31 May Dandismo: la actitud como una obra de arte
Por Alan Pauls
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El general Mansilla sabe muy bien de qué habla cuando dice: “Soy el hombre de mi facha y de mi fecha”. Cuerpo y tiempo: he ahí los dos medios en que se despliega la práctica del dandi. El cuerpo: la superficie obvia, esa pantalla inmediatamente visible en la que deben inscribirse los signos distintivos del arte dandi (expresión, mueca, maquillaje, accesorios, prendas, usos idiosincrásicos de prendas); el tiempo, en sus dos sentidos: por un lado el presente, único horizonte concebible, a la vez teatro temporal y materia prima de las operaciones del dandi (para Baudelaire, el “pintor de la vida moderna” no es Manet ni Delacroix, por admirables que sean, sino ese “coleccionista del presente” llamado Constantin Guys, modesto ilustrador gráfico del Illustrated London News ); por otro, el tiempo como oportunidad, ocasión (esa confabulación específica de variables que los griegos llamaban kairòs ), en la medida en que los golpes del dandi sólo tienen sentido si son efectivos, y sólo son efectivos si golpean cuando deben golpear, en las coordenadas de espacio-tiempo que les aseguren justeza, nitidez, penetración. Combinados, cuerpo y tiempo promueven esa extraña aleación de autoproducción y relacionalidad que es el dandismo. No hay práctica dandi que no tome el propio cuerpo por objeto, que no sea un tratamiento, una estilización, una transformación de sí. Pero esa autoestetización encuentra su razón de ser cuando interviene en un escenario (salones, teatros, esfera pública) y una coyuntura que siempre son sociales e involucran reglas, protocolos, relaciones de fuerza, toda clase de “otros”.
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El dandismo nace inglés a principios del siglo XIX, en el marco de la monarquía absoluta (que es su matriz y el objeto de sus impertinencias), pero viaja enseguida a Francia y se refrasea al calor de la incipiente democracia burguesa. Esos dos marcos (de nacimiento e implantación) lo determinarán de manera definitiva, asignándole los dos blancos, las dos bêtes noires con las que nunca dejará de encarnizarse: las estructuras severas, segmentadas, de las sociedades jerarquizadas, y el efecto de uniformidad y devaluación propio de los procesos democráticos. (El camp , reencarnación del dandismo en la era de la cultura de masas, según Susan Sontag, habría resuelto la segunda fobia, protagonista indiscutible de las luchas culturales de posguerra.) Pero si la imaginación dandi sigue siendo nuestra contemporánea es porque pone en tela de juicio tres persistentes credos culturales: naturaleza, trabajo, utilidad.
Urbano, el dandismo opone a la naturaleza el artificio, a la espontaneidad la premeditación, al ideal de fluidez el culto de la intempestividad, el desvío y la interferencia. Es brechtiano avant la lettre : desconfía de todo aquello que se da por sentado, que va de suyo, que “es como es”. Cada vez que produce un signo inesperado y sobresalta el marco en el que irrumpe, el dandi actúa con el mismo espíritu crítico que Brecht, que recomendaba usar el artificio para desnaturalizar los artificios sociales naturalizados por el poder, el consenso social, el sentido común, etc. No reproduce las cosas “como son” (como se imponen imperceptiblemente); actúa cómo podrían ser . Su lógica -la lógica brechtiana del no/sino – es menos la contradicción (el dandismo no es dialéctico) que la torsión adversativa: una especie de pero , de sin embargo digresivo, no tan preocupado por obstruir como por derivar, postular una alternativa, incluso delirar.
