21 Apr El escritor que nos hizo conocer el hielo
Por María Rosa Lojo
Cuando alguien le echaba en cara desmesuras fantásticas, porfiaba García Márquez que nunca había escrito sino sobre la realidad, y sobre la realidad latinoamericana y colombiana en particular. Cabe recordar que no sólo se inició en las letras como periodista (y publicó su primer cuento en un diario), sino que jamás dejó de lado este oficio.
Su Relato de un náufrago (1955), que recoge catorce crónicas aparecidas en El Espectador, es una pequeña joya del género testimonial, que articula de manera eficaz y conmovedora la historia contada por el náufrago Luis Alejandro Velasco en ciento veinte horas de entrevistas. Marinero del destructor Caldas, de la armada colombiana, Velasco cae por la borda junto con otros compañeros cuando el barco de guerra escora violentamente, antes de arribar a Cartagena. Se lo da por muerto hasta que una pareja de campesinos lo encuentra en una playa apartada, a la que llega nadando con sus últimas fuerzas. Su increíble reaparición lo convierte en una celebridad condecorada por el gobierno y halagada por la publicidad. Pero se tergiversan las verdaderas causas de la caída de los tripulantes.
En las antípodas de la retórica militar, el relato de Velasco, héroe que tuvo “el valor de demoler su propia estatua”, erige una entrañable épica de la supervivencia. Su único mérito, declara el entrevistado, es haberse resistido a la muerte durante diez días sin comida ni alimento a bordo de una balsa. Firmado originalmente por el mismo náufrago (lo importante era el suceso y no la pluma del entonces desconocido escritor), publicado por entregas, con una graduación magistral del suspenso, el texto revela claramente la impronta de García Márquez y anticipa los rasgos de su mundo imaginario (junto con la ficción La hojarasca, del mismo año, donde aparece por primera vez Macondo).
En el testimonio del náufrago emergen las aldeas pobres, aisladas del progreso tecnológico, la sociedad tradicional y devota, la avidez de novedades (más de seiscientas personas terminan acompañando al casi resucitado, llevado a pie y en hamaca hasta el pueblo más cercano, en el que una multitud desfilará para verlo como una atracción de circo); el mismo náufrago habla todas las noches, en la balsa solitaria, con su compañero Jaime Manjarrés, que se le presenta de manera inexplicable. También se plantea la atroz ironía situacional que atravesará la obra del autor: no es una tormenta en el Caribe sino el peso de la corrupción (el contrabando alojado en la nave de guerra) lo que ha provocado la caída de los marinos.
Si Velasco pierde “su gloria y su carrera” por atreverse a contar toda la verdad, García Márquez debe marchar al exilio (eran los tiempos del dictador Gómez Pinilla) como corresponsal de su diario en París, lo que en definitiva lo lanzó al mundo y terminó redundando en su beneficio. Fundador de la revista Alternativa, creador de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, seguiría siempre vinculado a la prensa independiente y a la formación de nuevos cronistas. Cinco tomos que recopilan su obra periodística entre 1948 y 1984 dan fe de esta pasión perdurable.
A ellos se suman diversos libros de crónicas y ensayos. De interés especial es La aventura de Miguel Littín, clandestino en Chile (1972), larga entrevista al cineasta que vuelve con nombre falso a su país para filmar un documental cuando ya han transcurrido doce años de dictadura pinochetista.
Noticia de un secuestro (1996), sobre el narcoterrorismo, ha sido definida por su autor como novela-reportaje. Crónica de una muerte anunciada (1981), una de sus más difundidas novelas, basada en hechos reales, presenta una marcada hibridación genérica con el relato de investigación periodística y el policial. Ambas obras fueron llevadas al cine. También el autor estableció lazos estrechos con este arte (hubiera querido ser él mismo director cinematográfico y realizó guiones). La bendita manía de contar (1994) recoge los imperdibles debates sostenidos en su calidad de director de un taller de guionistas en la Escuela Internacional de Cine y Televisión cubana.
EL LENGUAJE EN ESTADO MÁGICO
Si algo distingue particularmente la escritura de García Márquez es su capacidad de provocar asombro y deslumbramiento. “Suspende y maravilla” (para usar un verso de Cervantes), retrotrae a una visión inaugural y liminar del mundo que recrea en sus páginas. Creo que conocí el hielo a los diecinueve años, al abrir mi primera edición de Cien años de soledad, que todavía conservo en la biblioteca. Si antes lo concebía en forma de cubitos que refrescan las bebidas, o lo asociaba a las tarjetas postales con un paisaje de altas cumbres, los ojos del niño Aureliano Buendía y de su padre, José Arcadio, me lo devolvieron en forma de prodigio. El hielo era un tesoro inconcebible, custodiado en un cofre de pirata: “Dentro sólo había un enorme bloque transparente, con infinitas agujas internas en las cuales se despedazaba en estrellas de colores la claridad del crepúsculo”.
