Un viaje por la cuna y la historia del champagne

Un viaje por la cuna y la historia del champagne

Por Javier Navia
El valle del Marne es una tierra de milagros comprobados. El más antiguo de ellos ocurrió una noche de 1670 en la cava de la abadía de Hautvillers. Su abad, Dom Pierre Pérignon, sobresaltado por el estallido de una botella, descendió a la fría y cavernosa bodega y tras probar el vino derramado despertó a los demás monjes con un grito que hoy es célebre: “¡Venid, hermanos, venid! ¡Estoy bebiendo estrellas!”. Por supuesto, se trataba de champagne.
Un segundo milagro ocurrió en este valle poco antes de la vendimia de 1914. La Primera Guerra Mundial había estallado semanas atrás y el ejército del Káiser avanzaba imparable hacia París. A comienzos de septiembre, cuando las uvas estaban listas para recogerse, los obuses alemanes podían oírse desde la capital. Pero mientras el gobierno temiendo lo peor se retiraba a Bordeuax, el general Gallieni, gobernador de París, reunió a todos los taxis de la ciudad -unos 600 Renault AG- y trasladó en ellos hasta el poco distante frente a los últimos reservistas. Más que su influencia táctica, el efecto que en la moral del ejército francés produjo este movimiento detuvo la desesperada retirada y frenó en seco a las divisiones alemanas. La batalla pasó a la historia como “el milagro del Marne”, y los alemanes fueron obligados a cavar trincheras dando comienzo a una nueva y brutal forma de guerra que por cuatro años tiñó de sangre los viñedos. Durante el resto del conflicto la capital no volvió a verse amenazada. Nunca hubo una cosecha 1914, pero París se salvó.
Casi un siglo después gran parte de los taxis parisinos son alemanes. Uno de ellos me conduce en esta tarde gris de mayo hacia Epernay, en el corazón de la Champagne-Ardennes, la región donde estos milagros ocurrieron. Al día siguiente, tendré el privilegio de asistir en la abadía de Hautvillers -en la que hoy descansan los restos del monje que por accidente descubrió el método para que las botellas no estallaran y las estrellas se mantuvieran dentro- a la presentación del vintage 2004 de Dom Pérignon, un champagne que cuando salga al mercado se beberá en las mesas más elegantes de París y el mundo.
Mientras el Mercedes avanza por la autopista A4, que une París con Reims, las pequeñas parcelas de cada viñedo se suceden. El verde intenso de la campiña francesa estalla de vez en cuando en amarillo, ya que en la zona también se produce aceite de canola, cuya flor, de ese color, invade en primavera los campos. Los únicos vestigios de la guerra son decenas de cementerios militares en los que la mayoría de las tumbas no poseen nombre, y monumentos al heroísmo esparcidos aquí y allá por toda la región. Pero cuando atravieso cualquier pueblo, el tiempo parece haberse detenido en él. Calles angostas, casas de piedra, iglesias medievales son características comunes de estos poblados en los que la modernidad sólo se atisba en los suburbios, donde supermercados, cadenas de comida rápida y playas de estacionamiento recuerdan que estamos en el siglo XXI. Así también es Vinay, el pueblito donde el taxi se detiene. Allí me reúno con el grupo de periodistas e invitados especiales -como grandes clientes de la marca o restauranteurs – que me acompañará en este viaje por la cuna del champagne. A la mañana siguiente, temprano parto hacia mi primer contacto con la bebida que he venido a descubrir. La cercana Hautvillers espera.

