20 Apr El fascinante mundo que esconde cada uno de Los colores primarios
Por Ivana Romero
El amor es rojo, afirma Alexander Theroux. También la muerte, su contraparte. El rojo es el color de la Navidad, la sangre, el setter irlandés. El living de la granja que Dorothy Parker compró en 1934 con Alan Campbell, su segundo marido, en Pennsylvania, estaba pintado en nueve tonalidades de rojo. Claro que las cintitas que Miss Parker agitaba en sus muñecas tras un nuevo intento de suicidio y que les mostraba con morbo infantil a los amigos, eran azules. El azul puede ser un color melancólico, tal como el período azul de Picasso, el más lúgubre de su obra. Pero todo depende de quién mire. Wallace Stevens, por ejemplo, consideraba que era el amarillo el color de decadencia y disolución (“ese pasto está amarillo y flaco”). Theroux también enumera cosas que a él le parecen amarillas: las tías solteras, las pastillas de goma, la timidez, la letra H, la canción de Nat King Cole “China Gate”, los poemas de todas las mujeres (excepto los de Emily Dickinson, que según el autor “desde luego son rojos”). Sí, esta es una lista caprichosa, un recorte arbitrario de una enumeración obsesiva contenida en un libro de esos que se agradecen: Los colores primarios.
Se trata del primer texto de Theroux –autor de varias novelas y ensayos– traducido al castellano. Si bien fue publicado originalmente a mediados de los noventa, es recién ahora que llega a nuestro país gracias a La Bestia Equilátera (una editorial que también se ha ocupado de rescatar tesoros como los libros de Muriel Spark, Alfred Hayes o Alexander Baron, entre otros). La traducción está al cuidado de Ariel Dilon.
El rojo, el azul y el amarillo son materia suficiente para que Theroux construya un recorrido cultural por la dimensión artística, literaria, lingüística, botánica, cinematográfica, culinaria y hasta emocional de cada color primario. “Toda mi vida fui un lector apasionado”, cuenta vía correo electrónico a Tiempo Argentino. “Y también una persona inquisidora, incluso indiscreta”, agrega con un toque de humor durante un intercambio de mails. “Me encanta que ciertos sucesos, en especial si son raros o curiosos, me sigan dando vueltas en la cabeza. Además de eso, tengo un impulso personal, incluso pedagógico, de querer transmitir estas cosas interesantes al mundo, que es lo que un escritor necesita. El poeta Robert Frost se describía a sí mismo, sin embargo, no como un docente sino como un ‘awakener’ (es decir, alguien capaz de despertar a otros). Me gustaría ser las dos cosas”, dice.
Theroux nació en Massachusets, Estados Unidos, en 1939 y es escritor como su hermano Paul (autor de La costa mosquito y exquisitos libros de viajes). Antes de salir al ruedo con su escritura –alabada por John Updike, Anthony Burgess e incluso el elusivo Cormac Mc Carthy– se refugió cuando era joven en dos conventos. En 1972 publicó su primera novela, Three Wogs, nominada para el National Book Award. Nueve años después, en 1981, fue el turno de Darconville’s Cat, considerado su texto más logrado. De hecho, con An Adultery, de 1987, forman una especie de trilogía consagratoria que, no obstante, ha sumado muchos otros textos. Y es que la suya parece una inteligencia renacentista, a la que no le interesa una disciplina específica sino el modo en que todas conversan.
Hace tres años escribió The Strange case of Edward Gorey donde narra su vínculo de amistad con este gran ilustrador que con sus personajes macabros y encantadores ha servido de inspiración, por ejemplo, a Tim Burton. Y el año pasado publicó The Grammar of Rock, donde traza un listado de las mejores y peores letras escritas durante los años ochenta, los instrumentos más extraños, los títulos de canciones más ridículos y la cantidad excesiva de temas dedicados a la Navidad.
Las listas son, entonces, una obsesión para él que evidentemente no agotó con Los colores primarios (ni siquiera con The Secondary Colours, de los que también se ocupó). “Muchos lectores son perezosos y, desafortunadamente, creen que en apariencia una lista es un asunto descorazonador e incluso, irrelevante. Es una lástima. Una lista tiene un aspecto educativo, quizás un afán ilustrativo, y es eso lo que admite, al mismo tiempo, convertirlo en un gesto cómico e incluso satírico, que explica un poco el sentido del humor de Rabelais, Joyce, Cortázar en Rayuela, Raymond Queneau, entre otros. En mis novelas, descubro que también es un modo de validar una verdad, digamos, por acopio, algo que está en la naturaleza propia del coleccionismo”, dice.
En alguna entrevista afirmó que adora las cataratas de palabras pero también le gusta escuchar el silencio entre una y otra. Ahora explica que eso –que llama “temperamento poético” (una cualidad que, sostiene, todos tenemos de un modo u otro)– “está abierto a captar el significado de cualquier silencio relevante, percibir las connotaciones de los colores pero también la elegancia de una nota musical, los detalles de la confidencia que nos relata un amigo”. Y agrega: “En este libro traté de ir más allá de las verdades convencionales sobre los colores para mostrar que hay extrañas variables que les otorgan rasgos comunes y a la vez, particulares. Hice esa búsqueda en la música, el arte pero también en la botánica, la comida y así sucesivamente. Supongo que todo esconde un lenguaje secreto, una suerte de palimpsesto cuyo significado debemos encontrar.”
Su esperanza, finalmente, es encontrar un lector entusiasta “que tenga empatía con las selecciones, antologías, compendios, álbumes, corpus, potpurrís, reuniones”. Theroux vuelve a leer lo que escribió. Y agrega, con gracia: “Fijate ¡otra lista!”
TIEMPO ARGENTINO