Del mismo modo, el arte de García Márquez transforma para sus atónitos lectores toda la percepción de la realidad. El “realismo mágico” (concepto aportado por Franz Roh), lo “real maravilloso” de Alejo Carpentier, son categorías que se han usado para definir este viraje. Entiendo que el procedimiento va aún más allá del extrañamiento artificioso provocado con destreza. Tampoco se trata siempre y necesariamente de la apelación a determinadas creencias o experiencias de lo sobrenatural que impregnan la cotidianeidad de los personajes. El mito, sin la censura racional, podrá ser un elemento constitutivo de la cultura pasada y presente de América latina. Pero García Márquez aborda ese horizonte común también desde otro ángulo: en ese límite fundador, genético, donde confluye con el hecho poético.
Es que los conceptos (nos recuerda Ernst Cassirer) comienzan a construirse de la misma manera en el mito y en el lenguaje, iluminando las afinidades secretas que la emoción descubre en las cosas. Por eso la poesía, para Gérard Genette, no sería sino el lenguaje en su estado original, es decir, en estado mágico. García Márquez rescata con genialidad esa condición primaria de la percepción y de la lengua, del mito y de la poesía.
La magia no consiste sólo en que Remedios La Bella ascienda a los cielos (Cien años de soledad), o en que un ángel anciano y deteriorado (“Un señor muy viejo con unas alas enormes”) recale en el patio de una casa, en un pueblito, después de una tormenta. Además (y a través) de los juegos, siempre sorprendentes, con lo maravilloso y legendario ya acuñado por las religiones, los cuentos de hadas, los mitos, la fuerza transfiguradora de su imaginación logra mostrarnos el mundo fuera de las rutinas utilitarias y los carriles ya trazados. Como si todo lo existente comenzara recién a ser nombrado y reconfigurado desde una lengua y una mirada prístinas y fluidas, con poderes de encantamiento.
Esa: la fluidez, la naturalidad, es otra de las características centrales de la prosa garciamarquiana. Sus vastas lecturas no están citadas, exhibidas, discutidas, en sus ficciones, sino íntimamente procesadas en un torrente narrativo de rica sensorialidad, que se desliza sin aparente esfuerzo ni impostación, aun en sus textos más barrocos. Pero bien se sabe el inmenso trabajo requerido para obtener lo que Garcilaso de la Vega llamaba “el arte natural”, resultado, en verdad, de una decantación y depuración extremas.
Por otro lado, esta prosa tersa puede articularse en arquitecturas narrativas muy complejas, por la multiperspectiva en las miradas y en las voces, por el intrincado manejo de la temporalidad: Cien años de soledad (1967) o El otoño del patriarca (1975) son buenos ejemplos.
HISTORIA Y MITO
No por ser exponente fundamental del realismo mágico, que abreva en el mito, la narrativa de García Márquez ignora los procesos históricos. Su más famosa novela, Cien años de soledad, no sólo es un redescubrimiento poético del mundo, sino un mapa simbólico de la historia de Colombia. Como nuestro “Matadero”, Macondo se erige en tanto “simulacro en pequeño” de lo que ocurre en el país a través de varias generaciones de los Buendía. No hay fechas precisas ni cronologías, pero sí emergen episodios traumáticos reconocibles, así como las pautas constructivas y los valores de una sociedad marcada por la violencia intestina. A tal punto que se han designado corrientemente “Pequeña violencia” y “La Violencia” los sanguinarios enfrentamientos de la década de 1930 y de 1948-1962, herederos de la serie de guerras civiles del siglo XIX y de la Guerra de los Mil Días (1898-1902).
Aunque los Buendía viven en un medio en principio “arcádico” (bien lo sugiere ya el nombre del patriarca fundador, José Arcadio), no escaparán a las generales de una ley que parece ser la fatalidad nacional. Por el contrario, más bien la representan. Baste recordar que la primera escena del libro nos retrotrae a la imagen de Aureliano Buendía frente al pelotón de fusilamiento (aunque su destino no fuese, al fin, la muerte por las armas). Macondo se crea a raíz de un crimen y para escapar de un fantasma más triste que vengativo: el de Prudencio Aguilar (asesinado por José Arcadio Buendía en un lance de honor). Pero la familia no eludirá la maldición endogámica del incesto ni podrá mantenerse al margen de la guerra que convierte a algunos de sus miembros en militares y en caudillos dictatoriales. El progreso con sus fabulosos inventos, que tanto ilusiona al primer José Arcadio, termina mostrando su cara más siniestra cuando la United Fruit Company se instala con pretensiones depredadoras y son masacrados miles de trabajadores, episodio que la historia oficial condenó al olvido.
