El suicidio de Zweig en el eclipse de Europa

El suicidio de Zweig en el eclipse de Europa

Por Hugo Francisco Bauza
Muchos de nosotros, en nuestra juventud, nos sentimos fascinados por las biografías noveladas de J. Fouché, María Antonieta o María Estuardo surgidas de la pluma de Stefan Zweig, escritor nacido en Viena en 1881. Sus relatos atrapan al lector con vívida intensidad, una fascinación narcotizante que lo sumerge en la ficción rápidamente haciéndolo olvidarse del tiempo y de las circunstancias aledañas: un ejemplo palpable de la taumaturgia que provoca la buena literatura, de la que Stefan era un virtuoso.
Este consagrado novelista y su segunda esposa, Charlotte Elisabeth Altmann, decidieron suicidarse juntos el 22 de febrero de 1942 en la habitación de un hotel en la ciudad brasileña de Petrópolis, donde se habían refugiado durante su exilio.
En sus memorias, publicadas póstumamente con el título El mundo de ayer , Zweig, con realismo lacerante, da cuenta de la progresiva desintegración espiritual de Europa hasta su debacle con el fascismo en Italia, el nacionalsocialismo en Alemania y el bolcheviquismo en Rusia. Impotente ante la derrota de la razón y la irrupción de una violencia desmedida que avergüenza al género humano, sin odio, pero con dolor, a la par que evoca su vida, Zweig nos muestra las hilachas de una Europa que “se ha suicidado desgarrándose en dos guerras fratricidas”.
El novelista, como otros contemporáneos, vivió con intensidad el derrumbe del llamado “Espacio de Viena”, del que fue testigo. No se trata, ciertamente, de la Viena geográfica o política arrasada durante la Gran Guerra, sino de un simbólico imperio del espíritu -del que, entre otros, también formaron parte Gluck, Mozart, Schubert y Beethoven-, de una forma de vida y de entender el mundo que eclosiona en 1918, generando un vértigo que provoca un desamparo existencial (Rilke supo expresarlo en versos memorables).
Algunos “visionarios” prenunciaron ese derrumbe; así, por ejemplo, Thomas Mann en las entre líneas de los Buddenbrook o en la atmósfera paulatinamente asfixiante de La montaña mágica; Hermann Broch, en sus sombríos relatos, y el propio Zweig, quien, como profeta, a viva voz alertó sobre el peligro de Alemania apenas anexó Austria, motivo por el que su obra fue censurada y él debió partir al exilio. De esta progresiva pendiente Hugo von Hofmannsthal da cuenta en versos crepusculares: “La muerte, el sueño, la vida/ Sin ruido la barca deriva?”.
Esta desesperanza alcanza a muchos creadores que, si bien no son vieneses por nacimiento, pertenecen igualmente al “Espacio de Viena”, como Italo Svevo, Umberto Saba o el irlandés James Joyce, quien durante años vivió en la cosmopolita Trieste, que entonces integraba el imperio austro-húngaro. También Franz Kafka forma parte de ese espacio simbólico sobre cuya declinación da cuenta la atmósfera inquietante y claustrofóbica de sus relatos.
Así, pues, angustiado por ese horizonte sin mañana, Stefan Zweig -junto con Lotte- abandonó Alemania en 1935 aterrado ante el incontrolable crecimiento del nazismo e intuyendo lo que, como judío, podría sucederle en esos años de espanto. Marchó a Brasil, donde tiempo después la pareja decidió suicidarse.
Corrió mucha tinta sobre esas muertes e, incluso, se habló de un posible asesinato, ya que, entre los papeles que el escritor dejó en el hotel donde se albergaban, había cartas de amenazas de miembros de la conexión nazi con América del Sur y, entre otros hechos, faltaba una pulsera de valor que tenía la esposa en su muñeca en el momento de la muerte; en tal hipótesis pesan también algunas contradicciones en las declaraciones de los forenses. No obstante, la mayor parte de los estudiosos y los amigos de la pareja argumentan con fundamento que se trató de un suicidio meticulosamente programado. Así lo corroboran las cartas que ambos dejaron; Lotte, por ejemplo, escribió una en la que explicaba esa determinación, en la que también refería cómo le gustaría que fuese su entierro.
En cuanto a Stefan, resta de él una misiva reveladora que, en su lengua, envió a su primera esposa. En ella, además de despedirse, le manifiesta su intención de quitarse la vida: “Soy demasiado débil como para aguantar todo esto, y la pobre Lotte no lo ha tenido fácil conmigo, sobre todo porque su salud ha empeorado (?) comprenderás así por qué mi pesimismo me ha impedido aguantar más. Te escribo estas líneas en mis últimas horas. No te puedes imaginar cuán aliviado me siento desde que tomé esta determinación. Transmite nuestros recuerdos cariñosos a tus hijos y no sufras, recuerdo siempre cómo he admirado a Joseph Roth o a Rieger que supieron evitar tal sufrimiento”. En otra esquela consignó: “Ojalá puedan ver el amanecer después de esa larga noche. Yo, demasiado impaciente, me les adelanté”.
El exilio -que vivió como un desarraigo ontológico-, la sensación de sentirse derrotado, una depresión que crecía día tras día, el cáncer de su esposa que avanzaba también y, por sobre todo, la desesperanza ante la irracionalidad criminal que asolaba a Europa sin que pudiera vislumbrarse ningún indicio respecto del fin de ese calvario habrían determinado que Stefan y Lotte, con sendas dosis de barbitúricos, decidieran abandonar este mundo.
Respecto de quitarse la vida con su esposa, sería oportuno recordar que Zweig fue un ferviente admirador del poeta Heinrich von Kleist, quien se suicidó junto con su amada Henriette. A diferencia del joven Werther y de otros desconsolados amantes, Kleist no se mató por su amada, sino con su amada. Ese hecho trágico sucedió en las inmediaciones de Berlín, luego de que la pareja pasara una idílica noche de amor con los bosques alemanes como telón de fondo. Fue una decisión conjunta, según lo revelan cartas de despedida que ambos dejaron antes de tomar esa resolución extrema: sólo dos balas fueron suficientes para consumar ese desenlace “teatral”.
Stefan y Lotte, lectores de Kleist, debieron haber tenido en cuenta ese romántico y arrebatado final, con la diferencia de que en tiempos de Zweig la atmósfera plúmbea que se cernía sobre el horizonte europeo asfixiaba con tal intensidad que ni el novelista ni su mujer tuvieron fuerzas para soportarla. Tampoco pudieron resistirla escritores que, de igual modo, recurrieron al suicidio. En la larga lista, entre otros autores célebres figuran Walter Benjamin, Paul Celan, Cesare Pavese, Georg Trakl y Primo Levi.
LA NACION