27 Apr Lecciones inaugurales
Por Pablo Gianera
Todavía perplejo por las ruinas que había encontrado en Alemania a la vuelta de su exilio estadounidense, Theodor W. Adorno explica en una carta fechada en 1949: “De la dificultad en orientarme también es culpable mi propia situación, pues me he sumergido en un trabajo muy intenso con algunos jóvenes, que -estudiantes de filosofía más o menos profesionales- son lo que suele llamarse una elite”. La frase alude al reinicio, ese mismo año, de la actividad académica del filósofo. Introducción a la dialéctica y Estética ponen en circulación en castellano parte de las lecciones que dictó un poco más tarde, hacia fines de la década siguiente, aquellas que se conservaron en transcripciones más completas. Los cursos aparecieron en alemán, fuera de los Gesammelte Schriften (Escritos reunidos) del autor, en 2009 y 2010, como parte de los Nachgelassene Schriften (Escritos póstumos), agrupados en los tomos II y III con el título general de Vorlesungen (Lecciones). Las clases sobre dialéctica no deben confundirse con la Vorlesung über Negative Dialektik , que Adorno dictó en el semestre invernal de 1965 y 1966 y que fue finalmente publicada en 2003.
El interés de estos cursos es variado. En término no menor, hay en ellos una prueba del modo en que Adorno era capaz de allanar sus ideas al registro oral de la clase sin incurrir en simplificaciones. La honestidad de Adorno no es la del divulgador generoso sino la de quien pone a prueba pensamientos in progress que no alcanzaron aún una plena codificación. Una mención particular merecen aquí las traducciones de Mariana Dimópulos ( Introducción a la dialéctica) y Silvia Schwarzböck ( Estética ); ambas transparentan la necesaria complejidad y la difícil belleza del original, y preservan las contorsiones del estilo.
Otra lectura, de cuño más bien arqueológico, revela insinuaciones de las ideas que terminarían derivando, respectivamente, en Dialéctica negativa y en Teoría estética , los testamentos filosóficos de Adorno. Pero hay algo más que una preparación: estas clases vuelven evidente las conexiones que existían para él entre esos dos libros ya desde antes de su escritura. Dictado en el semestre de verano de 1958 en la Universidad de Frankfurt, el curso sobre la dialéctica concluye con el anuncio del próximo programa: “.Quisiera desearles de corazón buenas vacaciones, y espero en todo caso volver a ver a muchos de ustedes en el próximo semestre en las lecciones de estética”. Puede ser un simple saludo de fin de curso, pero también evidencia de una continuidad, como si las clases sobre dialéctica fueran una propedéutica para la estética y, más específicamente, para una estética que pretenda ocuparse del arte actual. Lo dirá él mismo en el curso siguiente: “La dialéctica no es una forma discursiva que yo utilizo porque estoy habituado por la filosofía a pensar dialécticamente y no puedo hacerlo si no es de este modo, sino que es algo que procede en verdad de la cosa misma”. El pensamiento de Adorno sobre el arte no puede en modo alguno separarse de su original reformulación de la dialéctica.
Desde su regreso a Europa, Adorno dictó seis veces cursos sobre estética, pero éstos de los años 1958/1959 son especiales porque su transcripción sirvió de base para la escritura de Teoría estética . La conexión entre ambos cursos, el de dialéctica y el de estética, puede verificarse casi en cada párrafo, pero resulta particularmente nítida en la relectura del Fedro de Platón. En Introducción a la dialéctica , Adorno había encontrado uno de los nervios de la dialéctica en la tentativa de superar los espejismos conceptuales por medio de una organización estricta del pensar conceptual. En ese momento temprano de la contraposición hay ya una prefiguración del “espíritu de contradicción organizado”, según la escueta definición de la dialéctica que Hegel le dio a Goethe (¿una cortesía con “el espíritu que siempre niega” que el poeta le había atribuido a Mefistófeles en su Fausto ?). Luego, en treinta páginas de agudeza sorprendente, Estética saca partido de Fedro como anticipación de que en la experiencia de lo bello el dolor es algo esencial y no un mero accidente. Pero al margen del crucial excurso griego, Hegel (de quien significativamente Adorno reivindica -contra Kant- la objetividad de lo estético, cuestión que había atareado antes a Schiller en las cartas de Kallias ) es el incesante interlocutor de los dos libros.
Las consideraciones estéticas de Adorno parecen desplegarse en círculos concéntricos de pares dialécticos: el centro del que parten esos anillos es la dialéctica matriz entre naturaleza e historia; Adorno deriva de allí otras relaciones, otras unidades en contradicción: la de lo bello natural y lo bello artístico y, finalmente, la de expresión y construcción. Con esas herramientas se enfrenta a su problema por excelencia: el arte moderno. La estética no es para él un asunto de anticuario y sólo queda justificada si se formula “las preguntas del arte más progresivo”. Fueron años importantes para Adorno. En la segunda mitad de la década de 1950 descubrió a John Cage y a Samuel Beckett. La curiosidad por el primero se atenuará rápidamente, como se hará explícito en el ensayo ” Vers une musique informelle “, de 1961. Resistido por Horkheimer, compañero en el proyecto frankfurtiano, Beckett (a quien Adorno había conocido en persona justamente pocas semanas antes del dictado de estos cursos) persistirá en cambio como modelo de negatividad.
La estética de Adorno no viene “desde arriba”. Tiene su origen en la inmersión en la obra de arte concreta, y con ningún otro arte tuvo Adorno tanta intimidad como con la música. Un ejemplo entre muchos. En Filosofía de la nueva música (1949), Adorno había anotado, a propósito del dodecafonismo de Arnold Schönberg: “La pregunta que la música dodecafónica dirige al compositor no es cómo organizarse un sentido musical, sino más bien cómo puede una organización cobrar sentido”. Diez años después, esa misma formulación se generaliza en Estética a todo el arte actual. La belleza, como campo de fuerzas, no se deja satisfacer en una obra de arte en sí misma dichosa. También aquí el músico colabora con el filósofo. La disonancia, que por supuesto mantiene con la consonancia una relación dialéctica, pierde su restringido sentido musical y es elevada a metáfora mayor del arte moderno en cuanto cifra del sufrimiento de lo condicionado: “El momento de lo sensiblemente satisfactorio no desaparece simplemente, sino que es también, por su parte, superado, conservado en la obra de arte, pero ahora, en efecto, en la forma precisamente de la disonancia”.
LA NACION