El regreso a un país donde los colores conviven y se mezclan

El regreso a un país donde los colores conviven y se mezclan

Hasta entonces nunca había salido del país. Pero, 23 años atrás, un oficial de migraciones estampaba por primera vez un sello en mi flamante pasaporte: era el de la República de Sudáfrica. Tenía 17 años y me embarcaba en un intercambio cultural por 12 meses en un país que a mis padres hacía temblar de miedo. Sin embargo, su magnetismo pudo más en mí y tuvieron que dejarme. De la lista de países posibles yo había elegido Sudáfrica por su historia, la diversidad étnica de su gente, sus paisajes salvajes y, por supuesto, por su contexto político de segregación racial que invitaba a mi activismo temprano.
Soñaba con ese viaje. No había Skype, Facebook ni celulares. Cartas a mano, postales y una llamada por mes era para lo que daba el presupuesto. La híper del 89 había hecho añicos los ahorros familiares y viajé gracias a los de mi madrina, pero sin seguro médico. Aterricé el 4 de enero de 1990 en el aeropuerto Jan Smuts de Johannesburgo, donde flameaba la bandera tricolor en plena era del a partheid. Gobernaba el destino de casi 40 millones de sudafricanos el presidente F.W. De Klerk, un afrikáner fiel exponente del Partido Nacionalista.
Fui a un colegio para blancos, en una zona blanca bien acomodada llamada Roodepoort. Mi contacto con cualquier miembro de las etnias negras presentes en la zona, los tswana, sotho, y también los xhosa, zulu o ndebele, era imposible y restringido a las mucamas, los jardineros y algunos mozos. De entrada me llamó la atención ver todo en dos idiomas, inglés y afrikáans, ¡hasta la etiqueta de la pasta de dientes!, siendo que entre ambos no llegaban a cubrir el 12% de la población total que comprendía un coro de más de veinte lenguas diferentes.
No demoré en darme cuenta de que el país poseía una infraestructura perfecta para los que tienen auto y calamitosa para los que no. Estaba frito si me quería escapar a Soweto o alguna otra de las zonas donde vivía la mayoría negra segregada. Se desbarataba mi plan de “testigo/espía” que (un tanto inocentemente) creía haber urdido, así que empecé mi misión contactándome con las personas de raza negra más cercanos. Ellos me ayudarían a conocer su mundo y hablar de Mandela y el a partheid. Me hice amigo de la mujer que trabajaba en la megacasa donde me hospedaba. Una gigantesca mujer tswana, simpatiquísima, que no tenía ningún problema en enseñarme el idioma pero que ni de milagro agarró viaje cuando le preguntaba por un tal “Mandela”. ” No politics talk, Boss ” (“No hablemos de política, jefe”). ¡Guau! Y yo que viajaba colgado en el 160 hasta hacía unas semanas para que alguien de repente me dijera ” Boss “.
La burbuja blanca era grande como el mundo de Jim Carey en Truman Show . Costaba mucho salir de ella. Con el jardinero zulú, Israel, no corrí mejor suerte: ” Oh, Argentina, Maradona “, repetía, pero al preguntarle por el otro nombre que empieza con “M” obtenía la misma respuesta: ” No politics, Nano ” (como cariñosamente me dicen).
Empecé las clases el 6 de enero ese año y me metí rápidamente en la vida “normal” tanto de una típica familia de clase media alta de habla inglesa como de una afrikáans (la lengua de los blancos descendientes de holandeses y belgas) que desde 1961 ostentaban el poder político en el país. Pero a poco de mi llegada una noticia tomó por sorpresa la tranquila mesa familiar de mis anfitriones: liberaban a Mandela. El instinto de supervivencia me indicó que no debía irrumpir en grito de festejo. La viveza criolla envió a mi sistema nervioso un urgentísimo “quedate mosca”.
