El escándalo oval… y algo más

El escándalo oval… y algo más

Encerrada en la habitación 1012 del hotel Ritz Carlton en Pentagon City, Mónica Lewinsky bordeaba el colapso nervioso. De tanto en tanto, los agentes del FBI e investigadores de la Oficina del Consejero Independiente (OIC) se turnaban para salir en busca de aire. La OIC es un órgano autónomo nacido del escándalo Watergate como rama investigadora del poder federal por fuera del control del procurador general y el Departamento de Justicia y entonces estaba al mando de Kenneth Starr. Pero la joven ex becaria de la Casa Blanca no podía salir. A ella la retenían entre cuatro paredes desde hacía horas y tampoco mostraban intención de liberarla hasta tanto aceptara cooperar en el caso que podía derribar al presidente de los Estados Unidos, Bill Clinton, por sus excesos sexuales. La presionaban. Debía tomar una decisión. Pero Lewinsky sólo lloraba: entre sorbos a una botella de agua y balbu-ceos reclamaba la presencia de su mamá.
—Tenés 24 años, sos inteligente y lo suficientemente grande. No necesitás llamar a tu mami —la hostigó Jackie Bennet, una de los tres abogados al frente del caso derivado de una demanda civil de la ex recepcionista Paula Jones. La denuncia de Jones, esa que terminaría por destapar los excesos cli(n)torianos en la Casa Blanca, se formalizó en 1994. Pero el hecho había ocurrido en 1991, cuando Bill aún era el gobernador de Arkansas en carrera hacia la presidencia, y ambos se cruzaron en el hotel Excelsior de Little Rock.
El equipo judicial que investigaba el caso Jones tenía pruebas de que Lewinsky había mentido en su declaración jurada como testigo en aquella causa. «Nunca tuve relaciones sexuales con el Presidente», había asegurado por escrito, aconsejada por Clinton, el 7 de enero de 1998. No entendía cómo habían descubierto su coartada. Tampoco por qué Linda Tripp, su amiga y confidente, se había aparecido en la cita para almorzar acompañada por dos agentes con sus placas. Sólo después se enteraría del alcance de la traición de Tripp. Todo lo que alguna vez le había contado sobre su relación con el presidente en carácter secreto estaba documentado.
—¿No hay forma de que esto desaparezca, como el caso Jones…?—tanteó Lewinsky con un hilo de voz.
Michael Emmick, el jefe de los asesores letrados de Starr, fue tajante:
—No.
Tenía sólo 21 cuando ingresó como pasante en la Jefatura de Gabinete de la Casa Blanca en julio de 1995 bajo las órdenes de Leon Panetta, y ya entonces no disimulaba su atracción por Clinton. Hubo flirteos, cruces de miradas, cierta química efervescente en los roces de mano cuando el mandatario saludaba uno a uno a sus empleados en las reuniones de staff. Una vez, Lewinsky se atrevió a más: aprovechó un instante, cuando el presidente pasaba por su lado, para dejar a la vista el elástico de la tanga que salía por fuera de su pantalón.
El 15 de noviembre de 1995, las fricciones partidarias por el financiamiento del presupuesto ante el bloqueo del Congreso pusieron en jaque a Estados Unidos. Todo el staff de la Casa Blanca permaneció trabajando incontables horas para destrabar la parálisis.
La atmósfera estaba tan tensa en el Ejecutivo que el aire se cortaba con cuchillo de untar. Se reflejaba en los ánimos, en las palabras. Fue la tarde en la que el presidente y la becaria se cruzaron, casi en forma casual, a las 20 hs, en la oficina de George Stephanopoulos, director de Comunicaciones de la Casa Blanca. Ella lo saludó y él la invitó a pasar. Y, con un guiño sugerente, Lewinsky le confesó cuánto lo admiraba.
Clinton rió jovial:
—¿Te gustaría conocer mi oficina? —le insinuó.
Atravesaron una puerta que conectaba con el comedor privado y de allí al estudio presidencial detrás del Salón Oval. Y cuando estuvieron a solas…
—¿Te puedo besar…? —le preguntó Clinton. Mónica accedió.
La primera vez fue sólo eso. Ella le escribió su nombre y teléfono en un papel y volvió nerviosa al escritorio. Pero no pudo dejar de pensar en lo excitante, por prohibido, de la situación. Al parecer, tampoco él: dos horas más tarde se asomó otra vez al despacho de Stephanopoulos y la instó a seguirlo. Una vez más.
—¿Sabía usted cuál era el interés del presidente? — la indagaron tiempo después, mucho después, durante la investigación judicial.
