08 Apr Emotivo reencuentro de una hija con su padre después de 30 años
Por Verónica Dema
Hacía 30 años que no veía a su hija, a quien cruzó una noche de casualidad cuando ella se tomó el taxi que él maneja desde hace años. Se reconocieron, pero no se dijeron nada. Luego, él vio que la historia circuló por redes sociales, por medios masivos; le pareció increíble que hasta en la televisión se hablara de él, aunque sin mencionar su nombre. Un mes después, pensó que Facebook tenía que servir para contactar a su hija: la encontró y le mandó un mensaje. Quería verla, le dijo.
La historia de Carolina Ortega y su encuentro fortuito con su padre se conoció primero en Twitter, espacio que ella eligió para contar lo que le había pasado. Luego, LA NACION conversó con ella para conocer más detalles y saber si accedía a contar su historia por primera vez en un medio masivo. Su relato lo leyeron más de 80.000 personas; 500 dejaron sus comentarios sobre una historia que conmovía. La mayoría se preguntaba si habría segunda parte. Ahora, Carolina escribe ese segundo capítulo.
“Pasó un mes desde que me encontré a mi viejo, 30 años después de la última vez que lo había visto. Él manejaba el taxi que me llevaba a socorrer a mi mamá, a la que habían asaltado”, dice esta mujer de 36 años. Recuerda que la repercusión de haber contado esto en los medios fue fuerte. Seduce la idea de opinar sobre “un hecho extraordinario en una historia ordinaria: la de una familia que se quiebra y sigue, desmembrada y latiendo a contramano”. Ella reconoce que algunos comentarios le despertaron risas; otros, bronca. “Suponían que todo era una puesta en escena, algunos aseguraban reconocer mi frialdad, otros desconfiaban de que fuera cierto”, enumera. “Nada puede emocionarnos del todo en esta era desencantada donde la inocencia es un lujo que nadie puede darse”, reflexiona. Pero todos los mensajes se volvieron un fondo difuso cuando apareció el de él. Carolina lo cuenta así: “Hace unas tardes recibí un mensaje en Facebook. Era mi viejo. Quería verme y dejaba su número celular”. Dice que desde aquel viaje en taxi ella no había vuelto a pensar en cómo iba a ser el reencuentro, si es que existía. “Tal vez porque sabía que si el destino, Dios o Alá (elija acá el que más le guste) nos había puesto ahí esa noche el resto era de yapa.”
Decidió tomarse la tarde libre en el trabajo. “Llovía como si fuese el último día. Me refugié en una librería con bar. Los libros siempre fueron para mí, en sí, un refugio. Con el tiempo entendí que cuando los sujetos de seguridad fallan (y qué mayor sujeto de seguridad que los padres, ¿no?) siempre hay a mano un objeto de seguridad.”
Ella cree que, quizá para contrarrestar el gris que lo cubría todo ese día, eligió el libro más colorido del estante: Desayuno de campeones, de Kurt Vonnegut. “Lo abrí al azar y leí: «En el núcleo de cada persona que lee este libro hay una franja de luz imperturbable. Acaban de llamar a la puerta de mi piso de Nueva York. Y sé lo que encontraré cuando abra la puerta: una franja de luz imperturbable».”
Esa tarde supo que quería encontrarse con su padre. “Quería escuchar y tratar de ver esa franja de luz imperturbable después de tantas sombras”, dice. “Porque cuando la ausencia es tan grande y tan silenciosa, se convierte en oscuro fantasma, de esos de los que nos cubrimos como chicos con fiebre enredados en las sábanas.”
LA NACION