Sólo que esa objeción es todo menos un esfuerzo. El statement dandi es tan instantáneo como fugaz. Es un rapto, un soplo inspirado, un hallazgo, aun cuando presuponga ingenierías complejas que exigen planes, orquestación, montajes escrupulosos. Según Barbey, el príncipe Kaunitz no era un dandi sólo por el matiz exacto y único que lucía su pelo, sino también, y sobre todo, porque para conseguirlo “atravesaba todos los días una serie de salones cuyo tamaño y cantidad calculaba de antemano y se dejaba espolvorear, el tiempo apenas que le llevaba atravesarlos, por unos valets armados con borlas”. El príncipe es dandi porque se apuesta entero en ese puro efecto -y el efecto es la moneda con la que opera el sentido en la escena social-, pero también por la máquina que hace posible el efecto, verdadero dispositivo teatral, coreográfico, que todos los días transforma la vida del príncipe en una obra de arte.
¿Y todo eso para qué? Para nada. Por el placer del efecto. “Ser un hombre útil siempre me pareció algo repugnante”, dice Baudelaire. Sin duda hay cálculo y táctica en el dandi, pero se trata de una deliberación sin más allá, sin trascendencia alguna que la legitime. No hay misión, no hay rentabilidad que justifiquen esos golpes de teatro. Básicamente porque no hay “producto” (en el dandi hay inversión y hay gasto, nunca resultados), o más bien porque el único producto dandi es el efecto: algo que desaparece apenas sucede.
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El dandi no es un profesional, no tiene oficio, no se ampara en ninguna institución. Es un marginal, categoría lo suficientemente elástica para incluir sin incomodidad los ladridos suburbanos de Diógenes Laercio, los desplantes de Brummell en los círculos mundanos de Londres y las fanfarronadas de Mansilla entre los indios ranqueles. No es la marginalidad dura y rígida del outcast , que irrumpe y divide aguas y establece cortes irreconciliables. Es una marginalidad lábil, ágil, parasitaria. Su fuerza consiste en ocupar una franja de frontera, un margen en el borde interior de un espacio ya existente, dotado de reglas y de formas aceptadas (salón, círculo mundano, “buena sociedad”, código de cortesía, buena educación, moral, etc.). Es la marginalidad del amateur , el diletante, el que no se deja autorizar por nada, por ninguna autoridad trascendente (maestros, escuelas, instituciones), ni descansa en ningún saber, ninguna competencia específica, porque lo que tiene para dar es menos un hacer que una manera de ser, una práctica existencial. Eso que el rock, alguna vez, llamó actitud .
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Barbey observa que la palabra dandyism , inglesa -es decir, importada-, se resiste a asimilarse de manera plena a la lengua francesa. Su carga de particularidad (su originalidad) es irreductible. No hay manera de traducirla “bien”, de manera que no delate que es traducida; no hay equivalente local que borre su origen forastero. A lo sumo, dice Barbey, se la puede neologizar. De ahí la anomalía Dandysme , con esa mayúscula inicial y esa “y” en el medio, huella de la hilacha británica. La suerte que corre la palabra en la lengua extraña ilustra la lógica misma del dandismo, su modo peculiar de funcionar. El dandismo es producción de distinción siempre, allí donde esté, vaya donde vaya. Pero lo interesante del caso es que esa presencia extranjera en Francia no lo era menos ya en su tierra natal. En Inglaterra, dice Barbey, el dandi ya era el borde alienado de la britanicidad. De modo que el extrañamiento del dandismo (Brecht otra vez) no debería reducirse al mero efecto de una deportación. Dandi, pues, es sinónimo de extranjería, pero de extranjería radical, de esa inadecuación que se manifiesta ante todo en lo más propio que tiene, su lugar, su contexto, su propia lengua. Dandi es aquello que está condenado a ser extranjero. De ahí el parentesco entre las sensibilidades del dandi y del exiliado, dos desplazados, dos que no pertenecen, dos artistas de la distancia y el desapego, dos críticos altamente peligrosos.
