30 Mar La belleza de la revolución
Por Ernesto Schoo
La descripción física que de ella hace su amigo Pablo Neruda es engañosa: “Cuando quiero recordar a Tina Modotti debo hacer un esfuerzo, como si tratara de recoger un puñado de niebla. Frágil, casi invisible. ¿La conocí o no la conocí? Era muy bella aún: un óvalo pálido enmarcado por dos alas negras de pelo recogido, unos grandes ojos de terciopelo que siguen mirando a través de los años”. Porque esa fragilidad estaba sostenida por un temple de acero: Tina Modotti -Assunta Adelaide Luigia, sus nombres de pila- fue esencialmente una gran artista (“me considero una fotógrafa y nada más”, solía autodefinirse) y una aventurera, despojando a esta palabra de su connotación peyorativa y refiriéndola al anhelo de explorar vastos territorios ignotos, de estar siempre partiendo hacia un horizonte que también siempre retrocede.
Que fue una mujer hermosa se comprueba al ver sus retratos, aun los de la madurez. Nada coqueta: un amigo la recuerda vestida, día y noche, con “chaqueta y falda negras, zapatos de tacón bajo, blusa blanca, pelo recogido en un moño”. Era, a la vez, consciente de su belleza, puesto que de ella se valió para hacerse conocer en Hollywood, donde llegó a filmar tres películas (mudas, claro está): The Tiger’s Coat (Lubin Studios, 1920), Riding with Death (1921, Fox; figura como Tina Medotti) y I Can Explain (Pathé, 1922). Los films explotaban su hermosura latina, ubicándola generalmente como mujer fatal, y un dato curioso es que ella misma se hacía la ropa para las películas, dado que era también una excelente modista.
Su padre (que en sociedad con un hermano había tenido un pequeño estudio fotográfico en Údine) y su hermana mayor la esperaban en San Francisco, adonde viajó, a los 17 años de edad, en busca de una realización personal muy difícil de lograr en la Italia de aquel tiempo. Trabajó al comienzo como obrera en una empresa que confeccionaba ropa de mujer; en la noche, después de un día de labor extenuante, participaba de andanzas teatrales con grupos de aficionados y hasta llegó a cantar ópera, pues tenía una voz hermosa, aunque pequeña. De allí partió a Hollywood, donde en 1921 conoció al famoso Edward Weston (1886-1958), uno de los primeros fotógrafos norteamericanos en abandonar las pretensiones pictóricas de los pioneros y registrar la vida cotidiana de su entorno, bien que observándola desde ángulos insólitos, una mirada de la que Tina -convertida en ayudante y amante de Weston- participó al comienzo de su carrera, para luego proclamar: “Trato de producir, no arte sino fotografías honradas, sin trucos ni manipulaciones”.
La Revolución Mexicana, uno de los acontecimientos políticos más relevantes del siglo XX, iniciada con el derrocamiento, en 1910, del perpetuo dictador Porfirio Díaz, fascinó a la izquierda norteamericana, opuesta a los excesos de los Años Locos que siguieron al triunfo en la Primera Guerra Mundial, y a la mitología del American Dream . Escritores, dramaturgos, artistas plásticos fueron atraídos por la prolongada revuelta en “el patio trasero”, que incluía la fascinación del exotismo de ese pueblo corajudo y colorido como pocos, con su imponente pasado indígena todavía vigente en usos y costumbres. Weston y Tina partieron rumbo a México en 1922: ella, además, iba a sepultar a un marido con el que poco había convivido, que respondía al portentoso nombre de Roubaix de L’Abrie Richey, un apuesto muchacho de Oregon con ínfulas de poeta y pintor, conocido familiarmente como Ruby Richey. Lo que Tina supo tan sólo mucho después fue que Roubaix había sido amante del entonces ministro de Cultura de México, quien invitó a “Rubo”, en diciembre de 1921, a cruzar la frontera e instalarse en el convulsionado país del sur. No duraron mucho tiempo, ni el ministro en su cargo, ni Rubo en este mundo, ya que murió de viruela en febrero de 1922, lo que llevó a Tina a cumplir la piadosa misión de sepultarlo.
De inmediato surgió un acuerdo apasionado entre México y la pareja de fotógrafos, hechizados por el paisaje, la gente, los acontecimientos políticos y las flamantes amistades: Diego Rivera, Frida Kahlo, David Alfaro Siqueiros, Blanca Luz Brum? Weston y Modotti vuelven a los Estados Unidos, pero Tina ha quedado para siempre enamorada de México y regresa, ya definitivamente, el 29 de julio de 1923. Con un nuevo amor, Manuel Álvarez Bravo, recorre el país para ilustrar con sus fotografías el libro de Anita Brenner Ídolos detrás de los altares . En 1927 se afilia al Partido Comunista Mexicano y ayuda a fundar el primer comité antifascista italiano. Luego hay un flechazo (no podía faltar) con Rivera, que la pinta en dos de sus grandes murales: el de la Escuela Nacional de Agricultura en Chapingo y el de la Secretaría de Educación Pública, en la capital. Diego se casa con Frida Kahlo el 21 de agosto de 1929 y la fiesta se hace en casa de Tina, aunque un mes después ésta rompe con el flamante matrimonio, nunca se ha sabido bien por qué pero cabe sospechar de celos no infundados. En diciembre de ese mismo año es la consagración de Modotti como fotógrafa oficial de la Revolución: en la Biblioteca Nacional se inaugura una magna exposición de sus imágenes, presentada como “la primera exhibición fotográfica revolucionaria en México”.
