La odisea de los argentinos judíos en la Segunda Guerra

La odisea de los argentinos judíos en la Segunda Guerra

Por María Oliveira-Cézar
esde 1939 hasta 1944 el importante disenso sobre la neutralidad de la Argentina frente a la Segunda Guerra Mundial no había logrado cambiar la posición tradicional del país. Tanto los gobiernos civiles de los presidentes Roberto M. Ortiz y de Ramón Castillo como el del general Pedro Pablo Ramírez, instalado en el poder por la logia militar del GOU en junio de 1943, estaban decididos a defenderla. Y el GOU nombró a Ramírez al darse cuenta, en menos de tres días, del error cometido con su primer candidato, el general Arturo Rawson, un aliadófilo que hubiera podido terminar con la neutralidad. La inmensa mayoría de la población urbana, que era la que pesaba en la opinión pública, se sentía muy implicada en el conflicto por sus cercanos orígenes europeos, que fueron caldo de cultivo de las ideas fascistas, falangistas y nazis, apoyadas por el nacionalismo católico vernáculo y los sectores pro germánicos de los cuadros militares, así como de las que auspiciaban al liberalismo británico y el republicanismo francés y español, ya con cierta antigüedad en los sectores ilustrados y en los amplios sectores medios que ellos habían educado.
Si bien Ortiz, Castillo y Ramírez sostenían ideologías e implementaron políticas diferentes, cuando no opuestas entre sí, los tres coincidían en mantener la neutralidad. La diferencia principal era que la neutralidad de Ortiz no era favorable al Eje, como lo fueron la de Castillo y aún más la de Ramírez. No cabe duda de que la neutralidad permitía el desarrollo interno, continuar el estrecho vínculo económico con Gran Bretaña y a la vez mantener la buena relación con Alemania, y en particular no ceder ante la fuerte presión de Estados Unidos para que la Argentina integrara el sistema panamericano que ellos dirigían. Pero el difícil equilibrio se rompió cuando a las evidentes actividades antiargentinas del nazismo en el país se sumaron las pruebas del espionaje, con el fallido y torpe intento de compra clandestina de armamento a Alemania en momentos en que Brasil se hacía fuerte con las armas que Estados Unidos nos negaba por nuestra posición internacional.
Ante el escándalo público, Ramírez se vio obligado a romper las relaciones con el Eje. Fue el 26 de enero de 1944. Probablemente se consideraron las eventuales implicancias políticas, internacionales, económicas y muchas otras. Pero nadie consideró que la ruptura resultaría dramática para más de un centenar de judíos que residían en la Europa ocupada por el nazismo y que habían pasado ya más de tres años de la guerra protegidos de la deportación por su estatuto de ciudadanos de país neutral. Y a los que nadie les avisó.
Nadie podía avisarles porque -al menos en Francia- los diplomáticos argentinos se enteraron de la ruptura por la radio, varias horas antes de que les llegaran los cables oficiales de la Cancillería. Y ellos mismos pasaron unos días sin saber a qué atenerse sobre su situación personal, ya que sólo una semana después Alemania les permitió seguir residiendo en sus domicilios privados hasta que se organizara su salida conjunta de los territorios ocupados para ir a un lugar neutral como Lisboa, donde serían canjeados por los diplomáticos alemanes y franceses en puesto en la Argentina. Tan complejo fue aquel canje que recién se iniciaría seis meses después de lo previsto. Los que estaban en Francia, que incluían a catorce mujeres y cuatro niños pequeños, saldrían en tren de París el 30 de julio, se reunirían en Friburgo con los que estaban en Alemania, Rumania, Bulgaria y Hungría, y atravesarían toda Alemania para arribar a un país neutral ya sin riesgo de bombardeos. Pasaron por Dinamarca y el 18 de septiembre llegaron a Gotemburgo, donde el centenar de diplomáticos y sus familiares pasaron todo un otoño y un invierno sin poder salir de la pequeña pero acogedora ciudad sueca, hasta que el 14 de marzo de 1945 fueron embarcados con destino a Portugal. Hicieron escala en Liverpool, donde no se les permitió bajar a tierra pero sí recibir a bordo a los colegas argentinos en Inglaterra. Después de dos semanas de navegar en aguas minadas, el 28 de marzo desembarcaron por fin en Lisboa, donde se les confiscarían los documentos hasta el momento del canje. Entretanto, para poder entrar en la futura ONU la Argentina acababa de declarar la guerra al Japón y a Alemania, cuando ya estaba casi ganada por los aliados. El 7 de mayo embarcaron en el Cabo de Hornos, que los dejaría en Buenos Aires el 17 de junio de 1945. El canje había durado casi exactamente un año, durante el cual los diplomáticos no sólo no gozaban de libertad sino que estaban expuestos a los peligros de la guerra sin ninguna capacidad de decisión y la mayoría de ellos con serios apuros económicos. El gobierno había decidido que cada funcionario costease sus gastos con sus sueldos, lo que era imposible porque por la enorme afluencia de refugiados no había lugar en ningún lado que no fuera lujoso. Y a ello se sumó el desasosiego de varias partidas anunciadas, preparadas y anuladas sin que se supiesen las razones, siempre con el temor infundado de que por algún motivo el canje no se hiciese y fuesen internados en alguno de los campos. Entre los funcionarios en Francia más activos en la organización de la vida cotidiana del grupo de rehenes argentinos durante aquel último año de la guerra se contaban Alberto Agüero, encargado de Negocios; Ramón L. de Oliveira Cézar, cónsul general; Horacio Olazábal, cónsul en París, y Alberto Saubidet, cónsul en Lyon. Pero estos inconvenientes vividos por nuestros diplomáticos a raíz de la ruptura son totalmente irrisorios frente a lo que ella haría sufrir a los judíos argentinos en territorios ocupados por el nazismo.
