William Burroughs, el profeta de la contracultura

William Burroughs, el profeta de la contracultura

Por Carlos Gamerro
William Burroughs, de cuyo nacimiento se cumplieron cien años el pasado 5 de febrero, nació en St. Louis, Missouri, de Laura Lee, una madre de aristocrático apellido sureño (que él le pasaría a Bill Lee, su más persistente avatar autobiográfico), y, por parte de padre, de los industriales Burroughs, los de las máquinas de calcular -que le legaron, en este caso, el persistente tema de la interfase entre lo humano y lo “maquínico”-. Parecía destinado a convertirse en una síntesis de las grandes líneas que forjaron su nación, y en cambio se convertiría en uno de sus más grandes outsiders o misfits. Tras su poco convencido y menos decisivo paso por las grandes universidades, hacia 1944 conoció, en Nueva York, a Allen Ginsberg y Jack Kerouac; juntos formarían el núcleo originario, que se convertiría en la trinidad sagrada, de la generación beat. No eran grandes escritores, ni pequeños, ni nada, apenas tres ilustres desconocidos (Kerouac tenía 22 años, Ginsberg apenas 18). La amistad duraría toda la vida y se convertiría en uno de los pilares éticos y también estéticos de la obra de los tres (Ginsberg proclamaba como su ideal: “escribir como hablás con tus amigos”).
En 1949 Burroughs, ya colgado de la heroína, se mudó a México con su mujer, Joan, y William Burroughs III, el hijo de ambos. En 1952, durante una reunión con amigos en la que se bebió mucho, decidió jugar a Guillermo Tell y le pidió a Joan que se pusiera un vaso sobre la cabeza, para volarlo de un disparo, pero éste dio en la frente de Joan y la mató instantáneamente. Recién en 1985, en el prólogo de Queer (una novela escrita a principios de la década del 50 y que había permanecido inédita) pudo hablar de manera directa del tema:
Me veo obligado a aceptar la espantosa conclusión de que, de no ser por la muerte de Joan, nunca me hubiera convertido en escritor, y darme cuenta de hasta qué punto ese episodio ha motivado y moldeado mi escritura. Vivo bajo la constante amenaza de la posesión, y en la constante necesidad de escapar de la posesión, del Control. La muerte de Joan me puso en contacto con el invasor, con el Espíritu Horrendo, y me ha llevado a esta lucha de toda la vida, donde mi única salida es la escritura.
David Cronenberg, gran admirador de Burroughs y posiblemente el único director que podía proponerse filmar su novela El almuerzo desnudo, tomó literalmente esta idea y la convirtió en metáfora de su escritura. En la escena final de la película, Bill Lee, huyendo con Joan (que también es Jane Bowles, en la obra de Burroughs las identidades son más bien fluidas), es detenido por policías de migraciones que le preguntan su profesión. “Escritor”, responde sin dudar (al principio de la película había renegado de ella: “demasiado peligrosa”, se había justificado). “Pruébelo”, dice uno de los guardias. “Sí, escriba algo”, dice el otro. Lee se da vuelta, toma el arma y le dispara a Joan. Los guardias lo dejan pasar sin más trámite.
La muerte insensata de Joan se complica cuando tomamos en cuenta que Burroughs fue toda la vida constitutiva y profundamente gay en su práctica sexual, sus pensamientos y sus sentimientos, sin un solo átomo reconocible de hetero o aun de bisexualidad.En los estadounidenses años 50 no se podía ser gay sin sentir que había algo radicalmente mal con uno mismo: Burroughs y Ginsberg, que fueron amantes por algún tiempo, se juntaban a discutir posibles maneras de curar su homosexualidad. El “accidente” en que perdió la vida Joan parece por eso servido en bandeja para que los freudianos se hagan una fiesta, máxime si tenemos en cuenta que uno de los presentes era el “Allerton” de Queer, un joven straight del cual Burroughs estaba enamorado hasta los tuétanos. Quien también pagaría las consecuencias fue el hijo: Billy sería criado por sus abuelos paternos, se haría adicto a las anfetaminas, escribiría una novela sobre el tema, y se bebería dos hígados seguidos, el original y el transplantado, antes de morir de cirrosis a los 33 años.
De 1954 a 1964 Burroughs residió en Tánger, donde vivía en una pieza sobre una alfombra de jeringas y manuscritos; de éstos, según la leyenda, Kerouac y Ginsberg recogerían las páginas que conformarían la que es acaso su mejor novela: El almuerzo desnudo; y todavía darían para otras tres: La máquina blanda, El billete que explotó y la genial Nova Express. Con el tiempo, este marginal del mundo y de las letras se vería ungido como el filósofo y aun profeta de tres generaciones de contracultura anglosajona: los beats de los años 50, los hippies y activistas de los 60 y 70, e incluso la cibercultura de los 90, como testimonia la User’s Guide to the New Edge Mondo 2000: “Un relevamiento textual indica que el autor moderno más citado no es otro que William Seward Burroughs. Les guste o no, Burroughs es nuestro Shakespeare”.
