06 Apr Escuchar con los ojos
Por Ana María Vara
“Retirado en la paz de estos desiertos,/ con pocos, pero doctos libros juntos,/ vivo en conversación con los difuntos/ y escucho con mis ojos a los muertos.” La estrofa de Quevedo que abre el libro nos pone inmediatamente en tema, al enfrentarnos a las paradojas y maravillas de la lectura: la extraordinaria capacidad de convertir el habla, evanescente y sonora, voladora y vital, en signos gráficos fijos que podemos decodificar casi a la misma velocidad que si los escucháramos.
Es una proeza difícil de explicar: la especie humana tiene un cerebro capaz de producir lenguaje desde hace millones de años. Nacemos programados para aprender a hablar: por eso un bebe de tres años es capaz de armar frases complejas. Pero la escritura tiene menos de seis mil años, y el alfabeto, apenas 3800. Es una adquisición muy reciente; no es posible que nuestro cerebro haya evolucionado para manejar esta nueva herramienta. Y, sin embargo, así como en el cerebro se hallan zonas especializadas en el lenguaje, hay también áreas bien precisas dedicadas a procesar la escritura. Áreas que son casi las mismas para reconocer las escrituras alfabéticas, como el español o el inglés, que las ideográficas, como el chino. Es como si naciéramos genéticamente predispuestos para aprender a leer y escribir.
Ese enigma fascina a Dehaene, quien se formó como matemático en la École Normale Supérieure de París y luego se doctoró en psicología cognitiva, especialidad en la que alcanzó reconocimiento internacional. Hoy es profesor en el Collège de France. Su modo de estudiar la lectura se asienta en un cruce perfecto entre las ciencias naturales y las humanidades, el consultorio y el aula, el libro y la computadora. Va del experimento de gabinete al estudio de las imágenes y las lesiones cerebrales, en un arco que incluye la historia de los sistemas de escritura y la creación de escrituras artificiales para testear hipótesis.
El resultado es como abrir el arcón que guarda los secretos del pensamiento. En términos abstractos pero también íntimos, personales. Recorrer El cerebro lector. Últimas noticias sobre la lectura, la enseñanza, el aprendizaje y la dislexia nos regala muchos momentos de reconocimiento, ese instante de “ajá” en que entendemos y nos identificamos con lo que explica. Y hasta nos da la posibilidad de jugar, al presentarnos algunos experimentos de lectura que nos convierten, a la vez, en sujeto y objeto de la indagación.
Dehaene explica la capacidad del cerebro de procesar la escritura a gran velocidad a partir de su “plasticidad” y la noción de “reciclaje neuronal” que postula que, si bien la estructura del cerebro tiene un fuerte componente genético, permite que algunos circuitos toleren un margen de variabilidad, ante cambios en el ambiente. Para el francés, el cerebro es “un dispositivo cuidadosamente estructurado que se las arregla para adaptar algunas de sus partes para un nuevo uso”. Eso ocurre con la lectura y el sistema visual. Tenemos una capacidad genética para detectar patrones visuales que nos permite, por ejemplo, identificar un mismo objeto en condiciones de luz y sombra muy diferentes. Esa capacidad nos permite también reconocer las letras aunque la escritura manuscrita les dé formas muy diferentes. O saber que los signos “A” y “a”, que no se parecen en nada, corresponden al mismo sonido, exactamente igual que “O” y “o”, que sí se parecen.
El corolario de esta adaptabilidad es inevitable: si nuestro sistema visual nos permitió desarrollar la lecto-escritura, también le impuso restricciones. Por ejemplo, la velocidad a la que podemos leer tiene como límite el tiempo que tardan nuestros ojos en “saltar” de un grupo de letras a otro en una línea de texto: de dos a tres décimas de segundo. Pero la computación viene al auxilio. Si se prepara un texto móvil, que presenta una oración palabra por palabra en el punto donde se fija la mirada (al modo de algunos carteles luminosos de los setenta), es posible evitar que el ojo deba saltar de una palabra a otra. Una persona puede pasar así de leer 400 o 500 palabras por minuto (lo máximo en condiciones normales), a 1100 y hasta 1600, si es un gran lector. Con este método, denominado “presentación visual rápida”, la identificación de las palabras y la comprensión del texto no se ven afectados, lo que demuestra que la velocidad de lectura encuentra un límite físico en las características de nuestra visión y no en el procesamiento cerebral.
Con respecto a lo que hace el cerebro con el input que le llega de los ojos, hay quienes postulan que, al leer, reconocemos las palabras escritas directamente (es decir, transformamos una imagen en una idea) y quienes dicen que debemos pronunciarlas mentalmente para entenderlas (transformamos una imagen en un sonido y sólo así llegamos a una idea). Dehaene acumula estudio tras estudio que muestran que esas dos vías funcionan en paralelo y se refuerzan mutuamente. La segunda, sin embargo, es fundamental: recurrimos a ella ante una palabra que vemos por primera vez o cuando nos cuesta reconocer lo que leemos.
Las aplicaciones de estos estudios son amplísimas. Por supuesto, en medicina, en relación con la rehabilitación de pacientes que sufrieron daño cerebral. Y también en educación, en particular ante la dislexia, que afecta la capacidad de lecto-escritura en personas de inteligencia normal o superior a la normal. Más allá -o más acá- de esos usos prácticos, El cerebro lector es un libro para disfrutar porque nos revela lo asombroso en lo cotidiano y, en los gestos repetidos, el prodigio.
LA NACION