¿Qué diferencia las fotografías de Modotti de la visión mexicana de Eisenstein, en su malograda, nunca terminada epopeya cinematográfica ( ¡Que viva México! ), filmada más o menos en la misma época? Allí donde el genio de Eisenstein compone cuadros de una casi dolorosa belleza, según coordenadas clásicas, Tina desnuda sus ojos de todo lo que no sea “natural”, en el mejor sentido de la palabra. Ella no repara en refinados juegos de luces y sombras, con sutiles matizaciones de claroscuro: para Modotti, lo valioso es la gente, su vida cotidiana, sus mínimos gestos, la altiva presencia de esos seres que siguen habitando un territorio propio, no importa lo que los españoles hubieran aportado. Las líneas paralelas de los hilos telefónicos, las curvas también paralelas de un estadio deportivo, una procesión de característicos sombreros vistos (no sin humor) desde lo alto, una madre cargando a su hijo en un brazo y una canasta en la cabeza, las manos sensibles, trajinadas, del titiritero; todo lo que ve y registra su mirada, desde las mujeres de Tehuantepec hasta un trozo arrugado de papel plateado, desde las vigas de un edificio hasta un cañaveral convertido en inesperado bosque de bambú, desde los desnudos al estilo de Modigliani hasta las flores, “sigue mirándonos a través de los años”, al decir de Neruda en su evocación al comienzo de esta nota.
Por entonces, en 1928, apareció en la trajinada vida de Tina quien habría de ser su gran amor: un dirigente estudiantil cubano, muy joven, Julio Antonio Mella, a quien conoce en un acto de protesta contra el juicio, en los Estados Unidos, de Sacco y Vanzetti. La pasión arrebata a Modotti, es la primera vez que depone las armas y se rinde a un hombre que, bastante menor que ella, no obstante la dirige, la encauza y, sobre todo, la ama de verdad, no la convierte en musa ni en modelo de pintor. La temprana muerte de Mella, en una confusa refriega política, hace caer el telón sobre ese primer capítulo mexicano en la vida de Tina. Una de sus fotografías más conmovedoras (quizá porque es inconscientemente simbólica, casi impersonal en el registro de un objeto común, cotidiano, pero para ella inmensamente significativo) muestra la máquina de escribir de Mella, ausentes ya para siempre las manos de su dueño: casi una sencilla foto publicitaria, sin la menor retórica. Eso que está ahí, sobre una mesa, y que fue el vehículo de tantas ideas, de tantos sueños compartidos.
El idilio ha empezado a agrietarse. En 1930, la acusación absurda: “la fiera y sanguinaria Tina Modotti” (así la califica la prensa oficialista) habría participado de una conspiración para asesinar al presidente de México, Pascual Ortiz Rubio, lleva a que sea expulsada del país. A mediados de 1930 la encontramos en Europa, en la Alemania de la República de Weimar -condenada al fracaso y lista para ungir a Hitler- y en la Unión Soviética, junto a un nuevo compañero de ruta, su compatriota Vittorio Vidali.
Algo muy importante ocurre en ese momento: Tina abandona la fotografía. No volverá a empuñar una cámara, al menos profesionalmente. ¿Por qué? Su explicación es escueta y deja -como tantas otras cosas en su vida- muchos interrogantes: “No puedo resolver el problema de la vida perdiéndome en el problema del arte”. ¿Perderse en el arte, por qué? Es verdad que ella nunca quiso reconocerse como artista, sino más bien como una reportera gráfica (de muy alto vuelo); pero lo uno no impide lo otro, como lo testimonian a diario tantas publicaciones.
Ocurre, quizá, que la otra profunda vocación de Tina, la solidaridad con los marginados y los perseguidos -concretada en la adhesión a una izquierda idealizada-, aprovechó el desengaño mexicano para tomar la delantera. Ya había sido defensora a ultranza de Sandino, en los complejos vericuetos políticos de Nicaragua; ahora se enfrentaba con la Guerra Civil Española. Había pasado por España en 1934 y alternado con intelectuales, artistas y pensadores, entre ellos Unamuno y Ortega, García Lorca y Pedro Salinas. En 1936 se incorporó al tan mentado Quinto Regimiento (“perdimos la guerra, ¿pero quién nos ganó a hacer canciones?”, como entonaba, años atrás, Nacha Guevara) y adoptó el nombre de guerra de María, con el que fue conocida en las Brigadas Internacionales, en tanto que usaba el seudónimo de Carmen para colaborar en la revista republicana Ayuda , que dirigía María Teresa León. En su excelente artículo “Tina Modotti, una vida entre Europa y América”, Laura Branciforte recuerda que “María Teresa León escribió en 1971, desde su exilio argentino: ?Quiero que un día un joven grabe en las rocas de la Sierra de Guadarrama, el nombre que nadie puede borrar de nuestra memoria: Tina Modotti'”.
Terminada la guerra española con el triunfo de Franco, Tina vuelve a México, en 1939, bajo el amparo de la condición de refugiada política, y funda la Alianza Antifascista Giuseppe Garibaldi. Sus enemigos, que son muchos, pretenden echarla nuevamente de su segunda patria, pero el presidente Lázaro Cárdenas anula la expulsión al año siguiente, reconociéndole sus méritos “y todo lo que ha hecho por nosotros en horas muy difíciles”. El asesinato de Trotsky en 1940 la inquieta, no se siente segura, pese a que ya es casi un personaje folklórico en la capital, donde se la aprecia, se la distingue y se la saluda por la calle. El 5 de enero de 1942, toma un taxi en el Zócalo y fallece en él, víctima -dice el informe oficial de los forenses- de un ataque cardíaco. Tiene apenas 45 años y no ha perdido la belleza ni la gracia de la juventud. Circulan, hasta hoy, rumores de que en realidad ha sido un crimen por encargo. Como en muchas otras circunstancias de su agitada vida, una incógnita planea sobre su muerte.
LA NACION