—Me lo imaginaba…
A escondidas, en el estudio detrás del Salón Oval, Clinton le desabotonó la camisa para tocarle y besarle los pechos. Mientras el gobierno pendía de un hilo por el colapso administrativo, Lewinsky se entregó al jugueteo de los dedos presidenciales. En un momento sonó el teléfono, y luego nuevamente. Eran Jim Chapman y John Tanner, congresistas demócratas que trataban de salvar la gestión y necesitaban la ayuda de Clinton en el preciso instante en que le bajaban los pantalones.
Colgó y, minutos más tarde, le pidió a la feladora Lewinsky que cesara en su esmero.
—Pero… quisiera completar esto…
No sería esa la oportunidad. Necesitaba confiar más en ella, le explicó, mientras se subía los pantalones.
–Aunque hace mucho que no me hacían una así —se regocijó el demócrata.
Dos días después, Clinton volvió a abrir la bragueta cuando le avisaron que tenía una llamada del republicano Herbert Leon «Sonny» Callahan. Otra jornada se había esfumado en medio del tira y afloje con el Capitolio y, al llegar la noche, el presidente le pidió a Lewinsky que le alcanzara unas porciones de pizza a su des-pacho. Al verla, extrajo su miembro y la invitó a imitar la dinámica legislativa mientras dialogaba con el congresista de Alabama.
—¿Sabés? —le dijo al final de aquella vez—, a menudo estoy por acá los fines de semanas, bastante solo… Podés venir a verme…
Y así continuaron los encontronazos furtivos durante los meses de diciembre, enero y febrero. Ya para 1996 Lewinsky había sido contratada en la Oficina de Asuntos Legislativos de la Casa Blanca y sus repetidas visitas al Salón Oval se volvieron comentario entre los guardaespaldas del Servicio Secreto.
—A menudo se la veía los fines de semana en el Ala Oeste de la Casa Blanca—certificó el oficial Lew Fox a los investigadores de Starr.
Otro agente, John Muskett, declaró que «si el presidente in-gresaba al Salón de Recepciones Diplomáticas, muchas veces coincidía que Lewinsky pasaba por el pasillo para buscarlo». En una ocasión, uno de los escudos presidenciales, William Bordley, la interceptó porque no llevaba el pase que la autorizaba a estar en aquel lugar. Clinton salió de su despacho para intervenir en su favor y hacerla pasar.
Lewinsky partió media hora más tarde.
—Acordamos que él dejaría la puerta de su oficina entreabierta y yo pasaría por allí con algunos papeles y entonces… bueno, él me llamaría y me invitaría a entrar—detalló Lewinsky en la causa.
—Ese domingo (7 de enero de 1996), el presidente se asomó y me preguntó: «¿Viste a alguno de los jóvenes del staff legislativo hoy por acá?» —rememoró el agente Fox—. Le contesté que no y él agregó: «Porque estoy esperando a uno. ¿Podrías avisarme cuando llegue?», a lo que le dije que sí. Hablando con otro agente en el pasillo, especulamos sobre quién podría ser. «Morocha», sugerí…
Al poco tiempo, Lewinsky apareció por el pasillo y lo saludó.
—Tengo unos papeles para el presidente.
Fox la anunció en el Salón Oval.
—Está bien, podés cerrar la puerta —le ordenó Clinton—. Se va a quedar un rato.
Aquel día, tras la rutina sexual en el baño presidencial, se sentaron a conversar en el despacho oval. El mandatario se mostraba algo desilusionado porque había querido retribuirle sus atenciones sexuales pero esta vez fue Lewinsky quien lo detuvo. Estaba menstruando. Pero no faltaría oportunidad.
Clinton jugaba con un habano entre sus labios cuando, de pronto, lo tomó en una mano y lo estudió con atención. Sus ojos se pasearon del puro a Lewinsky y otra vez al habano e interrogó a su amante con cierta libidinosidad en la mirada.
Lewinsky entendió:
—También podemos hacer eso… en algún momento…
El 31 de marzo de 1996, mientras la primera dama estaba de viaje por Irlanda, el presidente concretó el Operativo Habano que nada tenía que ver con Fidel Castro.
—Y en esa oportunidad, se concentró en mí casi exclusivamente —se sonrojó la ex becaria. Le bajó el corpiño y le acarició la entrepierna y, en determinado momento, extrajo un habano y lo enterró en la vagina de Lewinsky. Luego se lo llevó a los labios.
—Sabe bien… —indicó.
Nadie se atrevió a preguntar si también se lo fumó. Tiempo después, las prioridades cambiaron. Y también el destino de la relación. Con la primavera de 1996 despuntaba también la campaña hacia las presidenciales de fin de año. Antes debían sortear las elecciones primarias. Y si Clinton y su equipo querían tener una chance para ser reelectos, alguien debía hacer algo para frenar al presidente. Y así lo hicieron.
