Un cinismo disfrazado de compasión

Un cinismo disfrazado de compasión

Por Diana Cohen Agrest
Cuatro jóvenes menores de edad asaltaron y asesinaron delante de sus cuatro hijos a Ricardo Barrenechea. Una vez declarados penalmente responsables los acusados, los jueces aplicaron la escala penal de la “tentativa” y redujeron el monto de la pena a la mitad de los años de cárcel que les hubieran correspondido si hubiesen sido mayores cuando delinquieron. Al establecer la pena de la tentativa, el art. 44 de la ley 22.278 dice que es facultad del juez bajar la pena sólo si se cumplen determinados requisitos, pero en los hechos hace una aplicación automática de esta facultad. No sólo eso: la ley es clara cuando estipula que los jueces pueden optar entre bajar un tercio o la mitad de la pena. Pero como siempre, eligieron la opción más benigna, privilegiando los derechos de estos cuatro menores culpables e ignorando los derechos de los hijos del asesinado, otros cuatro menores inocentes cuyas vidas fueron destrozadas irreparablemente en la “tentativa”, además de los derechos arrebatados del muerto y de los otros tantos enlutados.
Desconcertada, busco en el diccionario la acepción legal del término. Allí leo: “Tentativa: Der. Principio de ejecución de un delito por actos externos que no llegan a ser los suficientes para que se realice el hecho, sin que haya mediado desistimiento voluntario del culpable”. Entonces me pregunto: ¿por qué llamamos a las cosas con otro nombre? ¿Por qué enmascaramos eufemísticamente con la palabra “tentativa” al homicidio? ¿Acaso los jueces califican un asesinato como “tentativa” porque, con su poder de transformar la realidad mágicamente y hasta de hacer de un asesinato, un hecho nunca acontecido, poseen también la potestad de resucitar a los muertos? El día que los muertos resuciten, liberen a los asesinos que arrebataron sus vidas. Mientras la víctima no vuelva a la vida, el asesino debe permanecer confinado. Eso es justicia.
Cuando la ciudadanía exige que la pena perpetua debe ser “perpetua”, los operadores jurídicos replican que los tratados internacionales impiden esa sanción en el caso de menores, desconociendo obscenamente que en el caso de mayores la “perpetua” es otro eufemismo. Silenciando la inequidad inaugurada cuando con sus fallos el desprecio del derecho a la vida de la víctima tiene su contraparte un presunto derecho a gozar de libertad de los victimarios, la injusta justicia se dice cobijada por los tratados internacionales. Y así como en la Edad Media se ponía fin a una discusión con la invocación de las Sagradas Escrituras, o con el célebre “Aristóteles dixit”, hoy los operadores jurídicos se refugian en los tratados internacionales que los habilitan para subir al podio en su condición de campeones de los derechos humanos, tan proclamados como vaciados de su sentido. Esos tratados son invocados como si la Argentina ejerciera una conducta impoluta en los compromisos internacionales contraídos fuera del ámbito penal: denunciamos un “colonialismo judicial” para emprender los zafarranchos más audaces en arbitrios económicos, pero nos sometemos como corderos cuando de materia penal se trata, y siempre a costa de esas piezas sacrificiales que son los ciudadanos que viven en el marco de la ley.
Por añadidura, se pasa por alto que no sólo es posible denunciar los pactos contraídos, sino que en los propios instrumentos jurídicos se prevé su revocación bajo el principio de rebus sic stantibus (“estando así las cosas”), el cual establece que un tratado es obligatorio siempre y cuando las condiciones que propiciaron su formalización no se hubiesen alterado sustantivamente. En la Argentina de las dos últimas décadas, las circunstancias cambiaron drásticamente con el aumento del delito. Con voluntad política y el acuerdo de los poderes públicos, se podrían invocar “razones de fuerza mayor” para que la Nación no sea responsabilizada por no cumplir con algunas de las obligaciones en su momento contraídas en una decisión a todas luces coyuntural, y sin hacer entonces las debidas reservas que permitieran conservar la soberanía jurídica.
En el marco mismo de esos tratados, y tal como se consignó en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, “toda persona tiene derecho a la vida, la libertad y la seguridad”, derechos imprescriptibles de todo ser humano. Pero tal vez por su índole declamativa, o por ser una obviedad, la normativa soslaya las obligaciones correspondientes y omite mencionar la restricción a la que deben sujetarse esos derechos. Porque si bien toda persona tiene el derecho a la vida, la libertad y la seguridad, se debería añadir que conserva esos derechos siempre y cuando no vulnere tales derechos en otros.
De allí que cuando se violan los derechos imprescriptibles de un tercero, concederles el derecho a la libertad a quienes jamás debería serles concedida es trastocar la justicia y hacerse cómplice del asesinato. Porque si la impartición de justicia se rige, entre otros principios, por el de equidad y proporcionalidad, ¿qué equidad y qué proporción guarda un futuro abierto a los delincuentes, una vez cancelados los proyectos de vida de la víctima y de sus deudos, arrasados por heridas que supurarán por siempre? ¿Qué clase de trueque abyecto se promueve? ¿Es cuantificable la vida de un ser humano en términos de unos pocos años de cárcel impuestos a sus asesinos? ¿Dónde abandonamos la dignidad mancillada de nuestros muertos?
En este simulacro de justicia, cuando se habla de derechos humanos, ¿de qué hablamos? Porque ante esta masacre por goteo, imbuidos de un cinismo disfrazado de compasión, los operadores judiciales traicionan el irrestricto derecho humano a la vida. Y mientras reclaman los derechos humanos de los asesinos a ser protegidos de los efectos de sus actos delictivos, violan el derecho humano del ciudadano a que siquiera su vida sea protegida del salvajismo criminal. Consagrando un primitivismo inadmisible, la injusta justicia retrotrae a una sociedad fracturada hacia un nuevo estado de naturaleza que interpela a una presunta venganza que no es sino un acto de justicia.
En este escenario se inscribe una complicidad aberrante que sólo consagra a la víctima si sus restos descansan en el panteón de una épica setentista. Y si no hay panteón porque se trata de un delincuente que mató por prosaica codicia, se toma al victimario por una víctima. En su confusión, los operadores jurídicos del minimalismo penal se sienten copartícipes tardíos de aquella “gesta” revivida hoy en versión vintage, tergiversando hechos y valores para satisfacer su buena conciencia progreburguesa.
A fin de cuentas, es fácil ofrendar la vida ajena. Es fácil excusar al delincuente bajo la proclama de que es la víctima de un sistema estructuralmente inequitativo, omitiendo que las condiciones sociológicas -llámense “economías violentas de subsistencia” o “violencia social”- no exoneran de la responsabilidad penal ante la sociedad y ante la víctima mortal, las más de las veces sometida a las mismas condiciones sociológicas aunque revictimizada por los frutos que caen de ese árbol venenoso: nuestro sistema penal hegemónico, el pseudogarantismo.
Anulando la pena, se cree anular el crimen. Pero trascendiendo las sentencias judiciales, los muertos persisten en una ausencia que reclama justicia. Luchemos por reconquistar el sentido de las palabras, y con ellas, el universo de las cosas en su atroz realidad, como bellamente lo dicen los versos de Joaquín Sabina: “Recuperar de nuevo los nombres de las cosas, llamarle pan al pan, vino llamar al vino, sobaco al sobaco, miserable al destino. Y al que mata llamarle de una vez asesino”.
LA NACION