13 Apr Historias de una metrópolis
Por Ana María Vara
El imperio holandés es uno de los grandes ausentes en los distintos relatos históricos sobre el continente americano. Cierto es que, a pesar del poderío económico que alcanzó entre los siglos XVII y XVIII, pareciera haber dejado pocas huellas políticas y culturales. Sin embargo, cuando en este rincón del mundo decimos que Buenos Aires nació del contrabando, estamos hablando tanto del comercio con los británicos como con los holandeses: un indicio de cuánto nos queda por comprender de nuestra historia.
Manhattan. La historia secreta de Nueva York se concentra, precisamente, en el protagonismo holandés en los orígenes de esa ciudad que en el siglo XX llegaría a ser la capital del mundo: The Island at the Center of the World , como proclama el título original. Es un capítulo, más que olvidado, silenciado, como resultado de la rivalidad entre los imperios: los británicos se ocuparon de ignorar y ridiculizar a sus predecesores.
“A diferencia de los archivos de otros asentamientos, que se conservaron y contribuyeron a definir la historia de los norteamericanos, el de la colonia no inglesa fue objeto de maltrato, riña y olvido”, cuenta Shorto. Siguiendo la tradición, los norteamericanos se convencieron de ser descendientes de un grupo de puritanos trabajadores, devotos y culturalmente homogéneos y relegaron el pasado holandés al arcón de las curiosidades. Pero si el rescate necesitaba de un héroe, finalmente lo tuvo, en la forma de un traductor erudito, minucioso, apasionado, que en 1974 fue contratado con fondos del entonces ex gobernador de Nueva York, Nelson Rockefeller, para acometer una tarea dos veces frustrada: la primera en el siglo XIX, por incompetencia; la segunda, un siglo después, por un incendio que se llevó el trabajo a medio hacer. Especialista en neerlandés del siglo XVII, Charles Gehring encararía la traducción de las doce mil hojas de registros de los tiempos de la colonia holandesa, entre el descubrimiento de Henry Hudson en 1609 y la captura por fuerzas británicas en 1664, cuando Nueva Ámsterdam se convierte en Nueva York.
El primer acierto de Russell Shorto es construir un relato enmarcado, en el que la historia de la historia se hace visible y aporta sentido crítico. El segundo es centrarse en personajes intensos pero matizados: redondos, como dicen los críticos literarios. El tercero es no apartarse de los hechos documentados, y apoyarse en un sistema de referencias tan cuidadoso como discreto, que no interrumpe el texto aunque la bibliografía ocupe cuarenta páginas.
Su Manhattan va más allá de los géneros y resulta fascinante. No en vano recibió el New York City Book Award, el Washington Irving Prize y fue elegido entre los libros destacados por la Biblioteca Pública de Nueva York. The New York Times lo consideró “un libro que modificaría de manera permanente el modo como vemos nuestro pasado colectivo” y lo colocó en su lista de los “libros notables” en 2004, año de la edición en inglés.
Shorto sabe que está proponiendo un nuevo mito de origen y aporta figuras fundacionales. Algunas, marcadas por reiteradas ironías. Como la del descubridor inglés al servicio de Holanda, el marino Hudson, “un hombre ambicioso, intelectual, arrogante, impulsivo”, que se propuso alcanzar Asia por el mar del Norte: o bien por Rusia, o bien por el polo, ya que se creía que el sol constante del verano abría un canal en el hielo. Como tantos derroteros basados en la imaginativa cartografía de la época, sus intentos conocieron fracasos reiterados. Tras financiar sus dos primeros viajes, la Compañía de Moscovia, una empresa inglesa que había abierto el comercio con Rusia, se negó a apoyar otro.
Hudson recibió entonces la oferta de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales y reinició sus incursiones. Aunque sus mandantes le habían señalado la ruta del nordeste, Hudson se aventuró hacia el suroeste, siguiendo los apuntes de John Smith, un explorador inglés que había recorrido a pie buena parte de América del Norte. Desde la proa del Halve Maen, de 25 metros de eslora y con apenas 16 tripulantes (mitad holandeses, mitad ingleses), avistó primero la colonia inglesa de Virginia y luego giró hacia el norte, entró en la bahía de Delaware y siguió bordeando el continente hasta encontrar el río que llevaría su nombre.
El grupo desembarcó a fines de agosto de 1609: en el primer encuentro con los nativos, de manera premonitoria, hubo intercambios comerciales y violencia. De regreso, advirtieron las costas escarpadas de un territorio que los indígenas llamaban Manna-hata, según apuntó el escriba de la expedición.
