Maracaná,la leyenda eterna

Maracaná,la leyenda eterna

Por Ezequiel Fernández Moores
Si no fueron quemados para hacer un asado por Barbosa, como contamos la semana pasada, al menos un trozo de los arcos del Maracanazo está hoy en el Laboratorio de Anatomía de Madera de la Universidad Federal de Lavras (UFLA), a 240 kilómetros de Belo Horizonte. El resto, según la nueva versión, es hoy pieza de museo en la Casa de Cultura de Muzambinho, un municipio de Minas Gerais, de 20.000 habitantes. El análisis de UFLA dará pistas, pero no aclarará si, efectivamente, son los arcos del Mundial de 1950. La aclaración no le hace falta al historiador Fernando Magalhães, de Muzambinho. Según su investigación, los arcos llegaron a fines de los 60 a su pueblo. Geraldo “Sapo” Tardelli, de 85 años, aún vivo, muestra fotos del traslado. Su camión Mercedes 58 recorrió en diez días los 520 kilómetros, del Maracaná a Muzambinho, donde 50 personas recibieron los arcos en un clima de fiesta. Fueron instalados primero en el campo del Muzambinho Esporte Club, luego en el estadio Jair da Silva y, finalmente, en la canchita del productor rural Nivaldo Sandy, donde uno de los travesaños se quebró cuando le cayó una rama de eucalipto. ¿Qué hay entonces de la historia que el propio Barbosa contó a su biógrafo, el periodista Roberto Muylaert? ¿Y Quemando los arcos, el libro más reciente de Bruno de Freitas, que también citamos aquí la semana pasada? ¿Y los vecinos de Barbosa en el barrio de Ramos que dijeron a ESPN haber asistido al asado célebre de 1963? Barbosa -cree Magalhães- contó lo del asado “para librarse de la pregunta” que lo había matado en vida.
“Barbosa -me dice Muylaert- no tenía por qué inventar la historia. La contó dos veces en días diferentes y exactamente del mismo modo. Lo tengo grabado. Hay dos arcos y eso no quita que uno pueda haber ido a Muzambinho.” La leyenda de los arcos del Maracanazo, el triunfo de Uruguay en la definición del Mundial de 1950 cuya derrota significó una tragedia en Brasil, podrá ganar nuevos misterios. Y todos tendrán acaso una parte de verdad. ¿No es acaso la mitología uno de los principales atractivos en las historias del fútbol? Lo que no es mitología es el nuevo Maracaná. El estadio que albergará la final del Mundial que comenzará el 12 de junio en Brasil no tendrá sólo arcos nuevos. Es un estadio nuevo. Ya no más el mayor del mundo. Pasó de 200.000 a 78.000 personas. Perdió arquitectura y concepto. Su enormidad intimidante. Su majestuosa redondez. Perdió también sus viejos aires democráticos desde su misma construcción, cuando se demolió ilegalmente un bien histórico para hacer obras innecesarias y duplicar gastos. Maracaná-Templo de emociones, un documental del alemán Gerhard Schick que exhibirá el Bafici que comenzará el miércoles próximo, habla de un estadio otrora centro sagrado de grandes fiestas populares, ahora reformado para las elites, mientras en los alrededores crecen edificaciones precarias y barrios pobres, pese a los desalojos para tener grandes estacionamientos, como exige la FIFA. “La vida de setecientas familias será destruida por noventa minutos”, se lamenta Francicleide Costa, de la vecina y pequeña favela Metro-Mangueira. El documental cierra con Alcides Ghiggia, único sobreviviente del Maracanazo y autor del gol que condenó a Barbosa. “Ya le ganamos una vez -dice Ghiggia, sonriendo a la cámara-, si ahora vuelven a perder con los uruguayos van a tener que tirar abajo el estadio.”
