24 May ¿Es la envidia un verdadero pecado?
Por Guillo Dorfles
Me he preguntado muchas veces si el hecho de desear los bienes y las prerrogativas de los demás puede ser considerado como un verdadero pecado: el pecado de envidia. Sin embargo, y es un triste deber constatarlo, sin el resorte de la envidia, y por lo tanto de la competitividad humana, dejarían de ocurrir muchas cosas positivas. Por lo tanto, también la envidia como emulación, como aspiración a sobresalir -en pocas palabras, la ambición- constituye uno de los mayores impulsos para sacudir al hombre de su apatía y su desinterés, y devolvernos un poco del entusiasmo faltante.
En lo personal, no creo haber sentido nunca envidia de quien retoza al sol sobre la cubierta de su yate ni de quien pasa a todos con su Porsche por la banquina de la ruta, ni el resto de bienes concupiscentes cuya falta nunca sufrí. En realidad, mi verdadera en¬vidia apunta a otros objetivos, que son sin embargo tan pecaminosos como aquellos dirigidos al hedonismo más banal. Ahí está: la verdadera envidia pecaminosa despierta ese “sentimiento de culpa” (Schuldgefühl) que desde que Adán codició la manzana, “con las consabidas consecuencias”, no cesa de perseguirnos, y debido al cual ni siquiera tenemos la satisfacción de “pecar en santa paz”. Y creo que no hay necesidad de repasar otras conocidas formas de la envidia, como por ejemplo la famosa Penisneid o “envidia del pene”, que según nos enseña Freud, sería una de las primeras frustraciones del sexo débil: envidia de lo que le falta. Una envidia que puede transformarse en complejo de castración, pero que positivamente también conduce al deseo de tener un hijo como equivalente del órgano faltante.
No es fácil decidir si la envidia es un pecado o más bien una virtud, cuando nos mueve a emular al prój imo y a equipararnos con quienes son objeto de nuestra envidia. Si se toma en cuenta todo, surge un dato incontestable y muchas veces soslayado de la ropa en general y de la moda en particular, y es que la envidia suele equivaler con el principio de equiparación e imitación. Así lo entendía el sociólogo alemán Georg Simmel, cuando escribió que el hombre
tiende siempre al Zusammenschluss (equiparación), y que sólo en un segundo momento tiende al Absonderung (diferenciación). ¿Qué intento decir? Que el hombre -y la mujer-, llevados desde que el mundo es mundo a querer “parecer” como su prójimo, envidian todo aquello que los otros poseen y aparentan; que esa envidia es uno de los grandes resortes de la moda; y que no bien se ha alcanzado la equiparación, ese impulso es reemplazado por su opuesto: el de la diferenciación, necesaria para que la verdadera superioridad se afirme y para que se manifieste la peculiaridad del propio modo de comportarse. Y es por esa razón, en la fase inicial de adecuación, que la envidia puede fomentar el conformismo. Conformismo de moda: por la prenda que se viste, la forma de hablar, de caminar, de comer, de saludar, de ser como los demás, de no ser considerados extranjeros, “diferentes”, objetivos que, ¡ay!, no bien alcanzados, nos avergüenzan amargamente, y buscamos por todos los medios salimos, incluso por envidia de quienes no forman parte de la manada, que no se visten como el resto, que pueden permitirse rechazar una invitación que todos aceptan.
En resumidas cuentas: no quedamos satisfechos hasta que logramos emular al prójimo, hasta que la envidia por lo que ese prójimo logra (por lo que tiene y por lo que no tiene) nos ha llevado hasta su mismo nivel y nos ha equiparado al punto de no inducirnos a la envidia. Tal vez por eso, por mi horror instintivo al conformismo, a la equiparación, es que al fin y al cabo creo poder jactarme de no haber sido nunca envidioso. No por otra cosa, sino porque si lo fuese o llegase a serlo, terminaría por ser, incluso yo, presa del peor de los conformismos. Es la moraleja de la fábula: sólo manteniéndose alejado de toda emulación, de todo intento de superar al prójimo, podremos decir que hemos alcanzado una autonomía no equiparable a la que nos arriesgamos a envidiar en los demás, y por lo tanto, tal vez también podremos decir que hemos combatido con éxito el grave pecado de la envidia.
LA NACION