—Recibí una llamada de una becaria que despidieron. ¿Sabés algo sobre eso?
Bill Clinton estaba repasando la agenda con Evelyn Lieberman, vicejefa de Gabinete, cuando coló la consulta que daba vueltas en su cabeza desde la llamada de Lewinsky para alertarlo. Aunque imprevista, la funcionaria entendió de inmediato a quién se refería.
—Sí —fue su respuesta.
—Ah… ¿y quién la despidió? —insistió el presidente.
—Yo.
—Ah… okay.
Lieberman no confiaba en Mónica Lewinsky. Su trabajo consis-tía en resguardar al jefe de Estado, incluso de sus propias tentacio-nes. Y el merodeo frecuente de la ex becaria por el Salón Oval ya era un chisme de pasillo. Ella misma la había reprendido en más de una ocasión por contornearse por los alrededores del despacho presidencial sin motivos para hacerlo.
—Era lo que llamábamos una «trepa»… siempre rondando por donde no debía…—ilustró Lieberman ante el Gran Jurado con-vocado para evaluar, en agosto de 1998, los testimonios y pruebas de la investigación del fiscal independiente Kenneth Starr.
Leon Panetta, el jefe de Gabinete de Clinton, estuvo de acuerdo con la decisión de su subordinada Lieberman de trasladarla al Pentágono. Cuando se lo comentó al mandatario, su reacción originaria fue de sorpresa, aunque pronto lo entendió: «Todos deben cuidarse frente a la campaña por la reelección que se aproxima», le explicó. Así que Clinton citó a la joven para reconfortarla en su despacho el domingo 7 de abril de 1996. Tras conminarla a lamer su miembro mientras atendía una llamada de su gurú político Dick Morris, le prometió que de ganar las elecciones en noviembre la haría volver a la Casa Blanca y podría elegir el puesto de trabajo que quisiera. Promesa que ya no recordó cuando el Gran Jurado lo interrogó al respecto dos años después.
—Jamás diría una cosa así. Eso no estaría bien…
Entre abril y diciembre de 1996 no hubo contacto físico, aunque las llamadas telefónicas siguieron, al igual que los roces ocasionales, como el del cumpleaños 50 del presidente en el Radio City Music Hall. Clinton saludó a cada uno de los invitados, casi todos importantes donantes de su partido y, al pasar junto a Lewinsky, le rozó la entrepierna con la mano.
—¿Qué hacía que su relación con el presidente siguiera adelante?—sondeó uno de los integrantes del Gran Jurado en agosto de 1998 a la ex becaria—. A lo que me refiero es… ¿qué la motivaba?
—Me enamoré…
—¿Perdón…? No la escuchamos…
—Me enamoré… —repitió la interpelada.
—Cuando lo mira en retrospectiva, ¿fue amor u obsesión sexual?
—Más amor con un poco de obsesión. Pero definitivamente amor.
—A ver… usted dice que su relación era más que sexo oral. Digo, no es que salían en citas o hacían nada de lo que hacen las personas normales. Entonces, ¿qué más tenía ese vínculo?
—Oh… pasábamos horas hablando por teléfono… Era algo emotivo…
—¿Sexo telefónico?
—No siempre… En algunas ocasiones, sí. Pero también hablábamos. Digo, interactuábamos.
Clinton la llamaba para tener sexo telefónico cuando Hillary se iba de viaje: a Denver (21 de mayo de 1996), Praga y Budapest (5 y 6 de julio), Las Vegas (22 de octubre) y Bolivia (2 de diciembre). El 19 de julio, antes de partir hacia los Juegos Olímpicos de Atlanta, también discó el número de su casa a las 6:30 de la mañana.
—¡Buen día! —exclamó satisfecho al terminar—. ¡Qué manera de arrancar la jornada!
Una noche, el teléfono de Lewinsky sonó y el presidente la saludó desde el otro lado.
—¿Cómo estás?
—Bueno… La verdad es que bastante triste… —la distancia empezaba a hacer mella en el estado de ánimo de Lewinsky.
—No quiero hablar de tu trabajo esta noche —la interrumpió—. En la semana te llamo y conversamos sobre el tema. Hoy quisiera hablar de otras cosas… Lo que sólo podía significar una cosa: sexo telefónico. Y así fue.
Pero en la semana siguiente, Clinton la dejó esperando. Con todo, la joven no se desilusionaba, y el 14 de febrero de 1997 le dedicó un mensaje en código por el Día de San Valentín en uno de los diarios nacionales más importantes, el Washington Post. Lo apodó «Guapo» y le transcribió unas líneas de Romeo y Julietacon una «M» como firma.