El humor punzante suele teñir la desmesura hiperbólica de los sucesos narrados. Como los que convierten la vida del antes pacífico y sedentario Aureliano Buendía, el orfebre, en una monstruosa sucesión de hechos bélicos y lances amorosos: “Promovió treinta y dos levantamientos armados y los perdió todos. Tuvo diecisiete hijos varones de diecisiete mujeres distintas, que fueron exterminados uno tras otro en una sola noche (…). Escapó a catorce atentados, a setenta y tres emboscadas y a un pelotón de fusilamiento. Sobrevivió a una carga de estricnina en el café que habría bastado para matar un caballo”. La increíble supervivencia de Aureliano (que lo vincula con los indestructibles héroes del cartoon) empalma con la masculinidad exacerbada de su hermano José Arcadio, un gigantón cavernario que parece extraído de una caricatura.
Por otro lado, el poder que parece estar sólo en manos de los hombres violentos es reclamado y ejercido por una matriarca como Úrsula Iguarán, la verdadera cabeza de familia. Ella es la única que logra detener los abusos de Arcadio, su nieto, convertido en dictador aldeano. Y lo hace sacudiéndolo a vergajazos: “Sin misericordia, lo persiguió hasta el fondo del patio, donde Arcadio se enrolló como un caracol”. “A partir de entonces, fue ella quien mandó en el pueblo.” El sentido común de la realidad y la vocación de paz y justicia señalan a Úrsula, empeñada en mantener vínculos de afecto y deber cuando todo orden se despedaza. La situación de las mujeres: matriarcas o prostitutas esclavizadas, sometidas a códigos de honra, madres de hijos ilegítimos engendrados por hombres irresponsables y errantes, condenadas a la frigidez por la moral al uso en las clases altas, es objeto permanente de interés en el relato y parte de su crítica implícita a los valores de una sociedad machista.
García Márquez también incursionó abiertamente en la ficción histórica con El general en su laberinto (1989), una novela centrada en el viaje de Bolívar desde Bogotá hasta la quinta de san Pedro Alejandrino, en la costa caribeña, donde finalmente muere sin iniciar su programado exilio europeo. El libro dibuja un Bolívar estragado por su incierta y fatal enfermedad (presumiblemente la tuberculosis), envejecido en forma prematura, y acentúa, como es habitual en las nuevas novelas del género, la intimidad física y sentimental, los ritos del cuerpo y su decadencia, las fragilidades y contradicciones del héroe (lo que le valió ser colocada en el ojo de la polémica). Lejos de la perfección, su Bolívar es un hombre intemperante, impulsivo, afectivamente inestable, muchas veces arbitrario y con sed de poder a pesar de sus renuncias.
La novela permite adivinar no sólo el futuro de discordia interna que espera a toda la región, sino también, en Bolívar mismo, el germen de los futuros dictadores que se proyectan en El otoño del patriarca. Si al Libertador lo redimen su inteligencia e ilustración, su grandeza de miras, su apasionado idealismo, su enorme desprendimiento y generosidad, estas virtudes desaparecerán en líderes posteriores, donde la tentación totalitaria dominará todo y creará pseudorrepúblicas gobernadas por el terror.
DEBATES Y BALANCE
¿Construyó Gabriel García Márquez una visión de América latina estereotipada, for export, que generó repeticiones en serie? ¿Oscureció con su presencia dominante otras poéticas diversas y valiosas de autores contemporáneos? Éstas son algunas de las críticas recurrentes cuando se analiza su impacto.
A nuestro entender, ningún escritor original (como él lo fue y en grado sumo) tiene la culpa de sus epígonos ni tampoco de los recortes que otras miradas puedan hacer de un campo cultural (que no es por cierto una América latina monolítica, sino matizada y varia), o de las políticas editoriales e institucionales que se centran en figuras únicas.
Profundamente representativo de su cultura caribeña, García Márquez alcanzó desde ella repercusión universal. Su magnífica prosa y el denso tejido simbólico de su imaginario dieron cuenta, con acento específico, de los núcleos problemáticos que atañen al sujeto humano. El poder, la violencia, la identidad, el amor y el erotismo, la revolución y la tradición, se ven en sus libros a la vez con la lupa y con el catalejo del mago Melquíades y vuelven a interrogarnos sobre la extrañeza del mundo y de la Historia.
LA NACION