Como todos los judíos bajo el nazismo y el régimen de Vichy, los argentinos que vivían en Francia fueron registrados en el fichero organizado por la policía y gendarmería francesas, luego discriminados, expulsados de sus empleos en la administración pública. Incluso sus bienes fueron “arianizados”, o sea, intervenidos, puestos bajo control de un individuo no judío y generalmente liquidados. Perdieron gran parte de sus libertades y derechos, pero los judíos de países neutrales no eran “deportables”, o sea no estaban destinados al exterminio. Por eso era imprescindible registrarse en un consulado de su país. Además, sus condiciones de vida presentaban mejoras esenciales respecto de las de los judíos en general, sobre todo en el caso de los argentinos, ciudadanos del país neutral que el canciller Joachim von Ribbentrop privilegiaba. Si bien la mayoría de los funcionarios actuantes en Francia obedecía las normas ministeriales secretas que ordenaban denegar los pedidos de ingreso al país de judíos extranjeros, casi todos intentaron ayudar en lo posible a los que eran argentinos.
Buena parte de los cónsules actuantes en Francia trataron de defender las vidas y los bienes de los judíos argentinos, logrando que a los de su circunscripción no se les aplicara algunas de las exigencias y prohibiciones impuestas por Alemania o por Vichy, como llevar la estrella de David, frecuentar colegios públicos, jardines y espectáculos, obtener los mismos vales de raciones alimenticias que tenían los “arios”, comprar a cualquier hora sin limitarse al corto horario reservado a los judíos, viajar en cualquier vagón del subte, salir de los límites de la aglomeración de su domicilio. Multiplicaron las atestaciones de nacionalidad, pegaron documentos de protección en sus casas y negocios, impidiendo así que fueran incluidos en las listas de personas por arrestar en las redadas; gestionaron por sus mercaderías bloqueadas e intervinieron contra la “arianización” de sus bienes con administradores franceses, proponiendo a argentinos que los administrarían sin liquidarlos. Inclusive lograron sacar de Drancy y de otros campos franceses a judíos argentinos detenidos por causas particulares o en controles callejeros.
Pero para intentar salvarlos había que saber que habían sido arrestados, y en ciertos casos las víctimas no pudieron comunicarlo a los consulados. Además, hay que tener en cuenta que hubo argentinos con doble nacionalidad que no se dieron a conocer como tales, que no se matricularon en ningún consulado, tal vez creyendo que su ciudadanía francesa los protegería de modo más eficaz, y cuyos nombres aparecieron al liberarse Francia en las listas nazis de deportación, seguidos de un lugar de nacimiento en la Argentina. Sólo entonces se supo que eran connacionales. De los nueve argentinos deportados y asesinados antes de la ruptura sólo uno de ellos, Jacob Yourowski, había contactado un consulado. Pero él fue arrestado con otros dos hombres cuando intentaba cruzar a España con papeles falsos, y los tres fueron deportados enseguida. Aunque los cónsules se hubieran enterado a tiempo no hubiesen podido hacer nada por él dado que tal hecho era considerado acto de resistencia, por lo tanto, “terrorista” e insalvable para los nazis y milicianos. Ninguna de estas personas fue deportada como argentina.
