22 May El espejo cruel de los adictos a la belleza
Por Fernanda Sández
Vengan, vengan aquí frente al confesionario-espejo. Miren esas arrugas como sables corvos justo en medio de las cejas, esas mejillas como bifes, ese mentón de marioneta. Vean, contemplen el espanto. ¿Cómo es que pueden salir así a la calle? ¿Acaso no se han visto bien? Ahora sigan hacia abajo, espantándose. Cuello, pecho, brazos, vientre, piernas. Que no quede detalle por exterminar de una sola mirada. Si de “cuerpo” a “puerco” se llega enrocando sílabas, entonces hagamos esa magia siniestra. Veamos lo “impuro” en nuestra anatomía, los errores de fábrica, todos nuestros pecados estéticos juntos. Y ahora, a confesar en voz alta qué no te gusta de vos.
Así se llama -Qué no te gusta de vos- un reality show que va por la pantalla de América los sábados a la noche y regala a sus participantes cirugías plásticas, tratamientos estéticos y hasta implantes dentales. Pero también, ¿por qué no soñar con un rediseño integral como ése al que se sometió la modelo Sharlot Shampéin? El punto es que el programa es otro más dentro de una genealogía de envíos por el estilo. Sólo que si antes los que contaban su “diario de cirugía” eran famosos, hoy el juego se abre al público. Todos son bienvenidos a esta suerte de Operación Bisturí, y basta con revisar la página de Facebook del programa para entender que es pasión de multitudes. “Espero ese llamadito que me va a cambiar la vida”, anota una. “Hola, mi problema es que no me gusta mi cuerpo, estuve con depresión, me miro al espejo y no me gusta”, anota otra.
Lo que de verdad impresiona es lo inexorable del planteo, que da por sentado que siempre hay algo -físico- que nos aleja de la plenitud. Y también, que eliminado ese ripio molesto la vida entera volverá a su lugar. Sé de qué hablo: hace siete años dirigí una revista dedicada exclusivamente a los tratamientos estéticos, quirúrgicos y no quirúrgicos. Pude conocer un mundo opaco para mí hasta ese momento: el universo de lo que Alex Kuczynski, periodista de The New York Times, llamó beauty junkies o adictos a la belleza. Mujeres y hombres que cifran en la tersura, la tonicidad y el “tamaño adecuado” (no importa si de nariz, de escote o de cintura) la clave de su felicidad. Van pues de “toquecito” en “toquecito”, en un proceso de loca reconversión de sí mismos al que no por casualidad se denomina como al mismo procedimiento que se les da a los autos: tuneo. La vida vuelta rompecabezas: cuando su cuerpo dé con la pieza ausente, cuando tenga eso que “le falta”, todo se iluminará. Lo dijo Christian Ferrer en La curva pornográfica: “El síntoma subjetivo de la actualidad se revela en la voluntad de huir del dolor, que se corresponde con el temperamento adictivo de esta época. El cuerpo devino un valor mercantil de primera importancia”. De allí el furor por el quirófano y el gabinete, pero de allí también las “pacientes-shopping” (como llaman los cirujanos a las mujeres que van de profesional en profesional buscando quien les haga el “toquecito” número mil); las que, pasadas de operaciones, terminan encerradas y velando los espejos, y de allí la sensación de que paseando por determinadas calles de Buenos Aires nos cruzamos una y otra vez con la misma dama de edad incalculable. Una serigrafía de la belleza globalizada, más allá de cualquier tiranía del tiempo.
