02 May Jon Lee Anderson: “mucha de la prensa de América latina viene del poder, se queda cerca de él y depende de los poderosos”
Por Leonardo Tarifeño
Entrevistó a Augusto Pinochet, a Fidel Castro y a Hugo Chávez, entre muchísimos otros grandes personajes de la historia. Recorrió África desde adolescente, se convirtió en biógrafo del Che Guevara y estuvo presente en la mayoría de los conflictos bélicos de Medio Oriente de los últimos 30 años. En Bagdad, mientras las bombas estadounidenses producían lo que el ejército llamó “daños colaterales”, él visitaba los hospitales para conocer de primera mano las víctimas de la guerra impulsada por su país. Jon Lee Anderson es sinónimo de periodismo hecho en la calle, sin juicios de valor y con los puntos sobre las íes de las grandes injusticias que le ha tocado ver.
En una conversación reciente, el gran cronista colombiano Alberto Salcedo Ramos decía que él reivindica al periodista que anda mucho por la calle. Yo no mido a un cronista por el valor de sus metáforas, sino por el polvo que tiene en sus zapatos, señaló. Mi pregunta es: si hay que reivindicar algo tan básico, ¿significa que el periodismo está muy mal?
Lo que pasa es que hay un montón de gente nueva que, como son cultos, tienen algo de mundo y un smartphone, consideran que pueden hacer algo que parece ser periodismo. Y eso es válido hasta cierto punto, porque su trabajo carece de la experiencia primaria de contacto con la realidad.
¿Estamos en la era del periodismo de escritorio?
Yo diría que se han arraigado mucho la opinión y el comentario. Y eso, además, en un momento en el que por YouTube se pueden ver los pormenores de todo lo que sucede en cualquier lugar del mundo. Si uno es inteligente y se pone a ver lo que hay en YouTube sobre un tema determinado, puede dar la impresión de que está interiorizado de aquello que debe reportear. Quizás haya un valor en todo eso, pero para mí no hay como salir a la calle, es decir, dejar que los sentidos se nutran de la experiencia.
¿Por ejemplo?
Mira: tú puedes ver el tifón de Filipinas en YouTube, puedes escucharlo. Pero si no estás en el lugar, no puedes oler lo que pasa ahí. Y algunas sensaciones, como el pavor, se huelen. No sólo se ve: se huele. Y provoca un cambio en uno que es muy fuerte. Pero si no estás en el lugar, no puedes sentirlo. Si alguno de tus sentidos está atado, o no vive el reto que le plantea lo que ocurre ahí, no te provoca una emoción. Cuando sientes esa emoción, ya no vives las cosas como cuando estás sentado en tu escritorio. Y en nuestro trabajo, esa emoción es fundamental.
Por lo que dice, los mejores aliados del periodista no son la grabadora o la libreta de apuntes, sino nuestros cinco sentidos.
Así es. Sin ellos, no tenemos mucho. Los cinco sentidos son fundamentales. O mejor dicho, los seis.
¿Cuál sería el sexto?
La intuición.
Pero nada de eso se necesita mucho cuando la opinión prevalece sobre “el polvo en los zapatos” del que hablaba Salcedo Ramos.
Claro. Hay una tendencia a hacer prevalecer la opinión y el comentario. Quizá venga de la mano de esa generación que ha adquirido un cierto desdén hacia todo lo que les parece mainstream, que no han tenido la escuela de apuntar a cierta imparcialidad y que consideran que su opinión siempre vale y deben expresarla. Para mí, este “periodismo ciudadano” no es del todo malo. Yo no creo que sea del todo malo que los periodistas expresen su opinión. Pero también creo que es importante que al menos una parte de lo que llamamos periodismo intente ser lo más imparcial posible. Siempre habrá un tipo de periodismo que toma partido, y necesitamos otro que aspire a la imparcialidad. Aunque a veces parezca demasiado parca, falsa o artificial, creo que es necesaria una vitrina en la que podamos ver las opiniones de ambos lados.
Hace unos meses, sus primeras palabras en un taller de periodismo en Río de Janeiro fueron: Empezar una crónica es como llegar a una ciudad desconocida. ¿Qué es lo primero que hace usted cuando llega a una ciudad desconocida?