Al día siguiente de la ruptura Adolf Eichmann telegrafió de Berlín a los jefes SS y SD de Francia y de Bélgica la orden de arresto inmediato y deportación de todos los judíos argentinos residentes en sus jurisdicciones. Eichmann era subordinado de Heinrich Himmler, jefe supremo de los SS y de una de sus secciones, la Gestapo. La orden de Eichmann era la represalia directa a la inconcebible e inesperada ruptura argentina. La línea militar más dura y terrible del régimen nazi era reacia a cualquier negociación que pudiera impedir el asesinato de judíos o militantes antinazis, considerados todos enemigos que debían ser aniquilados. Es decir, en total oposición a la actitud de Ribbentrop y de los miembros de su embajada en París, quienes sin dejar un ápice de su nazismo mantenían amistosa relación con los argentinos, en particular con los del Consulado General y su entorno parisino, aun al precio de otorgar a los judíos argentinos concesiones que no se hacían a los judíos de los otros países neutrales. Esta relación la mantuvieron después de la ruptura, conscientes de preservar así los importantes intereses alemanes en la Argentina, y a la vez esos contactos cuyas buenas relaciones con los aliados les podrían ser útiles. Quién sabe si también, a sabiendas de la debacle militar del Reich pero sin jamás reconocerla, no preservaban un eventual refugio para después de su derrota.
La oposición entre estas dos líneas nazis aparece claramente con sus diferentes reacciones ante los judíos argentinos, eslabón más frágil que muy a su pesar estuvo en la primera trinchera de esa confrontación. Para cumplir con la orden de Eichmann fueron arrestados 40 argentinos, una treintena en París y sus alrededores en la primera y única redada dirigida contra argentinos, entre el 28 y 29 de enero, y los restantes fueron detenidos entre marzo y mayo en el interior del país, en Limoges, Marsella, Montecarlo, Nancy… A pedido oficioso del Consulado General a los consejeros de la embajada alemana, éstos pidieron el 1° de febrero al teniente coronel SS Heinz Röthke, antiguo jefe del campo de Drancy y superior del actual, el capitán Aloïs Brunner, que les entregaran la lista de los argentinos arrestados en Drancy. Röthke transmitió la orden al campo y el suboficial SS Weissl le contestó el 2 de febrero con una lista falsa de trece personas, omitiendo deliberadamente a las otras once que seguían allí, ya que un pequeño grupo había sido liberado por error horas después de su arresto. Jamás Weissl hubiera tomado esa iniciativa sin la orden explícita de Brunner, y tal vez el mismo Röthke había planeado este modo de obedecer a la vez la voluntad de sus propios mandos militares SS deportando a un grupo de argentinos, y la de los diplomáticos de Ribbentrop en París, permitiendo la supervivencia del otro grupo. Los once argentinos deportados por esa artera maniobra de los SS fueron Isaías Wulfman y su mujer Fajga; Salomón Moncarz, su mujer Nechama y sus hijas Suzanne y Hélène, de 11 y 7 años; Rebecca Benzonana; Elena Szabasohn; Henry Jerusalmy y su mujer Raquel, y Jaime Finkelstein. El único y paupérrimo consuelo es que no hayan podido ni siquiera imaginar que el responsable directo de su martirio obtendría luego refugio en su país.
Esas once personas no fueron alistadas porque los SS ya habían decidido deportarlas en el Convoy 68 del 10 de febrero, y de ese modo evitaron la intervención directa en favor de ellas de su propia embajada, que para quedar bien con los funcionarios argentinos hizo trasladar a las personas reconocidas como arrestadas a diversas dependencias de la Fundación Rothschild (el hospital, hospicio y orfelinato con ese nombre), anexadas administrativamente al campo de Drancy. Estar en Rothschild solía evitar la deportación, y el mejor trato que allí recibían les daba grandes posibilidades de sobrevivir. Con excepción de Pablo/Paul Recht, que fue igual deportado como francés por tener la doble nacionalidad, todos los de la lista falsa sobrevivieron, como algunos de los otros que arrestaron luego y fueron también remitidos a ese hospital por la misma doble intercesión que ya había funcionado. Como balance final, de los 40 argentinos judíos arrestados en Francia después de la ruptura, 20 fueron deportados y 20 sobrevivieron. Si sumamos a los deportados antes del 26 de enero de 1944 se llega a un total de 29 deportados judíos. No contabilizamos aquí a los 12 argentinos no judíos deportados por resistentes o por eventuales militancias izquierdistas.
El último 10 de febrero, en el 70° aniversario de esa primera deportación de argentinos como tales formamos una pequeña delegación de compatriotas para homenajearlos en el Mémorial de la Shoah de París, durante la ceremonia de lectura de sus nombres junto a la evocación de los 1.500 deportados en aquel Convoy 68 del 10 de febrero de 1944, organizada y conducida por Serge y Beate Klarsfeld.
LA NACION