La segunda ironía es que el navegante genial que había descubierto Manhattan dejó que otro explorador, el holandés Adriaen Block, continuara su tarea. Hudson no quería resignar su sueño de llegar a Catay (China) a través del polo. La compañía inglesa volvió a apoyarlo: fue la última vez. Tras meses entre los hielos, se produjo un motín y sus tripulantes lo abandonaron en una chalupa, junto con su hijo y un grupo de fieles.
Aunque Hudson lo inicia, son otras dos las figuras contrastantes que estructuran el relato de Shorto en los capítulos centrales del libro: un soldado, Peter Stuyvesant, que actuaría como férreo comandante de la colonia holandesa; y un hombre de leyes, Adriaen van der Donck, que se convertiría en un entusiasta colono y llegaría a demandar un gobierno representativo. Van der Donck era nieto de un héroe de Breda, la batalla que marcó el comienzo del fin del dominio español en los Países Bajos. “Era joven, fuerte y sincero, con una profunda vertiente intelectual compensada por una vaga ansia de aventura”, resume el autor. Estudió en la Universidad de Leiden, la ciudad donde Descartes publicó El discurso del método en 1637, apenas un año antes de su llegada.
Las disecciones anatómicas eran tan comunes en Leiden que los profesores las hacían a veces en sus propias casas, en pequeños anfiteatros. La universidad tenía también un jardín botánico que cumplió un papel importante en el entusiasmo de los holandeses por los tulipanes. En derecho, la especialidad de Van der Donck, había figuras como Hugo de Groot ?Hugo Grocio? considerado uno de los fundadores del derecho internacional.
Apenas licenciado, el joven se embarcó rumbo a América como fiscal de una colonia privada, Rensselaerswyck. Pronto se revelaría como un espíritu independiente y apoyaría con sus conocimientos las demandas de los colonos de Manhattan por los delirios guerreros de Willem Kieft, un comandante muy agresivo que emprendió campañas suicidas contra diversas tribus. Tras sus fallidas incursiones, Stuyvesant llegaría a reemplazarlo. Militar de carrera, cojo por una bala de cañón recibida en el Caribe, se convertiría en el antagonista perfecto del joven letrado.
De la compleja dinámica entre las fuerzas representadas por estos grandes personajes, Shorto deriva una línea jurídica que tendría continuación en una carta de derechos extraordinarios otorgada a los colonos de Nueva Ámsterdam, que sería respetada tras la conquista inglesa de la isla en los artículos de capitulación, que reconocía a los neoyorquinos libertad de conciencia, de circulación y de comercio con buques holandeses. En su análisis, esa tradición seguiría más allá de la independencia, en la decisión de la Legislatura neoyorquina en 1787 de no ratificar la Constitución hasta que “se incluyera en ella una carta de derechos individuales específicos”.
La tesis de Shorto es que muchas de las características heredadas de la colonización holandesa -la tolerancia religiosa y étnica, la movilidad ascendente, la aversión por la ostentación, el gobierno representativo- contribuirían tanto o más que el legado puritano en la conformación del carácter y las instituciones de Nueva York, y de Estados Unidos en general. Para respaldarla, incurre a veces en anacronismos que pueden molestar a los historiadores rigurosos, pero que introducen el atractivo condimento de la polémica.
La traducción es correcta y elegante, aunque la edición cae en una torpeza al citar en el texto una ilustración de tapa que corresponde a la versión original. Pequeñez que no empaña un trabajo extraordinario por su novedad, la profundidad de la investigación y la calidad de la escritura.
SANTA CLAUS, UN COLLAGE
En su empeño por convencer de que son persistentes las marcas de la cultura holandesa en la de su país, Russell Shorto enumera nombres de barrios de Nueva York (Bronx, Yonkers) y de ciudades (Rotterdam), así como apellidos conspicuos (Roosevelt, Vanderbilt). Más reveladora es la historia de “St. a Claus”, como se escribía a fines del siglo XVIII. Santa Claus es “un complejo collage , profundamente americano” para Shorto (quien elige un gentilicio? profundamente estadounidense).Una cita del periódico Rivington’s New York Gazetteer de 1770 muestra que el día festivo del santo era celebrado entonces “por los descendientes de las antiguas familias holandesas, con sus festividades habituales”: los chicos dejaban sus zapatos o sus medias en la víspera del día de San Nicolás, para recibir regalos de un personaje enjuto. A fines del siglo XIX, el caricaturista Thomas Nast lo engordó y le agregó cabellera y barba blancas. Otra institución norteamericana completó la transformación: Coca cola, en una campaña publicitaria de 1930, vistió a Santa Claus con un traje rojo con detalles blancos. Imagen con la que iniciaría un nuevo viaje por el mundo.
LA NACION