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Se asocia a menudo dandismo con elegancia, cuando el dandi es un monomaníaco empedernido y la vida elegante, como observaba Balzac, un ejercicio de renovación permanente. Elegancia, además, es una palabra todavía demasiado vaga, demasiado intoxicada de estupidez y vulgaridad. Por la famosa corbata blanca de Brummell sólo se babean los que siguen creyendo que la elegancia es sustancial y tiene algo que ver con accesorios, objetos, prendas, telas, marcas, celebridades del diseño. Los trajes de Brummell como hallazgos dandi son tan elegantes (o tan poco elegantes) como el barril que usa Diógenes para acechar en la plaza pública o el sobretodo raído de Macedonio Fernández en su pieza sobrecalefaccionada. Con la elegancia dandi pasa lo mismo que con la palabra estilo. Se confunde el estilo con la gestión de algún tipo de bien, de propiedad, de capital -con una riqueza-, cuando en realidad no es sino la puesta en frecuencia de una serie de valores heterogéneos (velocidad, sonido, conceptos, perspectiva) en el marco de una situación -un desafío- determinada.
La elegancia dandi descansa en el uso y la precisión, fuerzas a menudo presentes en episodios de elegancia no artísticos: una combinación de ajedrez, una fórmula matemática, un acto de escapismo.
“Sin que hubiera nada recalcado”, escribe Virginia Woolf sobre Brummell, “todo era distinguido, desde su reverencia hasta su manera de abrir el estuche de rapé, siempre con la mano izquierda.” La elegancia, en los dandis, rara vez descansa en un plus. Le debe menos al énfasis que a la sobriedad, a la extirpación de todo elemento superfluo, incluso a cierta imperceptibilidad (el ” conspicuously unconspicuous ” de Brummell). Sobriedad, gran concepto dandi. No la medianía del miedo, no la timidez del pudor, recatos de los que no dan un paso por terror a caer en el mal gusto o la inconveniencia: la sobriedad dura, sin retorno, astringente, radical, de los faquires y los artistas del hambre que le gustaban a Kafka. Contra el kitsch del terciopelo y la suavidad, la elegancia dandi es pura aspereza. No en vano Barbey evoca que el gran aporte dandi a la cultura del traje fue limarlo, cosa que hacían con un pedazo de vidrio afilado.
La asociación entre dandismo y moda es histórica y obvia: pocos soportes de visibilidad tan susceptibles de ser intervenidos como la ropa, los usos y costumbres, las toilettes , los estilos. Ésa es la lengua hecha, recibida, en la que el dandi descubre y entona su dialecto intraducible. Pero qué torpeza imperdonable confundir al dandi con el que sabe y juzga, con la autoridad patética del arbiter elegantiarum . Las intervenciones de Brummell (que era burgués y no noble) hacían zozobrar la etiqueta de la nobleza, pero la ley a la que obedecían (la forma de vida dandi) era tan arbitraria y extranjera, tan privada, que las volvía irrecuperables para el código común. Pedían lo imposible (una comunidad de singularidades), y en ese sentido estaban preñadas del valor crítico de toda posición utópica, que impugna el estado de cosas existente postulando una forma de existencia por venir. Pero eran de un particularismo incomunicable, solitarias, insulares -eso que Mansilla llamaba “la dificultad”: “La persona, el yo, que es causa y efecto a la vez-, como toda forma de vida que se niega a ceder en su deseo. En ese idiotismo descansa la dimensión ética del dandismo: es soberano, se dicta él mismo sus propias condiciones de existencia y es radicalmente refractario a toda moralidad.
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Y sin embargo hay una comunidad dandi. Es una legión extraña, laxa, de gente circunspecta, tirando a nerd , más parecida a la de los vampiros, que sólo se reconocen cuando se ven, lo que no siempre los regocija, que a la de los militantes, siempre hermanados por un entusiasmo común, un dogma, un programa de acción, un más allá trascendente. Como muchas otras cosas que alguna vez fueron importantes (la idea de práctica radical, por ejemplo, o de “sociedad mejor”, o de “Hombre Nuevo”), el dandismo habría languidecido junto con su época, estrella admirable pero fugaz, demasiado arraigada en un estado de sociedad para asegurarse un porvenir, si no se hubiese convertido en lo que estaba llamado a ser -una “sensibilidad”-, y si esa sensibilidad no hubiese encontrado asilo en el arte, uno de los pocos territorios, si no el único, donde el anacronismo menos prometedor es capaz de activar sus potencias dormidas y hacer chispa con la contemporaneidad.
