El largo adiós a un ícono contracultural

El largo adiós a un ícono contracultural

Por Hinde Pomeraniec
La frase se la adjudican a Hegel; pronunciada hoy, exhibe un leve tono elegíaco: “La lectura de los diarios es el rezo matutino del hombre moderno”, dicen que dijo. El tiempo suele apaciguar el énfasis; ni la lectura, ni la religión, ni la idea de modernidad significan lo mismo que en tiempos del filósofo alemán. Los diarios, claro, tampoco son lo que eran entonces.
Desde hace al menos cinco años, el diario francés Libération es más popular por sus continuos problemas económicos y sus conflictos internos que por lo que debería ser su principal objeto: la información y el análisis de las noticias. A principios de este mes, se hicieron públicos los problemas financieros que ponen al diario al borde de la quiebra y a un paso de la desaparición. Es cierto: el mal momento de Libération no parece una excepción en el universo de los medios gráficos, que atraviesan en los últimos 15 años un traumático pasaje del papel al soporte digital en el marco de la crisis económica internacional y sometidos a una agotadora discusión sobre el rol del periodismo. Sin embargo, este contexto sólo le suma dramatismo a la cuestión básica que hace tambalear a Libé: su financiamiento, un interrogante que los tiene en ascuas como empresa, pero que también viene poniendo en juego su fidelidad a los principios éticos y políticos que le dieron existencia. Es este panorama sombrío, y lo que parece ser su inminente final, lo que le da sentido a esta pregunta: ¿cuándo y por qué se muere un diario?
Las primeras ideas para su creación surgieron en diciembre de 1972, cuando cinco intelectuales franceses de la izquierda radical, entre quienes se hallaba Jean Paul Sartre, se sentaron a pensar un diario en el que el pueblo tomara la palabra. Un diario independiente, libre, sin jerarquías, no atado a convenciones capitalistas ni a ninguna forma de subsidio estatal. Un diario símbolo del contrapoder, un espacio contracultural. Los efectos del Mayo Francés no se habían esfumado, los jóvenes soñaban con poner el mundo patas para arriba y los mayores, con olvidar la pesadilla de la guerra. Por entonces, frases como “La imaginación al poder” o “Seamos realistas, pidamos lo imposible” significaban mucho más que una inscripción en una remera o la poesía anclada en un afiche. Este ideario impulsaba la acción.
El 5 de febrero de 1973 salió una suerte de número cero, de cuatro páginas. “La política, para Libération, es la democracia directa”, anunciaban, al tiempo que llamaban al debate. En abril, lanzaron otras cuatro páginas y convocaron a la suscripción, con objeto de financiar “un órgano cotidiano completamente libre”. El 22 de mayo hicieron su aparición regular en los quioscos. La dirección estaba en manos del mismo Sartre y del intelectual maoísta Jean Claude Vernier, quienes se retiraron al año siguiente, luego de un fuerte desacuerdo con otro de los fundadores, Serge July, quien a partir de ese momento se convertiría en el referente icónico del diario y tomaría el puesto de director hasta 2006, cuando, acorralado por el desgaste y presionado por los nuevos dueños, sería obligado a ceder el comando de los contenidos.
En los primeros años, el diario respondía a un pensamiento de izquierda radical y animaba a la rebelión, con una línea editorial que incluso apoyaba acciones terroristas de la guerrilla en diversos puntos del mundo. Esto terminó a fines de los años 70, con un primer gran giro que se manifestó en una interpretación menos violenta de cómo debían operarse los cambios políticos. Los problemas económicos comenzaron a atormentar a los trabajadores. Fue entonces cuando el capital hizo su entrada al diario por primera vez, aunque, como los inversores eran conocida gente de izquierda, todos prefirieron ignorar la contradicción. Durante la década del 80, y con el presidente socialista Francois Mitterrand como figura excluyente del panorama político francés, el perfil editorial profundizó su cambio ideológico. De una izquierda combativa se pasó a una socialdemocracia libertaria. Hubo críticas, sí, pero fueron los tiempos de mayor crecimiento del diario y el esplendor, arraigado en una saludable meseta en materia de conflictos internos, se prolongó hasta mediados de los 90.
