24 Mar La llanura pampeana en la voz del poeta Rubén Darío
Por Pablo Emilio Palermo
El poeta nicaragüense Rubén Darío (1867-1916), creador genial, exponente acabado del brillante movimiento modernista que habría de conquistar las letras de América y España, fue el gran amigo de la Re-pública Argentina. Siendo muy joven, aunque ya consagrado, alcanzó dos cimas largamente contempladas: ser corresponsal de la nación -su primera colaboración fue fechada el 3 de febrero de 1889- y conocer la opulenta Buenos Aires, a la que arribó en 1893 con el cargo de cónsul honorífico de Colombia. “He de manifestar -escribió en su autobiografía- que es en ese periódico donde comprendí a mi manera el manejo del estilo y que en ese momento fueron mis maestros de prosa dos hombres muy diferentes: Paul Groussac y Santiago Estrada, además de José Martí. Seguramente en uno y otro existía espíritu de Francia. Pero de un modo decidido, Groussac fue para mí el verdadero conductor.” En Buenos Aires, Rubén Darío publicó Los raros, colección deartículos, y Prosas profanas y otros poemas (1896). Este libro, clave en su vasta producción, incluye las cuartetas tituladas Del campo: “De pronto se oye el eco del grito de la pampa;/ brilla como una puesta del argentino sol;/ y un espectral jinete, como una sombra cruza,/ sobre su espalda un poncho, sobre su faz, dolor”. Un fragmento de sus memorias, publicadas en 1912 en Caras y Ca¬retas, nos lleva a la llanura bonaerense, interesante relato de gusto criollo que incluye una temporada en el lazareto de la isla Martín García, el viaje posterior a Bahía Blanca y la estada en una de las estancias del doctor Argerich. Darío descubrió entonces “la Pampa in¬mensa y poética”, el “vaho de arte que flota sobre ese inconmensurable océano de tierra, sobre todo en los crepúsculos vespertinos y en los amaneceres”. Gustó del mate junto al fogón en compañía de los gauchos, rudos pero también poéticos, e hizo puntería contra martinetas, avestruces, vizcachas, tordos y pechirrojos. A caballo re¬novó su sangre y fortificó los nervios, “y pasé, quizás, entre gentes sencillas y nada literarias, los más tranquilos días de mi existencia”. Algunos de sus versos se abren a aquellas sensaciones: “Os saludo desde el campo lleno de hojas y de luces/ cuya verde maravilla cruzan potros y avestruces,/ o la enorme vaca roja,/ o el rebaño gris, que a un tiempo luz y hoja/ buscay muerde,/ en el mágico ondular/ que simula el fresco y verde/ trebolar” (Desde la Pampa).
En viaje a España, Darío dejó Buenos Aires a fines de 1898. Re¬tornó a la ciudad porteña en 1906 y 1912. Canto a la Argentina, editado en Madrid, en 1914, es su gran ofrenda de amor hacia la Nación que llegaba en 1910 a su primer Centenario. Sus versos precipitan la belleza del país que era futuro y progreso para el mundo. Allí también aflora la nobleza del paisano: “Al forastero, el pampeano/ ofreció la tierra feraz;/ el gaucho de broncínea faz/ encendió su fogón de hermano,/ y fue el mate de mano en mano/ como el calumet de la paz”. Su admirado poeta Rafael Obligado, autor del Santos Vega, habrá sin dudas inspirado las certeras menciones que Rubén dejó estampadas de aquel célebre payador: “El gaucho tendrá su parte/ en los jubileos futuros,/ pues sus viejos cantares puros/ entrarán al reino del Arte./ Se sabrá por siempre jamás/ que, en la payada de los dos,/ el vencido fue Satanás/ y Vega el payador de Dios”.
LA NACION