“Este país se va por las cloacas -dijo el dueño de casa golpeando la mesa-. ¡Mandela es un terrorista!” A la mañana siguiente mis compañeros en el colegio no hablaban de otra cosa. “Mis padres van a empezar a hacer los papeles para ir a Australia”, dijo un compañero del equipo de rugby. “Yo tengo ciudadanía inglesa, nos vamos”, exclamó otro. Yo por adentro volaba de felicidad y ese día corrí a comprar el diario The Star, que mostraba en primera plana al presidente De Klerk junto a Mandela libre y la frase ” Here He Is ” (Aquí está). Guardo aún hoy ese diario como uno de mis más preciados tesoros de los muchos viajes que a lo largo de 23 años la vida me regaló.
No era difícil tomar partido por Mandela. Las ganas de revancha les hacían hervir la sangre a todo un pueblo y a sus múltiples naciones. Tanta locura racista a las puertas del siglo XXI… Tantos crímenes. Tanta desigualdad crónica provocada, premeditada y planificada desde un Estado rico en oro y armas no hacían más que alimentar el ruido de tambores que anunciaban que en Sudáfrica iba a correr mucha sangre. Sin embargo, Mandela estrechó la mano de De Klerk y enmudeció a las multitudes con su mensaje de empecinada paz. Quien tanto había sufrido el mazazo del a partheid, que le quitó 27 años de su vida, quien vio morir a cientos de los suyos, quien sufrió en su propio cuerpo las torturas, salió del tormento del calabozo con el alma ilesa de odio. El amor por su país pudo más que el odio por el opresor. Hubo justicia con reconciliación. Sus discursos no azuzaron a los jueces, a quienes se dejó hacer su trabajo. Sus discursos se focalizaron en fijar la mirada de todos los sudafricanos en el horizonte. La Nueva Sudáfrica se empezó a respirar en la calle a pesar de los múltiples y por momentos extremadamente sangrientos intentos por sabotearla. Mandela y De Klerk fueron recibidos por líderes de todo el mundo, fueron galardonados con el Nobel de la Paz los dos y reconectaron a Sudáfrica con el mundo.
La robusta economía de los blancos no se desmanteló. Sus mejores cuadros fueron invitados por Mandela a trabajar para incluir a todos. Una nueva y diversa clase media fue surgiendo para gradualmente tomar el control de la vida económica y política con visión, madurez y profesionalismo. Mandela amaba a cada sudafricano como un hijo, sin distinguir raza, religión, ideología, ni preferencia sexual, y por eso logró perfeccionar el arte del perdón como pocos en la historia de la humanidad. “Perdonar es una fuerza increíble que libera el alma”, decía.
Mi “familia” sudafricana blanca terminó votando a Mandela en 1994 cuando Sudáfrica celebró por primera vez en su historia la democracia. Esa misma democracia que a mi país también tanto le había costado recuperar apenas 11 años antes.
La historia tiene hasta hoy un final muy feliz. Mi “hermana” sudafricana pasó luego un año en la Argentina y conoció a un platense que la siguió apasionadamente para terminar radicándose en Roodepoort, donde hace unos meses tuvieron a Emanuela, quien nació en esta nueva nación arco iris que Mandela (Madiba o Tata en versión más cariñosa) también le legó a ella. A 23 años de aquel primer viaje aterricé para presenciar su bautismo, en el mismo aeropuerto que hoy se llama Oliver Tambo (una figura central de la lucha contra el a partheid) y donde flamea otra bandera, con dos veces más colores y mil veces más alegre.
Sin buscar ser testigo de un nuevo hecho histórico en la vida de Sudáfrica, el destino me trajo aquí otra vez, pero siento que ya no necesito comprar el diario para atesorar este momento, lo vivido bajo la lluvia de Johannesburgo durante el funeral junto a desconocidos envueltos en banderas que decían “Gracias, Tata, por nuestra libertad”, con los colores que estaban prohibidos, vivando un nombre que no se podía pronunciar, se quedará en mi memoria para siempre.
Fue el funeral más alegre del que haya sido parte. La herencia de Mandela es tan rica que saciaba el alma de más de 40 millones de sudafricanos y de millones más en todo el mundo que con su ejemplo nos empachamos de tolerancia, afianzamiento en el compromiso por sostener ideales nombres y el amor por la vida en todas sus formas.
LA NACION