SPA DE LUJO
En una hermosa maison sobre una loma, desde la que puede contemplarse buena parte de la vallée de la Marne , aguarda el enólogo Richard Geoffroy, jefe de cava de Dom Pérignon desde 1998. Antes de verlo me invitan a ingresar en una suerte de burbuja plástica trasparente con forma de cubo dispuesta en el jardín. En ella, aislado de distracciones para los sentidos, me aguarda una silla y una mesa, igualmente transparentes, con el sello de Philippe Starck. Sobre la mesa, una pequeña libretita y una copa de Dom Pérignon 2004. Se trata de una degustación individual, pero se parece a un spa de lujo. Durante varios segundos no tocaré la copa y acomodado en la silla sólo me deleitaré con la vista. Suena una música relajante que, luego me explicarán, fue especialmente encargada para la degustación. En otras burbujas, a mi lado, periodistas especializados en vino ya toman nota de sus impresiones. Yo no soy un especialista ni un catador, y deconstruir sabores para detectar dejes de cereza o vainilla no es lo que más disfruto cuando pruebo un champagne u otro vino. Así que haciendo a un lado la libretita, me dispongo simplemente a gozar de la experiencia. La primera impresión es el aroma y aquí es importante una aclaración. El champagne no fue servido en una clásica copa flauta, sino en una copa de vino blanco. En todo el viaje no me servirán una sola vez en una copa flauta y, por el contrario, me hablarán muy mal de ellas para apreciar en todo su esplendor un buen champagne. Así que decido que al regresar a Buenos Aires tendré que cambiar mis copas. Vale la pena. Una copa abierta permite, antes de llevar la bebida a la boca, advertir plenamente su perfume. Otro detalle son las burbujas, las famosas estrellas: son diminutas cuando el espumante es de calidad. Finalmente lo pruebo y estoy seguro de no haber tenido antes oportunidad de tomar algo así. Como no soy experto, me ahorraré los detalles. Pero la experiencia es muy positiva.
Después de abandonar la carpa, ya en el interior de la maison , es Geoffroy quien aporta las especificaciones. Aclara para quienes no lo saben que Dom Pérignon no produce un champagne todos los años. Sólo lo hace cuando él en persona determina que una cosecha en particular encierra sabores únicos, producto de factores climáticos especiales. Así fue el caso de 2003 (el vintage que hoy está disponible en Buenos Aires a unos 1200 pesos la botella) y así lo fue en 2004. En general, explica, el champagne se produce a partir de tres uvas: pinot noir, chardonnay y pinot mounier. Pero esta última, más rústica, sólo se la emplea para compensar sabores. Una particularidad de Dom Pérignon es que sólo utiliza pinot noir (en mayor parte) y chardonnay.
Tras despedirnos de Geoffroy, la siguiente parada es la abadía de Hautvillers, levantada hacia el 650 dC. La temperatura parece descender un par de grados al ingresar en este templo donde descansan los restos de Dom Pierre Pérignon. Por la noche, acá tendrá lugar la comida en la que la casa, perteneciente al grupo empresario LVMH, formalmente presentará el vintage 2004. Pero ahora, cerca del mediodía, sólo los pasos de unos pocos visitantes retumban ante el altar. Desde tiempos de los romanos, en la región se produce vino y durante siglos parte de los viñedos pertenecieron a los monjes benedictinos. Todo cambió con la Revolución Francesa, en 1789, cuando los monjes debieron irse. Pero en 1823 Pierre-Gabriel Chandon compró los terrenos y salvó el edificio. Sólo un siglo más tarde, en 1921, salió a la venta la primera vintage con el nombre precisamente de Dom Pérignon, un homenaje a quien, con el método hoy conocido como champenoise , cambió la historia de esta bebida.
Luego del almuerzo me espera Epernay, la capital de la región. Allí tienen su sede algunas de las principales bodegas. Me dirijo a Moët & Chandon, ubicada en un edificio que por fuera parece una fábrica más, pero que debajo de la superficie esconde nada menos que 28 kilómetros de cavas. Los romanos descubrieron que en esta parte de Francia el suelo es de tiza y realizaron excavaciones para extraer este material, que utilizaron en la construcción de casas. Con los siglos, los lugareños advirtieron que las cavernas subterráneas dejadas por los romanos servían perfectamente para la guarda del vino, ya que en ellas la temperatura siempre oscila entre los diez y los doce grados. “La temperatura ideal para servir un champagne”, explica la guía pelirroja que me conduce por esas frías catacumbas colmadas de botellas. La altísima humedad que conserva la tiza hace que el piso esté siempre mojado y uno imagina que en lugares así es donde los franceses dejan madurar esos quesos tan olorosos como sabrosos. Cada día, especialistas se ocupan de rotar a mano cada botella, lo que permite la concentración de los sedimentos. Más tarde, se colocarán las botellas invertidas en 45 grados para que esos sedimentos se acumulen en el cuello de las botellas, que por ahora permanecen tapadas con una tapa corona común. Luego, se congelará el cuello de cada botella, se la destapará, la presión liberada dejará salir parte del champagne congelado y se decapitará (es la palabra que les encanta usar a los franceses) el contenido donde se acumularon los sedimentos. Finalmente, se agregará un licor de expedición y se taparán las botellas con corcho natural. Tras esperar un tiempo más (crear champagne es un trabajo de paciencia), la última etapa de la producción consiste en lavar las botellas y etiquetarlas.