En aquellos momentos, Libération marcó el rumbo para aquellos que buscaban acabar con un periodismo acartonado, viejo y aburrido. La escritora y periodista Rosa Montero lo recuerda así: “Libération era una voz de referencia para los periodistas españoles. Un espejo en el que mirarse, pero también una fuente internacional que citar, como apoyo, cuando en esos agitados años tras la muerte de Franco la prensa española, o al menos buena parte de la prensa, estaba ayudando a construir el cambio político y social del país”. Jorge Lanata y el resto de los fundadores de Página 12 también vieron en Libération un modelo de irreverencia e informalidad. “Tomamos de Libé la forma coloquial de titular -explica hoy Lanata-, pero le dimos una vuelta más con la introducción del humor y las referencias a frases hechas que significaran algo, como títulos de películas o refranes. La concepción general de Página tiene que ver con Libération.”
En el umbral del siglo XXI, el diario estaba instalado en su comodidad progresista, respaldado por una Francia próspera como parecía ser el resto de Europa. Fuertes en materia de novedad y diseño, fueron también cabeza de playa de calidad en el desembarco de los diarios en Internet. Sin embargo, pocos años después, el sueño de opulencia europea mostraba sus pies de barro y nuevamente Libération salía a buscar financiamiento a cambio de seguir olvidando viejas banderas. Para el experto en medios Martín Becerra, el caso de Libération refleja perfectamente “el predominio actual del factor económico por encima del político-periodístico como fuerza motriz de los medios escritos. No es que en el pasado la economía no fuese importante, pero un proyecto político-comunicacional de izquierda podía funcionar bien dirigido a un segmento no masivo pero fiel”.
En 2005, los grandes números no cerraban y la caída en las ventas era la foto diaria. Entonces aceptaron inyección de fondos de empresarios ajenos a los medios, como el millonario Edouard de Rotschild, dueño de un apellido que sólo podría haberse asociado a Libération décadas atrás en términos irónicos. Para sus viejos lectores, el diario dejó de ser referencia. La decepción creció también por decisiones editoriales que llegaron con los nuevos dueños, como el apoyo al Tratado Constitucional Europeo, en 2005, durante una campaña en la que la izquierda dura había llamado a votar por el no. Sobre el final de la década, mientras se acumulaban los problemas financieros y sus consiguientes correlatos legales, como otra prueba de la decadencia comenzó el éxodo de periodistas y grandes firmas.
El ensayista argentino Dardo Scavino vive en Francia desde hace más de dos décadas y conoce de cerca la mirada de los lectores de izquierda, quienes en virtud de los nuevos hábitos de lectura se identifican más con un sitio online como Mediapart, donde se sigue practicando el viejo periodismo de investigación. “Este Libé está muy lejos del fundado por Sartre: ahora es el diario de los Rotschild”, dice Scavino. “La gran diferencia con un diario de derecha como Le Figaro es que, si bien ambos van a apoyar las políticas neoliberales y son pro EE.UU., Libé además va a apoyar el matrimonio gay.”
A principios de este mes, Bruno Ledoux, uno de los nuevos dueños del diario -empresario inmobiliario sospechado de lavado de dinero-, comprobó el desprecio de periodistas y lectores cuando trascendió su propuesta de trasladar la redacción y convertir al histórico edificio de la Rue Beranger en una suerte de parque temático (“espacio cultural”, lo llama) decorado por Philippe Stark, y su voluntad de explotar la marca del diario en todo tipo de redes y plataformas digitales. ” Nous sommes un journal (somos un diario)”, viene siendo la respuesta de los periodistas desde todo tipo de comunicados, blogs, cuentas en Twitter y Facebook, y, como se estila en los diarios europeos, también desde las propias páginas del diario. Pese a esta muestra de dignidad profesional, se impone una realidad, y es que, como ya lo dijo Sartre, el dinero no tiene ideas.
Los finales son tristes, pero inevitables; la decadencia puede ser penosa. De aquella liberación igualitaria de la palabra que imaginaron quienes dieron impulso al diario, más de cuarenta años atrás, apenas si quedan la historia y el archivo de esos deseos. Todo indica que posiblemente, y en poco tiempo, Libération será una ausencia. Y será, también, esa felicidad profunda y algo infantil de quienes aún bucean en ese museo retórico de los 70, idealizando el pasado y parafraseando a Dickens con aquello de “era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad”.
LA NACION