Huelo, saboreo, miro y escucho todo. Lleno mis libretas de apuntes con todas mis impresiones, que casi siempre son muy duraderas.
Es curioso que en su taller haya utilizado esa imagen, porque da la impresión de que, en su caso, el periodismo y el viaje están hermanados.
Sí, es cierto, yo siempre soy el forastero permanente, pero creo que el viaje es tan válido hacia países extranjeros como al interior de la sociedad de uno. Eso es muy importante en América latina, donde las divisiones sociales están tan marcadas. Quiero decir: sólo unos pocos de los chicos brasileños de mi taller habían cruzado la raya de esa galaxia paralela que es la favela. Para ellos, el mundo de las favelas es tan distinto como Mongolia para mí. Entonces, yo creo que el verdadero hermano del periodismo no es el viaje, sino el descubrimiento. El viaje es un vehículo hacia el descubrimiento. Uno va hacia la sombra, al callejón al que nunca se visitó, o a ver a la clase de persona con la que jamás hablaríamos. Se trata de dejar de mirar el mundo como algo que tiene lugares donde uno no puede ir.
¿Es una cuestión de sensibilidad?
Un poco sí. De tener calle, que es mi escuela. De no presumir que uno lo sabe todo, o de que tu cultura es la superior. A ver: digamos que tú acabas de graduarte en Princeton. Pero si te tienes que meter en una mina de carbón en Sierra Leona, los que te van a mantener vivo van a ser unos chicos que nunca han ido a la escuela. En ese momento, ellos son tus maestros, y tú tienes que reconocerlo. Esas experiencias, para mí, sirven para contar el mundo.
Se suele decir que una cuenta pendiente del periodismo latinoamericano es el retrato del poder. Hablamos de las víctimas y no tanto de quienes las convierten en tales. Pero usted sí ha entrevistado a poderosos célebres, de Pinochet y Fidel Castro a dictadores africanos. ¿Qué rasgos en común encontró en esa gente poderosa?
La respuesta va en dos partes. Primero: lamentablemente, y por tradición, mucha de la prensa de América latina viene del poder, se queda cerca de él y depende de los poderosos. Por eso mismo no soy un crítico acérrimo del “periodismo ciudadano”, y reconozco que a la larga puede ser saludable como un reto. Segundo: ¿qué tienen en común los poderosos? Es una condición de vida que te hace sentir que perteneces a una casta muy selecta. En algún momento, el bichito te empieza a decir que tienes el poder porque lo mereces, porque toda esa gente desposeída ha querido que tú lo tengas. A veces lo mereces porque eres genial, y otras porque la masa está llena de gente que consideras tonta. Lo que comparten todos es una sensación de superioridad, un convencimiento de que no son como los demás. En casi todos los poderosos con los que yo he hablado detecté la sensación de que lo merecen.
¿Y de qué manera impactó en usted esa sensación?
Cada caso fue distinto. La única persona que me dijo que no reconocía el poder fue Hamid Karzai, una especie de títere que Estados Unidos colocó en Afganistán tras la guerra iniciada por George W. Bush. Él fue el único que me dijo que no lo sentía. Y escucharlo me dio un poco de vergüenza. Por otro lado, el único que me dijo que le gustaba el poder, con brillo en los ojos, fue un ex hombre fuerte de Irak, opositor de Saddam Hussein y ex agente de la CIA, Iyad Alawi, quien todavía sigue ahí, buscando la manera de retornar al poder. Él es un hombre que vibra con el poder de una manera descarada. Dialogar con él fue muy fascinante, y de hecho me cayó bien por su honestidad. En su caso, lo que decía no era bueno ni malo, era amoral. El poder es amoral.
¿Alguno de todos esos personajes lo impactó especialmente?
El que más negativamente me ha impresionado fue Charles Taylor, el ex dictador de Liberia, quien purga 50 años por crímenes de guerra. Su relación con el poder era lo más narcisista y psicópata que había visto. Ya era inmoral. Su desdén para el resto de la humanidad le había provocado una reacción sádica. Es como el hombre que le pega a su mujer simplemente porque puede. Esta relación casi de amo y esclavo provoca una reacción de asco hacia el esclavo, que es lo que yo sentí en Charles Taylor. Es algo que sólo conoces cuando lo enfrentas. Es la enfermedad del poder.
LA NACION