21 Mar Una líder poderosa y enigmática que cautivó con su estilo
Por Luisa Corradini
A riesgo de ser sexista, se puede decir que el “hombre fuerte” de Alemania lleva faldas. O pantalones demasiado cortos, que le dejan los tobillos al aire. Y que se empecina en usar un corte de pelo que todos le critican y unos zapatos negros sin taco que contrastan con unas chaquetas sin formas, de colores estridentes, que inútilmente intentan ocultar unos kilos de más.
En otras palabras, el look de Angela Merkel daría escalofríos a cualquier fashion victim (fanático de moda). Sin embargo, lo único que importa es que, a los 59 años, esa mujer que en 2013 ganó un tercer mandato para gobernar el país más rico de Europa es el líder político más talentoso de su generación y probablemente de Occidente. Ese talento incluye su total insensibilidad a las tendencias de la moda. El encanto de la canciller reside precisamente en su estilo natural, con el cual se identifican las amas de casa, que forman -por definición- su principal caudal electoral: 70% de los alemanes que votaron ayer por ella son mujeres de más de 30 años, amas de casa con dos hijos, responsables de cuidar el presupuesto familiar, educar a los chicos, pagar la hipoteca para comprar la casa, ahorrar para la jubilación y, si es posible, financiar una o dos semanas de vacaciones en alguna playa soleada de Europa.
Con ese programa, simple, Merkel responde al eterno sueño alemán de empleo y estabilidad económica. Su look y su comportamiento no son artificiales. Pero ella no hace nada por cambiar esa imagen sólo para satisfacer a sus consejeros.
Hija de un pastor protestante, ingeniera física de formación, nacida en la ex Alemania del Este, “Angie” -como la llaman los alemanes- es un personaje liso y neutro que va al supermercado, tiene fobia a los perros, jamás levanta la voz y le cocina a su segundo marido, Joachim Sauer, un químico reconocido mundialmente que casi nunca aparece en público.
Comprender las razones que motivan la fascinación que ejerce sobre el electorado es un verdadero desafío. La mujer más poderosa del mundo -según la revista Forbes- aún es un enigma, incluso para sus colaboradores más cercanos.
A falta de argumentos, sus exégetas interpretan esas características por su educación en Alemania del Este, “un país donde era mejor callar” -como ella misma suele recordar-, y por el rigor que le inculcó su padre.
Muchos la comparan con sus predecesores. Angela sería menos audaz que Gerhard Schroeder, menos europea que Helmut Kohl, menos visionaria que Helmut Schmidt y menos carismática que Willy Brandt. El único problema es que después de ocho años en el poder, la mujer que ayer ganó un tercer período con el 41,5% de los votos tiene una popularidad mucho más importante que todos ellos (70%).
Sus predecesores solían dividir el país. Ella, con su sencillez, lo une. De allí su nuevo sobrenombre: “Mutti” (mamá). Como una madre de familia, Angela protege y tranquiliza a sus compatriotas.
Sus adversarios le reprochan su permanente búsqueda de compromisos que, afirman, le permiten no tomar riesgos. Ella asume: “Todos aquellos que viven en familia conocen el valor del compromiso. Por ejemplo, para decidir una actividad los domingos”, dice con candidez.
Ese permanente posicionamiento “al centro” suele ser motivo de irritación, incluso en su propio partido, la Unión Demócrata Cristiana (CDU).
“El paisaje político alemán está peligrosamente adormecido. Eso no es bueno para la democracia”, confiesa un diputado de su partido.
Pero, aunque no todo sea rosa en la república de Merkel, nada parece hacer mella en su popularidad. Ni siquiera las sospechas -nunca desmentidas- de que fue secretaria del sector Agitación y Propaganda en la Academia de Ciencias de Alemania del Este en sus años estudiantiles.
“No puedo recordarlo. Si algo termina por emerger, lo asumiré”, respondió la canciller, conocida por su memoria de elefante.
“Mutti” está lejos, sin embargo, de ser una blanca paloma. Difícil contar el número de dirigentes de la CDU que empujó hacia las puertas del partido, comenzando por el propio Kohl, su mentor en política y el padre de la reunificación alemana.
Además de los perros, la canciller tiene fobia a las ceremonias donde debe tomar la palabra. En 13 años al frente de la CDU no consiguieron enseñarle dónde meterse cuando, al final de un discurso, sus militantes la congratulan con minutos de una ovación de pie.
Con su rigor protestante, también le tiene horror al culto a la personalidad. A un dirigente del Partido Pirata que le pidió en público un consejo para cuando terminara por reemplazarla, le contestó: “La arrogancia precede a la ruina y el orgullo precede a la caída. La Biblia, traducida por Lutero, capítulo 16”.
LA NACION