas en estos edificios a un precio irrisorio. Y de a poco, las casas se arreglaron y ahora Brooklyn está más lindo que nunca. ¡Está tan de moda que no quiero ni siquiera decir que soy de Brooklyn!

-No está en sus planes mudarse…
-No, mi madre nació y creció allí. Es una cuestión de familia, mis abuelos se mudaron a Brooklyn hace 100 años.

-¿Tiene disciplina a la hora de escribir?
-Es más bien una rutina, yo odio la palabra disciplina, me hace pensar en cosas que uno no quiere hacer, y yo sí quiero hacer lo que hago. Me levanto y tengo el día más aburrido que puedas imaginar: jugo de naranja, té, diarios y trabajo. Trabajo durante todo el día, me tomo un break en el medio, como un sándwich al mediodía y a las cuatro o cinco me detengo. ¡Entonces estoy tan cansado! Mi cerebro está frito, y mi cuerpo siente que corrió una maratón. Y después de ese día, hay veces en que sólo produzco una página, pero me saca todo lo que tengo adentro, quedo muy cansado de verdad. Hago la cena, miro una película a la noche con Siri [Siri Hustvedt, su mujer, también escritora], porque ella también trabaja muy duro durante el día. Así que llevo una vida monástica, realmente, una vida monástica con esposa [risas].

-En relación con la fragilidad del cuerpo, que tematiza en Diario de invierno, ¿es verdad que ya compró un nicho?
-¡Es verdad! ¿Cómo sabes? En Brooklyn hay un cementerio muy lindo que se llama Green-Wood. Es de 1838, muy grande, es dos tercios del tamaño del Central Park. Es extraordinaria la cantidad de gente que está enterrada ahí, 600.000 personas. Me interesó mucho ese cementerio, lo usé en mi novela Sunset Park: la gente corría cerca de ahí, entonces me pasé mucho tiempo dando vueltas por esa zona. Pensaba que ya no había más lugar, que no tomaban gente nueva, pero resultó que sí quedaban espacios. Me pareció que era un buen lugar para estar enterrado y entonces compré mi nicho. Ya que pasé la mayoría de mi vida en Brooklyn, me parece que me voy a quedar ahí.

-Tiene naturalizada su relación con la muerte, entonces…
-Bueno sí, es oficial ahora: ya tengo una casa para cuando eso suceda. [risas]

-Un tema recurrente en su narrativa son las casualidades, las historias que se hilvanan por obra del destino. ¿Se considera de alguna manera el “escritor del azar”?
-El azar es parte de la vida y probablemente muchos escritores abrazaron esto como uno de los hechos fundamentales de la existencia humana. Yo también escribo sobre eso, aunque no es mi único tema. Tenemos la habilidad de pensar, hacer planes, tener objetivos, y yo siempre estoy interesado en cómo intervienen las cosas inesperadas en nuestro camino y pueden hacer que se caiga nuestro universo. Pero hay que hacer algo con ese árbol que se nos cae en la cabeza para que no nos mate, puede ser que lo tengamos que rodear, y probablemente eso te meta en un bosque, y eso hará que nunca más estés en el lugar donde estabas antes de que se cayera el árbol. Accidentes: la vida está llena de accidentes. Todos sabemos eso.

-Usted siempre tiene opiniones muy claras respecto de la política. A grandes rasgos, ¿cómo ve la situación actual de los Estados Unidos?
-Es una pregunta enorme, pero trataré de ser lo más sintético que pueda: no estamos en un momento muy bueno, el país está muy dividido y los dos lados no pueden hablar entre sí. La elección de Obama en 2008 fue un momento increíblemente poderoso en los Estados Unidos pero desató, como se podía prever, un odio hacia él de parte de la oposición, que no tiene precedente, al menos en lo que yo he vivido. Los políticos han tratado de destruirlo. Ni siquiera reconocen la legitimidad de su presidencia y bloquean todo lo que él trata de hacer. Se está volviendo una lucha muy amarga. La consecuencia es que nosotros tenemos muchos problemas, hay tanta injusticia en los Estados Unidos: realmente se ha vuelto una sociedad muy injusta. Cada vez que hay que tomar una decisión acerca de cómo planificar el futuro se están tomando las decisiones incorrectas. Es muy deprimente. Mi único consuelo es que no es la primera vez que hemos estado así. La gente no se acuerda, pero hemos tenido una Guerra Civil, donde casi un millón de personas murieron. Aun así, yo creo que desde la Guerra Civil, esto es lo más brutal que nos ha pasado.

-¿Suelen consultarlo sobre estos temas?
-Lo que pasa en los Estados Unidos, y ésa es otra curiosidad acerca de este país tan grande y loco, es que es una sociedad que odia el arte y odia la literatura, y aun así produce grandes artistas y grandes literatos. En la mayoría de los países los escritores son respetados, y cuando necesitan una opinión acerca de los asuntos políticos, les preguntan a ellos qué opinan. Pero en los Estados Unidos, nuestra realeza son los actores de Hollywood, les preguntan a ellos qué piensan de la política. Yo diría que los escritores somos personas marginales, como sombras en los límites de la sociedad.
LA NACION
FOTO: MARIANA ARAUJO