Igual que hoy, también en 1950 el médico Mauricio Medeiros lideraba la opinión de que era mejor construir hospitales y escuelas en lugar de estadios. “Estoy con usted, pero apoye los estadios, puede que con ellos hagan falta menos hospitales”, le respondía Manoel Vargas Netto. El presidente de la Federación Metropolitana de Fútbol exhibió encuestas que señalaban un apoyo del 80 por ciento de la población de Río, y advertía a los concejales que se aprestaban a una votación decisiva: “Cuando el pueblo habla por su propia boca, nadie tiene derecho a hablar en su nombre”. Se lo decía ante todo a Carlos Lacerda, poderosa voz opositora en el diario Tribuna da Imprensa. El día de la inauguración, el diario retrató al alcalde Angelo Mendes de Morais como el faraón Tutángelo Moraisotep y lo comparó con Benito Mussolini, al lado del Maracana-pirámide, con miles de obreros muertos a los costados. La campaña “Batalla del Estadio” la lideró, en cambio, Mario Filho, director de Jornal dos Sports. “Será el estadio del pueblo, la nueva postal de Brasil, que vale más que el Pan de Azúcar, el Corcovado y la Bahía de Guanabara, porque es la obra del hombre”, escribía Mario Filho. Su diario identificaba a los políticos opositores como “contrarios a los intereses del pueblo”, difundía encuestas favorables y publicaba fotonovelas en las que describía a los obreros como “héroes”, especialmente a Alcebíades de Souza, que arriesgó su vida para evitar la explosión de un tanque de gas y salvó cien vidas. “El Coliseo de Brasil”, como definió al Maracaná Jules Rimet, presidente de la FIFA, se llamó oficialmente Estadio Municipal hasta 1966, cuando adoptó el nombre de su periodista-defensor: Estadio Mario Filho.
Los palos del Maracaná -los que quemó Barbosa, los que siguen en el campito de Muzambinho o los que analiza el laboratorio mineiro- sí aparecen salvadores en un falso documental que João Luis Albuquerque elaboró como autoconsuelo después del Maracanazo. “Chuta! Na trave!”, dice en una regrabación el relator Luiz Mendes cuando tira Ghiggia y la pelota no entra por el primer palo, sino que pega en el travesaño y Brasil, entonces, sale campeón. “Me sirvió para ahorrar diez años de psicoanálisis que me hubiesen costado una fortuna y descubrir que odio a mi madre”, ironiza su autor. Eran tiempos en los que el fútbol, otrora pasatiempo elitista, comenzaba a ganar el corazón de la gente. Tiempos para un estadio a modo de monumento que albergara a ricos, pobres, jóvenes y ancianos. Un escenario democrático, que igualara al menos durante 90 minutos tanta desigualdad y sirviera para integrar a un país que, en la posguerra, buscaba alguna identidad. “El deporte -justificó el concejal comunista Iguatemi Ramos, relator de una Comisión que aprobó en 1947 la construcción del Maracaná- es más que diversión del pueblo. También es escuela de democracia y fuente de salud para las masas.” El Maracaná público de 1950 ganó la batalla a un emprendimiento privado, que proyectaba un estadio para 100.000 personas. “Tiene que prevalecer el interés del pueblo”, clamó Jornal dos Sports. El nuevo Maracaná de 2014, reconstruido con créditos públicos, será explotado por sus constructores privados durante 35 años. El proyecto habla de “cambiar el perfil” de su afición. “Un público estilo Wimbledon”, llegó a definirlo uno de sus directivos. Bonito, moderno y funcional, el nuevo Maracaná, con sus tribunas reducidas para “todos sentados”, no tiene más la enorme tribuna general que, como escribió hace un tiempo el periodista Lucio de Castro, juntaba lo sagrado y lo profano, a reyes y plebeyos, al Brasil tropical, mestizo y humanista. “Ahora -se lamentó el colega- al Maracaná lo llaman «Arena».” La reforma para los Juegos Panamericanos de 2007 no alcanzó y el Maracaná, apenas unos años después, es otra vez reconstruido a un costo de 600 millones de dólares. ¿Alcanzará para los Juegos de Río 2016? ¿O acaso Carlos Nuzman, el hombre fuerte de Río 2016, implicado estos días por De Castro en un explosivo escándalo de corrupción cuando era dirigente de vóleibol, tendrá que anunciar nuevas reformas? El problema no es el deporte ni sus teatros. El jugador Paulo André, uno de los líderes del movimiento Bom Senso [Sentido Común], describió hace unos días a los dirigentes de fútbol de su país: “Dinosaurios que están dispuestos a todo con tal de seguir mamando las tetas de la vaca”. Responsables principales de que al Maracaná, diría el amigo De Castro, le hayan robado algo más que sus viejos arcos que Barbosa, desde su tumba, sigue jurando haberlos quemado en un asado.