La posteridad del dandismo no ha sido exactamente social. Ha sido social-artística, en la medida en que los descendientes en los que encarnó como sensibilidad -como forma de vida artística, como arte de vida- supieron moverse y actuar entre el mundo de la visibilidad social y el mundo de las prácticas artísticas, poniendo en tela de juicio los criterios implícitos a partir de los cuales se los distinguía “naturalmente” como dos mundos independientes. Hay entre ellos artistas “oficiales”, reconocidos como tales por la historia y las instituciones del arte (Duchamp, Djuna Barnes, Yves Klein, William Burroughs, Warhol), pero también figuras esquivas, refractarias incluso a la disciplina que podría acogerlas (Federico Peralta Ramos), y criaturas todavía más indefinidas, difíciles de clasificar, para-artistas que pululan en esa franja incierta donde se dan cita agitadores, provocadores, animadores sociales, happeners , performers , personalidades, celebrities … Tan pertinente es hoy la sensibilidad dandi, tan sincronizada está con la tendencia contemporánea del autodiseño y la autoestetización, que muchos de los artistas-artistas que la suscriben, mirados por ella , con sus ojos, “pierden” su obra, la ponen entre paréntesis, dejan de necesitarla y pasan a cifrar su “artisticidad” en lo que son, en lo que hacen con lo que son, en la forma de vida singular que pregonan autoproduciéndose. Duchamp el anartista ocioso, Warhol inventor de comunidades sociales… No dejar otra obra que la propia vida, no practicar otro arte que el de vivir, ¿no es acaso la consigna capital del programa dandi?
La mayoría de los dandis contemporáneos comparten un mismo pathos , o más bien la misma falta de pathos . Son secos, distantes, desapegados: lo contrario del artista en trance, pasional, arrebatado por las pulsiones del arte. Legendaria frialdad de Duchamp, automatismo maquínico de Warhol, presencia ausente de John Cage… Esa apatía es el mood correlativo del que sólo cree en una cosa: el poder de abstenerse, prescindir, decir que no. Decir que no a una obra, a la materialidad de un legado, pero también a todo lo que arranque a la forma de vida dandi de su soberanía. En ese sentido, Bartleby, el escribiente de Melville, sería el dandi supremo, y su lema -“Preferiría no hacerlo”- la divisa innegociable del dandismo. Es lo que advierte Francis Jesse, primer biógrafo de Brummell, también dandi, en la extraña trayectoria de su biografiado: cómo persiste en la renuncia. Hijo de un secretario de ministro, Brummell podría emprender el ascenso en la escala social que le está destinado yéndose a Manchester a hacer una carrera militar, pero llegado el momento desiste. Podría ganarse la vida explotando su silueta y posando como modelo de artistas, pero no lo hace. Ahogado por las deudas, podría aliviarse publicando sus memorias o vendiendo las cartas de amigos conspicuos como Jorge IV o lord Byron. Una y otra vez decide que no. Ni siquiera transige con el puesto de cónsul en Caen que unos amigos compasivos le consiguen en 1829, al que abdica poco después de asumir. En Brummell no hay lugar para la ambición ni el afán: sólo para la inactividad consciente , esa extraña obstinación en la que Baudelaire reconocía la forma de un nuevo heroísmo y que Musset condenaba al preguntarse: “¿Qué es un dandi inglés? Un joven que ha aprendido a prescindir del mundo entero”. […]
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