Un revolucionario al que le fascinaba codearse con los hombres del poder

Un revolucionario al que le fascinaba codearse con los hombres del poder

Por Pablo Mendelevich
tes de que Fidel Castro fuera su amigo, Gabriel García Márquez quedó subyugado por la Revolución Cubana como tantos intelectuales latinoamericanos. Excepto Borges, castristas entusiastas de aquella primera hora revolucionaria como Carlos Fuentes, Juan Carlos Onetti, Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa y Juan Rulfo, entre muchos otros, tuvieron un papel destacado en la onda expansiva cultural y política de Sierra Maestra. Pero para García Márquez, Cuba significó bastante más, una lealtad a toda prueba, motivo de diversas teorías (hasta bibliográficas) destinadas a escrutar los porqués del carácter vitalicio de su amistad con el líder cubano. Vargas Llosa, por ejemplo, quien había hecho la tesis doctoral sobre Cien años de soledad y el resto de la obra anterior a 1971, lo consideró lacayo de Castro.
Por Cuba el padre del realismo mágico incursionó en el periodismo político, el único que hasta entonces no había practicado. Las matizadas crónicas de los países del Este europeo no habían tenido el compromiso implícito que suponía trabajar para Prensa Latina, la agencia creada por Jorge Ricardo Masetti a instancias del “Che” Guevara.
Primero “Gabito” fue corresponsal de Prensa Latina en Bogotá. Luego. en Estados Unidos. De su segunda estadía en La Habana -seis meses-, donde trabajaba tantas horas diarias que apenas si conocía la ciudad, García Márquez se trasladó con su esposa Mercedes y su hijo Rodrigo a Nueva York para ser subjefe de Prensa Latina. El 13 de marzo de 1961 fue uno de los periodistas que escucharon a John Kennedy, en la Casa Blanca, formular la Alianza para el Progreso.
Cuando Masetti, víctima del sectarismo y quién sabe qué más, renuncia a Prensa Latina, García Márquez hace lo propio. De nuevo desarropado, sale de Estados Unidos con su familia en ómnibus, rumbo a México, adonde llega el día del suicidio de Ernest Hemingway. Recién hacia 1971, mientras el bloque de escritores latinoamericanos del boom de los sesenta se disgrega, él renueva el acercamiento a la Revolución.
Su conciencia política, ese antiimperialismo forjado en la adolescencia a la sombra de la United Fruit Company, sostenido en los años parisienses en la comisaría de Saint German des Pres en la que estuvo preso por tener cara de argelino y donde aprovechó para hacer contacto, precisamente, con el Frente de Liberación Nacional de Argelia, fue de menor a mayor. O de implícito a explícito. A propósito del golpe de Estado de 1973 en Chile dirá que se había equivocado al no apoyar más activamente a Salvador Allende. “Por primera vez en toda mi vida empecé a considerar que lo que tenía que hacer yo en política era más importante de lo que podría hacer en literatura.”
Antes de terminar El otoño del patriarca se definió como un francotirador desperdigado e inofensivo. “Soy un comunista que no encuentra dónde sentarse. Pero a pesar de eso yo sigo creyendo que el socialismo es una posibilidad real, que es la buena solución para América latina, y que hay que tener una militancia más activa.” Compartió con Cortázar, luego, el Tribunal Russell, dedicado a denunciar a las dictaduras latinoamericanas. En forma airosa rechazó presiones para ser candidato opositor en Colombia.
Con los años, la fama, la misma fama que le pesaba tanto, contribuyó a repujar una agenda inigualable de vínculos personales con media docena de presidentes: Carlos Andrés Pérez, José López Portillo, François Mitterrand, Felipe González, Bill Clinton. También Omar Torrijos. Habla el británico Gerald Martin en su biografía de su “enorme fascinación por el poder”.
Aparte de gestiones reservadas (García Márquez dijo que más de una vez ayudó o salvó a perseguidos cubanos), su acción política más voluminosa fue, quizá, como facilitador de paz. Tanto en privado como en público usó el prestigio internacional para apadrinar conversaciones de paz de la guerrilla colombiana con los gobiernos de Belisario Betancur (1982-1986), Andrés Pastrana (1998-2002) y Álvaro Uribe (2002-2010).
Pese a que el 9 de abril de 1948 fue testigo del Bogotazo, esquivó la novela de la violencia. Decía que, en todo caso, lo importante no era el inventario de muertos ni la descripción de los métodos de violencia sino su raíz y las consecuencias de la violencia en los sobrevivientes. Su obra permite, incluso estimula las interpretaciones políticas de acuerdo con representaciones, nunca en términos lineales.
LA NACION