Simeone, el director de una orquesta ganadora

Simeone, el director de una orquesta ganadora

Por Martín Rodríguez Yebra
Contiene la sonrisa, como si admitir la euforia pusiera en peligro el próximo milagro. “Aún no ganamos nada”, dice Diego Simeone.
Madrugada del jueves. En la puerta de una parrilla argentina en Chamartín, Simeone soporta los flashes y repite los salmos de su credo en una ciudad rendida a su obstinación frente a lo improbable. Suenan bocinazos en su honor incluso ahí, en el corazón del barrio del Real Madrid. Se oye un grito lejano: “”¡¡¡Aleeeeeeeeeeti, Aleeeeeeeeeeti!!!”
La historia ya había sido reescrita: el Atlético de Madrid acababa de romper otro límite después de oxidar la maquinaria del Barcelona, fúnebre hasta en la indumentaria; de doblegar quizá para siempre al mejor equipo de esta generación; de condenar a Messi a la insignificancia.
El Aleti-de-Simeone (así, todo junto, como si se tratara de un rebautismo) pasó a las semifinales de la Champions League después de 40 años de soñarlo y el técnico argentino se convirtió más que nunca en un caso de estudio para el mundo del fútbol.
Mientras él apuraba el asado del desahogo (no de festejo, Dios no lo permita), los diarios españoles y europeos salían de la imprenta con páginas de asombro.
Hablaban de lo evidente: del equipo rocoso, con hambre de gloria y disciplina táctica; de la hinchada sufrida que descubrió el fútbol defensivo convertido en arte. Hablaban, en síntesis, de él: el Cholo Simeone.
“El equipo de hoy contra el de ayer”, tituló El País. “Hablar de proeza sería exagerado porque los colchoneros están haciendo una temporada excepcional de la mano de Simeone”, concedió L’Equipe. Para The Guardian, “los perdedores de siempre viven los mejores días de su vida”. The Times lo elogió por haber conseguido “entrar en la elite, sin los recursos económicos ni el pedigrí” de los grandes.
Los ejemplares de los diarios deportivos madrileños se agotaron antes del mediodía. En cualquier librería de la capital se lucían mesas llenas de libros recientes que explican el método Simeone y la pasión colchonera.
El Vicente Calderón había sido escenario de episodios inverosímiles en la noche del miércoles. Se probó por ejemplo que se puede golear 1 a 0. También que un drama futbolístico puede terminar con el gesto más noble: la ovación que ofrecieron al Atlético los 3000 fanáticos del Barça que viajaron a Madrid cuando los jugadores, como actores de teatro, regresaron al campo cinco minutos después de terminado el partido. Las dos hinchadas se terminaron aplaudiendo entre ellas.
“¡¡¡Aleeeeeeeeeeti, Aleeeeeeeeeeti!!!”, se oía mientras que señores cubiertos de canas lloraban, embutidos en viejas camisetas rojiblancas con el 14 en la espalda y un nombre escrito en mayúsculas: SIMEONE.
Inmune al exitismo, el técnico siguió en lo suyo. “Como en las grandes batallas a veces no gana el mejor, sino quien estratégicamente está más convencido de lo que hace”, sintetizó Simeone al terminar. Una declaración de principios.
En la sala de prensa se transforma en un muchacho tranquilo. Un pastor pagano, motivador profesional, cultor del esfuerzo, la superación y la fe en sí mismo. Antes de irse agradecerá una vez más al público. Sus fieles.
Esos que habían llegado a las inmediaciones del Calderón tres horas antes del partido. Una marea humana que deambulaba con la ansiedad que desata la conciencia de la historia. “¡¡¡Aleeeeeeeeeeti, Aleeeeeeeeeeti!!!”, cantaban. Y pegado: “¡Ole, ole, ole, Cholo Simeone!”.
Cuando entró el equipo en la cancha, la simbiosis entre el hombre y su gente quedó plasmada con el mosaico gigante que se formó en las tribunas con cartelitos rojos y blancos: “Ganar, ganar, ganar y volver a ganar”. La frase la inmortalizó Luis Aragonés; Simeone la convirtió en mandato.
Después, lo conocido: el gol de Koke de entrada. El repaso táctico al Barça de Gerardo Martino durante 20 minutos arrolladores en los que ni se notó la ausencia del estelar Diego Costa. El sufrimiento controlado, el despliegue sindical de 11 expertos en jugar sin pelota y desquiciar al rival.
Simeone era ése que le gritaba algo a cada jugador que le pasó por al lado; el que revoleaba los brazos para guiar a la hinchada como un director de orquesta; el que, apenas el árbitro pitó el final, apretó el puño y se fue rápido al vestuario para no contagiarse de triunfalismo.
“¡¡¡Aleeeeeeeeeeti, Aleeeeeeeeeeti!!!”, retumbaba en la ribera del Manzanares. Pero él, casi al borde de la autoparodia, repitió apenas pudo: “Hay que mantener la humildad. Vamos partido a partido”.
La copa mítica que el Atlético ya ni soñaba tener está a tres. La Liga, a seis..
LA NACION