A las dos semanas, Lewinsky recibió una invitación de la secretaria privada de Clinton para presenciar la grabación del mensaje radial semanal del jefe de Estado en el Salón Roosevelt de la mansión. Y allí concurrió, enfundada en un vestido azul.
—Ahora, dirigiendo su atención hacia aquel 28 de febrero de 1997, el día que vistió el vestido de noche azul… —apuntó el Gran Jurado en su interrogatorio de 1998.
—No es un vestido de noche —cortó Lewinsky.
—OK, disculpas. ¿Cómo lo describiría entonces?
—Es un vestido de trabajo, un vestido «casual».
—Con respecto a ese vestido, mencionó que creía que había semen sobre él. ¿Podría describir lo que hizo con el presidente que le hiciera pensar eso? Imposible de olvidar. Al término de la audición, la secretaria de Clinton la condujo hasta el Salón Oval.
Lo vio y se abalanzó para besarlo pero el presidente no quería arruinar el sentimental libreto que tenía pre-parado. Primero le entregó unos obsequios, un libro y un adorno para su cabello, y luego le comentó que había visto el mensaje en el diario. Suficiente romanticismo. La llevó al baño, le desabotonó el vestido y le comenzó a sorber los pezones como lactante. Ella bajó su mano hasta sus testículos para sujetarlos por encima del pantalón. Arrancó su camisa y le humedeció el pecho con los labios.
Bajó hasta su cintura y le dio sexo oral hasta el punto de ebullición cuando, como siempre solía hacer, Clinton la frenó. —Le dije que me preocupaba por él y quería que termina-ra —explicó a sus interrogadores Lewinsky—. «No quiero que te vuelvas adicta a mí ni yo adicto a vos», me respondió. Le dije que no quería defraudarlo… Y, por primera vez desde 1995, el presidente se rindió a la labor de Lewinsky.
—¿Cuándo fue que comenzó a pensar que podía tratarse de
semen en su vestido?
—No soy una persona muy organizada. No limpio mi ropa hasta que me la vuelvo a poner. Y, en ese momento, lo primero que pensé es «Uy, está sucio». Y luego me acordé de cuándo había sido la última vez que lo había usado: cuando había visto al presidente…
—Entonces, en ese momento, no estaba segura de lo que era. ¿Por qué le dijo a Linda [Tripp, su amiga y confidente en el Pentágono] que creía que era semen? —insistió uno de los miembros del Gran Jurado.
—Creo que sólo surgió durante una charla, como algo gracioso, raro. Y cuando vino a mi casa, la vez siguiente, se lo mostré: «Mirá, ¿querés ver esto? Es lo que te había comentado…»
El 24 de mayo de 1997 Clinton terminó la relación. Ya había excesiva cantidad de rumores circulando, demasiados susurros y confidentes dentro y fuera de la Casa Blanca. Tripp entre ellos, aquella mujer a quien Lewinsky le había confiado cada detalle de su relación y las frustraciones por la abrupta separación. Nunca supo, hasta el final, que la estaba grabando. ¿Por qué lo hizo Tripp? «Por motivos patrióticos», aseguró, aunque otros creen que buscaba su propio negocio. En enero de 1998, todas las pruebas estaban en manos de Starr y la Oficina del Consejero Independiente.
Atrapada por el FBI y los fiscales, Lewinsky aceptó cooperar a cambio de inmunidad: entregó e-mails, cartas y aceptó dar su testimonio ante un Gran Jurado en agosto de ese año. El vestido azul fue la prueba crucial: el FBI cotejó las manchas con una muestra de ADN de Clinton. Era semen, con una coincidencia genética inapelable.
Frente a las evidencias, el jefe de Estado aceptó finalmente su responsabilidad el 17 de agosto de 1998:
—Lo que comenzó como una amistad terminó en esta conducta. Una conducta íntima inapropiada —detalló al Gran Jurado.
¿Una relación sexual? No. Según la teoría de Clinton, «no puede haber relación sexual sin penetración vaginal». Y con Lewinsky nunca la hubo.
—La mayor parte de los estadounidenses medios comparten esta diferencia—zanjó el presidente.
El informe Starr fue evidencia suficiente para que el Congreso avanzara en un juicio político contra Clinton por perjurio y obstrucción de Justicia. Pero no para destituirlo. El 12 de febrero de 1999, sólo 50 de 100 senadores lo hallaron culpable frente a los 45 demócratas que cerraron filas en forma corporativa. Se necesitaban dos tercios para condenarlo. Quedaron a 17 votos de conseguirlo.
TIEMPO ARGENTINO