Por eso, y de nuevo, el programa es la anécdota, el detalle menor. Es la historia que se adivina a trasluz lo que importa. Y ésta habla de la epopeya de los cuerpos imperfectos que, con o sin cámaras de por medio, avanzan hacia el Paraíso de los cuerpos dignos de ser salvados, mediante sucesivas muertes y resurrecciones vía cirugía plástica. Hace ya tiempo que asistimos a la eclosión de esa belleza neumática que tan bien describió Aldous Huxley en Un mundo feliz: un ejército de cuerpos engañosamente lisos, elásticos y edición ilimitada en el que la expectativa de máxima es que no pueda “leerse” la edad, y la de mínima, que la data de nacimiento nos depare cinco o diez añitos más hasta la fecha de vencimiento. Porque de eso se trata todo, en definitiva. De la caducidad. Del cuerpo vuelto producto en una góndola, destinado a perder un día todas esas propiedades que lo hacen deseable. De huir como se pueda de la compactadora que nos espera cuando alcancemos el fin de nuestra “vida útil”. A abalanzarnos pues sobre toda forma posible de reconfiguración, de estiramiento, de corte y confección. A no permitir que nuestro capital estético se licue así de rápido. De esto habla la antropóloga Paula Sibilia en El hombre postorgánico: “Las ansias de superar el cuerpo material provocan cierta repugnancia por lo orgánico en general, una especie de aversión hacia la viscosidad del cuerpo biológico”. Vean si no ese video en YouTube en el que una clínica estética, para promocionar sus tratamientos pos- parto, muestra a una madre reciente hablándole a su recién nacida. “Hola mamá, hola estrías, hola hinchazón. ¡A mamá no hay ninguna ropita que le entre! “, le dice en un tono dulce que vuelve toda la escena doblemente atroz.
A las mujeres se las entrena desde pequeñas en el arte del destrozo del propio cuerpo y de la banalización de todo lo sagrado que hay en él. Y así, partidas en presas como un pollo (y donde las zonas a ponderar siempre las marcan otros: “¿pata o pechuga?”), salimos a la calle tan desnudas de nosotras mismas, tan divorciadas de lo divino que hay en nuestras geografías, que muchas terminan creyendo lo que les dicen. Que aquí sobra, y que allí falta. Que no habrá dolor, ni riesgos. Que se dormirán como Blancanieves bajo la luz incandescente del quirófano, y que un príncipe en bata blanca estará esperándolas del otro lado de la anestesia para despertarlas con un beso de amor.
Con Dios muerto hace rato, el cuerpo se convierte en el último refugio seguro, pero también en el envase condenado a rediseño perpetuo. Por algo, según los últimos datos de la International Society of Aesthetic Plastic Surgeons, en 2011 el aumento de busto fue la cirugía más pedida, en segundo lugar, en el mundo y más de un millón de mujeres ingresaron siliconas en sus cuerpos. En la Argentina, que figura entre las 25 naciones más “cirugeadas” del mundo, hace rato que muchas adolescentes piden “las lolas” o “la lipo” como regalo de cumpleaños. Con la misma ligereza con la que al grito de “porfis” maúllan por un nuevo par de zapatos o un viaje a Disney.
Hace días, un proyecto de ley impulsado por la diputada Mara Brawer proponía prohibir las cirugías estéticas en menores de 18 años. Claro, fue recibido críticamente por gran parte de la corporación médica. Algunos profesionales adujeron que la norma impediría el acceso a la cirugía a adolescentes con orejas en forma de asa o chicas con mamas tan enormes que les generan dolores de espalda. Pero cualquiera que haya transitado consultorios de cirujanos plásticos sabe que es muy otro el perfil de las chicas que circulan por allí. Suelen ser “divinas” y estar acompañadas por sus mamás, casi siempre pacientes de ese mismo cirujano. Cualquiera que haya estado por allí sabe, también, que de no haber adultos responsables y éticos cerca, ninguna norma impedirá que ese cuerpo todavía en formación entre y salga del quirófano cuantas veces quiera, como lo hizo la famosa con nombre de brindis. Porque el problema no es, claro, la cirugía; es poner en la carne lo que está en algún otro lado, fuera del alcance de la balanza y el centímetro. Es pedirle a un par de pechos tamaño tortuga laúd la seguridad que se escapa, el amor que no llega, el trabajo que nunca vino. Es, en última instancia, sucumbir al espejismo colectivo. Y todo para terminar descubriendo -después del corte, la sangre y los dolores- que el espejo no refleja nada más que lo que habita en nuestra propia mente.
LA NACION