Quizás el mayor malentendido con respecto a Burroughs sea el de querer limitarlo a la cultura de la droga y la psicodelia, a la manera de Aldous Huxley, Timothy Leary, Ken Kesey, o proponerlo como modelo de vida alternativa o under a la manera de Bukowski o Kerouac. Burroughs surge con la generación beat, es verdad, pero sus textos y sus intervenciones la desbordan por todos lados. Suele suponerse que la droga liberó la imaginación de Burroughs, proporcionándole las imágenes de su inimitable mundo de fantasmagoría y horror, pero en opinión del autor, la droga ni libera de las trabas de la vida cotidiana, ni estimula la creatividad. Más perspicaz que muchos, Norman Mailer opinó, en el juicio seguido contra El almuerzo desnudo en 1965, que Burroughs habría llegado a ser uno de los grandes genios de la lengua inglesa de no haber sido por su adicción.
El término “droga” tal como aparece en las versiones españolas de su obra, aparece en las originales como junk, que en inglés también significa “basura” y designa específicamente al opio y sus derivados, la heroína sobre todo. El junk, en Burroughs, lejos de liberar, sujeta: es un mecanismo de control, pero no uno más, sino el modelo de todo mecanismo de control; y la policía y el sistema de salud, lejos de combatirla, la utilizan para generar adicción, dependencia y por lo tanto, mayor control; el adicto es el sujeto social ideal. Burroughs desaconseja el consumo, no porque sea inherentemente malo, sino porque entrega al sujeto atado de pies y manos al sistema médico-legal-policial. Lo que se busca justamente es la cura, pero una cura definitiva, nunca la que imponen médicos y policías, que consiste en una prolongación sin fin del ciclo de la adicción, que mantendrá al individuo siempre sujeto, como paciente y como criminal. El junk tampoco expande la conciencia, ni ofrece una experiencia más rica o intensa, y menos aun trascendental. Sus tres primeras novelas narran la búsqueda de una alternativa al junk y a su ecuación deshumanizadora, en otra droga, el alucinógeno yagé o ayahuasca: Yonqui (Junkie) cuenta la decisión de iniciarla; Queer, el primer viaje al Amazonas, que termina en fracaso, y las Cartas del yagé (que incluyen su correspondencia con Allen Ginsberg), el hallazgo y la posterior decepción acerca del potencial liberador de la sustancia. En estas tres novelas, todavía a la manera beatnik, búsqueda y huida se confunden en un solo movimiento: buscar el contacto con lo otro (otros estados de conciencia, otras culturas “más primitivas”) es escapar de la intolerablemente represiva cultura estadounidense de los años 50. Pero al fin de este ciclo el autor descubre que ya no existe geografía que pueda acomodar ese viaje romántico: la isla de Gauguin es ahora un Club Med, y todas las zonas liberadas han sido ocupadas: el primitivismo no es más que otra mercancía
Ya curado de la fantasía de la huida, Burroughs situará las acciones de El almuerzo desnudo en Interzona, la primera aldea global de la literatura moderna, donde se puede pasar sin solución de continuidad de un mercado peruano a un zoco marroquí, de una metrópoli como Nueva York a una aldea tibetana. A partir de esa novela no habrá ni huida ni búsqueda: ya no existe otro lugar. La metáfora y la dinámica narrativa del viaje serán reemplazadas por la de la lucha, mundial en El almuerzo desnudo, universal en Nova Express. Lo que estas novelas revelan es la estructura de nuestro mundo real, desnudado por la percepción diferenciada que, más que la droga, la adicción proporciona. El de estas novelas no es un mundo otro -el de las alucinaciones o los sueños- sino éste, pero visto con ojos no velados. “El ‘almuerzo desnudo’: un instante helado en que todos ven lo que hay en la punta de los tenedores.” Lo que Burroughs nos revela puede ser bastante intolerable: Cronenberg, hablando de su película, afirmó: “Si lo filmara literalmente. sería prohibida en todos los países del globo. No existe la cultura que podría tolerar ese film”. En Nova Express, esta realidad habitual o velada se convierte en “la película de la realidad” que debemos atravesar para llegar a “la sala de proyección” donde es fraguada. Entonces entendemos que vivimos en un mundo de adictos, donde los poderes del Estado y el mercado nos dominan mediante la adicción: al dinero, al poder, al consumo, al sexo, a la palabra.
Uno de los descubrimientos radicales de Burroughs concierne a la naturaleza de ésta, el más preciado objeto de deseo de escritores y poetas. Lo resume en una fórmula hoy célebre: “El lenguaje es un virus del espacio exterior”. Es un virus porque no ha sido creado por el hombre, sino que lo ha invadido y vive en él como un parásito; y es un virus – y no una bacteria u otro organismo- porque es algo no viviente que, al introducirse en un ser vivo, usurpa las características de la vida; puede reproducir sus cadenas informativas dentro del organismo y luego infectar a otros y puede, incluso, matar (y quién duda de que el lenguaje mata). Pocos años más tarde, la aparición de los virus de computadora -que son sin ninguna duda virus de lenguaje- probarían empíricamente la exactitud del diagnóstico.
Las últimas obras de William Burroughs pertenecen al género de las utopías de las oportunidades perdidas: históricas en Ciudades de la noche roja, donde el autor nos presenta las colonias anarco-gay de los piratas caribeños del siglo XVIII; biológico-evolutivas en El fantasma accidental, donde la oportunidad perdida la representan los lémures de Madagascar, primates inteligentes, pacíficos y dados a la colaboración: su extinción, lejos de ser una consecuencia fortuita del progreso, es parte de un plan para quitarle al hombre el modelo que los irascibles, violentos y competitivos monos africanos no pudieron proveer, el de una civilización que no tuviera su máximo florecimiento en el hongo de Hiroshima.
LA NACION