Nadar con caballos, en la inmensidad del Iberá

Nadar con caballos, en la inmensidad del Iberá

Por Loreley Gaffoglio
Pedro, Mingo y Cayé, baqueanos del humedal correntino, mantienen un diálogo silencioso con los caballos. Desde que comenzó el enigma de esta travesía, cuyo corolario será nadar con los equinos en un paso profundo de los Esteros del Iberá, una luz color oro nos encandila por detrás. El cielo está pintado de un celeste diáfano y la proximidad del agua y la bruma vuelven aún más fría la mañana. Navegamos en canoas arrastradas por caballos, por un tramo inhóspito del pantanal. Densos manchones de vegetación flotante dibujan formas botánicas que desafían a la imaginación. Hay camalotes con flores violáceas y blancas, salidos como de un cuadro de Monet, y amarillas amapolas de agua. Aunque nadie lo diga, todos agradecemos el azote del sol acariciando con tibieza nuestras espaldas. Pero más aún, el horizonte completamente verde que nos mantiene como rehenes del agua.
Desde hace dos días integro una comitiva de ambientalistas de CLT (Conservation Land Trust) en una exploración inédita para mí: la de avistar fauna salvaje en las lagunas, pastizales y embalsados de la reserva del Iberá.
El primer objetivo ya se ha cumplido: en camionetas 4×4, botes a motor y en tractores con acoplado por malezales logramos escudriñar el comportamiento en su hábitat de especies autóctonas amenazadas como el ciervo de los pantanos y el venado de las pampas (recientemente relocalizado con éxito por los mismos ambientalistas a los que acompaño). Con el veterinario Gustavo Solís oteamos colonias de carpinchos, decenas de yacarés negros y miríadas de exóticas aves acuáticas, como las espátulas rosadas, los yaribús, las garzas mora y los yetapás de collar. Las primeras, similares a los flamencos, imitan la fisonomía de enormes cigüeñas, pero tienen un pico largo y redondeado en la punta hasta el colmo de la exageración. Todo hasta ahora ha sido digno de un documental de National Geoghaphic en un ecosistema de muy difícil acceso (de allí su estado de conservación) que, a pesar de estar invadido por el agua, también guarda su parangón con la sabana.
Ahora, este último tramo expedicionario promete más exotismo aún: cruzaremos a nado con caballos el Paso Carambola, de más de tres metros de profundidad. La audacia tendrá recompensa gourmet: de lograrlo, nos deleitaremos luego con un picnic con sabores locales, en uno de los refugios que, con juncos y madera de timbó, CLT cedió y emplazó en medio de pastizales insulares. Lo hace para promover el ecoturismo. El desvelo de la ONG se centra en un tipo de explotación respetuosa, compatible con la conservación, de manera que los ingresos por ecoturismo puedan alcanzar a todos los pobladores del Iberá. Y no ya sólo a las áreas más ricas y desarrolladas como Colonia Carlos Pellegrini. Allí, más del 50 por ciento del turismo es extranjero y de alta gama, lo que dibuja una cruel asimetría de ingresos y estándares de vida entre los correntinos del humedal, que es la cuenca de agua dulce más importante del país por su alta diversidad. Hada Irastorza, mi otra compañera de viaje, ahonda en todas estas razones. La escucho con atención. Pero me inquieta saber cómo se nada con caballos. Jamás vi ni escuché algo así. ¿Qué harán Pedro, Mingo y Cayé? No pregunto. Mi curiosidad mutará por sorpresa.
Los caballos -un zaino y tres alazanes- van adelante, en hilera, al paso. Arrastran sin esfuerzo nuestras canoas por los zigzagueantes cursos de agua. El vínculo mudo entre jinetes y equinos es un legado atávico en este rincón remoto y gauchesco del Iberá. Aquí donde el calendario se reserva un día de fastos para el peón rural. Éste es un terruño donde los animales domésticos y de labranza, la fauna silvestre y el hombre conviven hermanados en un paisaje cambiante, según el capricho del agua.
Todos han sellado un pacto tácito con ella. Al estilo de los gondoleros, las familias se trasladan de un punto a otro en canoas a botador: una tacuara de cuatro metros de largo les sirve como sistema de propulsión. Palpan así los lechos arenosos, que varían de 10 centímetros a tres metros de profundidad en los pasos Carambola y el más lejano Ñupuy. El caballo, en cambio, goza de una autonomía plena y une los bañados a nado.
Intrépidos troperos acuáticos por imposición, el hombre y el equino consensuaron un vocabulario de ademanes cifrados para concretar la faena de cruzar a nado. Es un lenguaje de extrema sencillez, aunque, indescifrable para mí.
Nadar con caballos es también moneda corriente entre los extranjeros que visitan Iberá. Buscan reeditar las tareas camperas en un entorno virgen, sin artificios.
Cayé lleva atada a su montura los tientos de cuero que sujetan nuestra canoa. No usa rebenque. Impone el compás apenas con un gesto: un trozo de junco que simula ser fusta. Ese ritmo llama el trote y así avanzamos con celeridad. Hay terneros y vacas, parejas de chanchos, cigüeñas, jacanas que cantan y caballos salvajes pastando en el agua. El splash sincrónico de los cascos y las patas en el agua componen una melodía cadenciosa, interrumpida sólo por parejas de chajás.
Dejo a Gustavo Solís en la canoa, quien continúa avanzando a botador. Llegó mi hora y finalmente monto a Picazo (así se llama mi caballo). Tiene sus patas hundidas 40 centímetros en el agua. Ya llevamos cerca de media hora de travesía cuando Cayé me hace señas: ¡final de la cabalgata! El paso Carambolas se abre como una pista espejada y mansa. Hay que despojar al caballo de monturas y mantras. Guardarlas en las canoas y continuar a pelo. El agua aquí es tan cristalina que desde el lomo veo algas y peces de colores nadando en dirección contraria a la mía. La postal es encantadora y surrealista.
“Siéntese bien en el lomo y aférrese a las crines porque de un minuto a otro el caballo estará nadando”, me indica, lacónico, Cayé. Él, al igual que su colega Pedro, han desatado las canoas, que continúan con Gustavo y Hada su curso ayudados por tacuaras. Con dos de los alazanes, ambos baqueanos se alistan para la misma acción que yo. Gradualmente, el nivel del agua sube hasta el cuello de mi montado. Mis piernas y mi ropa ya están mojadas. Pero con el solazo del mediodía ya no siento frío.
En medio de una mudez ritual, oigo un fortísimo relincho. Otros dos sobrevendrán después. De golpe, Picazo rechina más fuerte los dientes. Se llena los pulmones de aire y, finalmente, resopla y flota en el agua. Como me indicaron, le suelto las riendas y me aferro a sus crines para que nade a sus anchas. Sus fosas nasales se expanden redondas del aire que exhala. Percibo su esfuerzo. Y para no fatigarlo, me corro a la altura de sus ancas. Lo dejo así libre, pero sujeto del rabo.
Cayé “suelta” al suyo y también lo aliviana. Durante 15 minutos, aferrada entre crines y cola, culmino mi travesía nadando, hermanada, entre dos caballos.
El impacto es triple y sacude el alma: por primera vez experimento un contacto directo y simultáneo con la naturaleza, el caballo y una tradición gauchesca que hasta ayer me era ajena. No hay jaulas, ni corrales, ni estanques. Nado con caballos en la inmensidad de los Esteros del Iberá.
LA NACION