24 Mar Apócrifos verdaderos
Por Gustavo Santiago
Es de suponer que quien se encuentre con este llamativo libro experimentará, sucesivamente, sorpresa, desconfianza, placer. Las dos primeras sensaciones surgen inmediatamente con sólo ver el título: Sócrates y los socráticos. Cartas . Que existan cartas de los filósofos llamados “socráticos” (Antístenes, fundador de los cínicos; Aristipo, presunto fundador de los cirenaicos; Jenofonte, una de las principales fuentes, junto con Platón de la filosofía socrática) no resulta especialmente llamativo. Se sabe que la escritura epistolar fue uno de los canales privilegiados para difundir doctrinas filosóficas o religiosas en la Antigüedad. El nombre que genera sorpresa es, indudablemente, el de Sócrates. Porque todos hemos escuchado desde siempre que Sócrates no dejó escrito alguno. Es aquí donde, inevitablemente, hace su aparición la sospecha: “¿Serán auténticas?”. Y, si las de Sócrates no lo son, ¿por qué confiar en las otras?
La respuesta a estas preguntas puede encontrarse en el estudio preliminar de Claudia Mársico, destacada investigadora en filosofía antigua, que tiene a su cargo, además, la traducción y las notas que acompañan el texto. Allí se muestra cómo, si bien no hay unanimidad en la datación de cada una de las treinta y cinco cartas que componen el volumen -siete atribuidas a Sócrates, el resto a los socráticos-, buena parte de los especialistas coinciden en que un grupo de ellas corresponde al siglo III a. C. y otras van del siglo I al III o IV d. C. Se trata, por tanto, de cartas apócrifas. Pero eso no quiere decir que se las deba despachar livianamente como “falsas”. Por un lado, porque han sido escritas en el espíritu de Sócrates y sus discípulos. No con ánimo de engañar a los lectores, sino de difundir un cuerpo de pensamiento. Por otro lado, porque la antigüedad de los textos hace que sean valiosos por sí mismos. Una vez superado el escollo de la autenticidad, lo que queda es entregarse al disfrute de los textos.
Entre las cartas atribuidas a Sócrates se destacan -tanto por su contenido como por su mayor extensión- una dirigida a Arquelao, rey de Macedonia, y una de las tres dirigidas a Querefonte, aquel que en la Apología de Sócrates escrita por Platón era presentado como quien había consultado al oráculo acerca de la sabiduría de Sócrates. La primera de las cartas es una respuesta de Sócrates a una invitación de Arquelao a instalarse en su corte. Los argumentos que presenta para rechazar tal ofrecimiento son plenamente verosímiles: a Sócrates no le interesan ni el dinero ni la fama ni el poder. Sócrates filosofa por obediencia a un mandato divino que, además, lo compromete particularmente con su patria: Apolo le ha confiado la misión de contribuir a la formación de ciudadanos honestos a los que debe mantener despiertos como si él fuera “un tábano”. Un pasaje de la carta puede resultar muy atractivo para quienes, siguiendo la senda abierta por Foucault en sus estudios sobre la Antigüedad, se interesen por “el cuidado de sí” y “el gobierno de sí y de los otros”. Al parecer, el ofrecimiento de Arquelao incluía la posibilidad de que Sócrates gobernara una parte de su reino. Para ello, lo invitaba a dirigirse a Macedonia “no como súbdito sino, al contrario, como gobernante tanto de los demás como de ti mismo”. La respuesta de Sócrates es tajante: “No sé gobernar, y como no sé, no preferiría reinar más que pilotear un barco sin saber”. En la carta a Querefonte, Sócrates justifica su desapego por las cosas materiales y diserta a propósito de la mejor herencia que puede dejarse a un hijo. Contrariamente a lo que piensa la mayoría, Sócrates afirma: “Yo no voy a dejar a mis hijos oro, sino algo más valioso que el oro: amigos adecuados”. El resto de las cartas atribuidas a Sócrates tiene como destinatarios a Critón, Fedón y Jenofonte.
En cuanto a las cartas de los socráticos, uno de los temas recurrentes (en los textos atribuidos a Jenofonte, Aristipo y Esquines) es el de la muerte de Sócrates. Otro foco de interés puede situarse en las ríspidas disputas sostenidas por Aristipo, el hedonista cirenaico, y Antístenes. Estando Aristipo al servicio de Dionisio de Siracusa, recibe el llamado de Antístenes, a vivir austeramente. Aristipo le responde haciendo gala de un delicioso manejo de la ironía al contarle sus “sufrimientos”: viste lujosamente, bebe los mejores vinos; “padece”, además, el hecho de que el tirano le ha “regalado tres mujeres sicilianas elegidas por su belleza y muchísimo dinero”.
Apócrifas, es cierto. Pero no por ello menos valiosas. Las treinta y cinco cartas que componen el volumen constituyen una imperdible invitación a sumergirse en el clima de pensamiento que se vivía en los orígenes mismos de la filosofía.
LA NACION