Cuando la noche se posa sobre el valle, estamos listos para el evento mayor. Nuevamente, una combi nos conduce al poblado de Hautvillers, a 15 minutos de Vinay. Al pie de la abadía ahora iluminada, Geoffroy y otros directivos de la marca dan la bienvenida a los invitados, llegados desde todo el mundo para la revelación del vintage 2004. Para mí, que lo había probado en la degustación de la mañana, el evento, creía yo, tendría menor sorpresa. Me equivocaba. Con cada plato que desfilaría ante los comensales, sentados a lo largo de dos extensas mesas en los jardines del monasterio, se revelarían facetas diferentes de este champagne. Sobre el final de la velada, que incluye cangrejo grillado y caviar Prunier Saint James, llega otra sorpresa: los mozos sirven Dom Pérignon 1970. Si hay un paraíso para los amantes del champagne debe de ser aquí, esta noche.

EL SUEÑO DE KRUG
A la mañana siguiente, la mayoría de los invitados parte a sus países de origen. Pero para mí el viaje no ha terminado. Sin rastros de ningún exceso de la noche anterior, pero ciertamente prefiriendo un café expreso a una copa de espumante, llego temprano a la rue Coquebert, en Reims, la mayor ciudad de la zona. Allí me espera Margaret Henríquez, una ejecutiva venezolana que preside Krug, la casa que produce uno de los cinco mejores champagne del mundo, según un ranking de la revista británica Wine Spectator. Mi viaje a la cuna del champagne sigue en ascenso. Henríquez es una gran conocedora de la Argentina, ya que vivió en Buenos Aires entre 2001 y 2009, cuando estuvo al frente de Chandon Argentina. Cuando Krug, también perteneciente al conglomerado de lujo LVMH, la convocó, lo hizo pensando en cómo tornar más conocida a esta marca de extraordinaria calidad. Afortunadamente en su despacho me esperaba un café y, luego sí, más champagne. A diferencia de Dom Pérignon, me explica Henríquez, Krug sí produce un champagne todos los años, siguiendo los preceptos establecidos en 1848 por el fundador de la casa, Joseph Krug, un alemán que cruzó el Rin y se nacionalizó francés. Krug consideraba que los años de las cosechas son un buen dato para los especialistas, pero el gran público sólo espera placer cuando descorcha una botella. “Ese placer -escribió Krug en un cuaderno que Henríquez me enseña- debemos proveérselo todos los años.” Por eso esta marca no deja de producir su Krug Grande Cuvée, mezclando uvas de diferentes viñedos y añadas, pero todas de la mejor calidad (grand cru y cru premier).
Tras recorrer sus cavas, apenas algo menos extensas que las de Möet & Chandon, visito en la misma ciudad la Maison Veuve Clicquot. La historia de esta casa, mucho más conocida en la Argentina, es tan célebre como la del monje de Hautvillers, y refiere a Madame Clicquot, una mujer que quedó viuda ( veuve , en francés) antes de los 30 años y heredó de su difunto marido una casa de champagne. Fue ella la inventora del método de girar diariamente a mano las botellas.
Cuando el día termina y ceno solo en la hostería, rechazo por primera vez el excelente champagne que me ofrece el sommelier y pido agua. Ya han sido demasiadas estrellas para mí.
LA NACION