El costo de erigir al delincuente en mártir

El costo de erigir al delincuente en mártir

Por Diana Cohen Agrest
El proyecto de reforma del Código Penal elaborado por una comisión multipartidaria pero ideológicamente homogénea, de promulgarse, inaugurará una parte especial dedicada a la codificación de los delitos contra la humanidad, entre los que se incluyen el genocidio, la desaparición forzada, los delitos de guerra y la conspiración. En ese articulado, el Código refrendará la política asumida por el Estado democrático que continúa llevando a juicio a los responsables de aquellos delitos recurriendo a la tan denostada “justicia retributiva”, que parece lícita para los genocidas pero impensable para quienes perpetran o favorecen una “masacre por goteo”, desde los reincidentes hasta los funcionarios que avalan con su silencio el incremento de los delitos contra la vida. Y que, abusando de la impotencia ciudadana, se erigen como partícipes necesarios a través de un blindaje jurídico que los exime de ser juzgados no sólo por omisión, sino por los delitos de corrupción.
Con el nuevo Código, que podría tratarse en las próximas sesiones ordinarias del Congreso, la pena máxima -sólo prevista para los crímenes contra la humanidad- será de 30 años, un islote de castigo en el vasto océano liberado para los funcionarios y para los criminales comunes, a quienes se les reduce la prisión a un mínimo mediante el programa de estímulo educativo vigente, que excarcela al reo hasta dos años antes de cumplida la pena. A eso se suma la instrumentación de “penas alternativas”, aplicadas en países civilizados para quien ensucia un monumento público o interrumpe el tránsito y no para los asesinos reincidentes que destruyen vidas y familias enteras en el día a día. En un debate con el juez de la Corte Raúl Zaffaroni, en 1991, el renombrado jurista Carlos Nino, ya fallecido, reconocía lúcidamente que “muchos de nosotros no estaríamos muy tranquilos si se indultara, por ejemplo, a todos quienes cometieran homicidios, tormentos, secuestros, atentados, violaciones y se anunciara que en el futuro no se aplicará por esos hechos ninguna medida coercitiva y se permitirá que sus autores sigan desarrollando su vida normal”.
El diputado Federico Pinedo exaltó la construcción de “un código que refleje cuál es la jerarquía de valores de la sociedad argentina para convivir en paz”. Esta retórica exige, cuando menos, más de una explicitación: si se trata de valores, ¿cuál es el sector de la sociedad que los defiende? ¿Acaso un corporativismo impostado que, por acción u omisión, promovió una inseguridad creciente, denunciada como la primera de las preocupaciones ciudadanas? Y si de pacificación social se trata, ¿qué género de “paz” se aspira a lograr si el nuevo Código normativiza un dispositivo de poder que ya se aplica de hecho con las consecuencias por todos reconocidas: el incremento de la violencia doméstica y callejera, del patoterismo promovido desde el Estado, de la impunidad compensada por los ajustes de cuentas y la justicia por mano propia?
En semejante escenario, salvo alguna excepción, ningún partido del arco opositor se preocupó por la seguridad ciudadana. Fueron y son colaboracionistas de una batalla cultural victoriosa que hace del delincuente un mártir. ¿Acaso no se preguntan cómo es posible que en democracia se hayan multiplicado por varias decenas de miles las víctimas de la violencia pública manifestada de muy diversas formas pero con el denominador común de la ausencia del Estado? Si sumamos los muertos por inseguridad a los muertos por evitables delitos de tránsito, ¿acaso no se trata de un suerte de “genocidio” imputable a una irresponsabilidad de los tres poderes que nos gobiernan, sometidos por igual a una angelización de los delincuentes y a una impune indiferencia ante las víctimas, la mayoría proveniente de los sectores más vulnerables de la población?
Una política penal corporativa trasladó perversamente la dialéctica amigo-enemigo a la dimensión intersubjetiva, generando una criminalización de la pobreza en el imaginario colectivo cuyo resultado es una ruptura del entramado social: gracias a un dispositivo canalla que relativiza cuando no invalida el temor del ciudadano medio, logró que “doña Rosa” (como suelen decir sardónicamente los feligreses de este credo) hoy asocie a quienes viven en zonas precarias con quienes viven del delito. Cuando, en verdad, la experiencia siniestra de los últimos años nos obliga a cambiar el eje de la discusión: la “mano dura” es del que gatilla, atropella, viola o mata u ordena hacerlo, provenga de donde provenga. Y la “mano blanda” es de los funcionarios (los sectores hegemónicos del Poder Judicial, los legisladores), de las organizaciones de derechos humanos sectarias y de aquellos ciudadanos “progres” que atribuyen esas vidas destruidas a las contingencias de la existencia misma (“le toca a cualquiera”). Con este placebo, los biempensantes alivian su conciencia, condonando a quienes, por justicia, no deberían serlo. Pues es fácil ser generoso pagando la libra de carne con el dolor ajeno.
Esta dicotomía perversa -mano dura versus mano blanda- es una transfiguración de nuestro pasado.
Las políticas de la memoria instaladas en la Argentina son tecnologías del olvido de una parte del pasado, una negación del presente y una utopía de futuro. Para quienes no padecemos de una escisión de la memoria, la falta de represión del delito funciona como en su momento funcionó el terrorismo de Estado y antes la lucha armada.
Así como las Madres de Plaza de Mayo buscaban a sus hijos desaparecidos y el Estado dictatorial silenciaba sus reclamos, los enlutados de hoy y de siempre buscamos justicia y el Estado democrático pero antirrepublicano silencia los nuestros. Muchos de los de entonces murieron en pos de un ideario auténticamente elegido, mientras que los muertos de hoy suelen ser brutalmente violentados sin vocación alguna. Ni siquiera son ofrendados por ideales que puedan ser invocados y cuya persecución no justificaría pero, cuando menos, concedería alguna suerte de sentido a esas muertes absurdas.
Desde el derecho de la víctima y desde el dolor de sus sobrevivientes, ¿dónde están los organismos de derechos humanos que asisten a presidiarios que violaron el derecho a la vida, pero jamás se ocuparon de los derechos humanos de sus víctimas violentadas? ¿Qué fue de aquellos pañuelos blancos que, trastocados, hoy limpian las botas de sus otrora enemigos?
En lo que toca a la legitimación de medidas penales que ya se aplican de hecho, alcemos la voz para que nuestros representantes respondan al mandato popular. Y en cuanto a los derechos humanos, tal vez se trate de comenzar por reconocer la necesidad de recuperar su sentido originario para que sea patrimonio de todos los argentinos y no de corporaciones hermanadas por la indiferencia. De asentir con nuestro silencio, se cierra el círculo, pese a que sólo por falso candor o por letal desvarío se puede tener fe en este catecismo perverso.
LA NACION
FOTO: SEBASTIÁN DUFOUR