Sesenta años por el ajedrez

Sesenta años por el ajedrez

Por Federico Amigo
Entre Parque Centenario y Mar del Plata hay, al menos, 410 kilómetros y algo más de cuatro horas de viaje. Para Eduardo Figueroa, ganador del primero –1953– y del último –2013– de los premios Evita de ajedrez, hay también seis décadas. Todas esas distancias, sin embargo, se achican. Son fotografías recientes. Son dos imágenes ensimismadas en su memoria: él, a los 14, se llevó los Juegos Evita en la categoría juvenil y recibió el trofeo en el parque porteño; Él, a los 74, volvió a obtener el premio, ahora en la categoría adultos por equipo, en Mar del Plata donde subió al escenario para levantar la copa como capitán del grupo que representó a la Ciudad de Buenos Aires y que superó a los participantes que defendieron a 21 provincias.
Siente, de todos modos, que falta algo para completar la historia. “Mi fantasía es que me entregue el premio Cristina Kirchner como antes me lo dio Juan Domingo Perón. El Pibe Figueroa de 14 años –así lo apodaban en su momento– se convierte, por una situación especial, en el Pibe Figueroa de 74 años. Hay un punto en el que se unen”, dice, con los ojos saltones detrás de unos anteojos marrones mientras mueve las piernas hacía atrás y hacía adelante, como para calibrar su emoción. Sabe que sería la escena final de una película que comenzó en 1953 cuando se convirtió en el primer campeón argentino infantil de ajedrez de los Juegos Evita, que nacieron, con otras competencias, en 1948 y que se volvieron a disputar a partir de 2003. Sucede que en el ’53 Figueroa, curtido en una familia obrera y peronista, recibió la copa plateada de manos de Juan Domingo Perón. “No era muy consciente. Estaba obsesionado con que me regalaran una moto, la Siambretta. Pero las habían dado hasta el año anterior”, reconstruye sobre aquel día en el que abrazó con afecto al General cuando subió a buscar su trofeo en el recién estrenado anfiteatro del Parque Centenario. De ese momento sólo guarda recuerdos: “No tengo fotos. Ahora pienso en eso y seguramente no teníamos cámara porque no había plata para eso.”
El evento, además, llegó en un momento complicado en su casa: habían echado a su padre Eduardo Manuel, empleado municipal, hacía unos pocos días. Figueroa, entonces, pensó su jugada y definió sus movimientos: tomó una hoja, una lapicera y escribió una carta explicando la situación. Y, mientras recibía su premio, se la entregó al líder; 48 horas más tarde el viejo recibió una notificación con membrete de la Presidencia de la Nación en la que la avisaban que lo reincorporaban de inmediato en su cargo de inspector. Nunca más lo perdería.
Hasta los 13, el Pibe Figueroa, como la mayoría de los jóvenes de su edad, corría detrás de una pelota de cuero. El fútbol ocupaba su tiempo libre. De hecho, un tío que era masajista de Boca quería llevarlo al club azul y oro para que hiciera allí las inferiores. Había tanteado a sus contactos para que entrara en la novena. Un taller a contraturno de la Escuela Estatal General Justo J. de Urquiza de Flores en la que estudiaba cambió todo. Figueroa se enteró que, por la tarde, había una actividad para aprender a jugar al ajedrez. La redonda quedó a un costado. El tablero y 32 piezas comenzaron a formar su espacio lúdico. También empezó a transitar el Círculo de Ajedrez Vélez Sarsfield, el club de su barrio. Enseguida incorporó los conceptos básicos. “Me enganché y empecé a entrenarme. La gente mayor me veía con talento”, cuenta sobre su arranque meteórico en el que en unos pocos meses logró coronarse en los Juegos Evita.
Pero en 1966, después de ganar más torneos, partidas y premios nacionales, se fue alejando del ajedrez. El lunes 19 de diciembre de ese año su nombre apareció, entre los titulares sobre Vietnam, sobre Juan Carlos Onganía y sobre Franz Beckenbauer, en el costado inferior de la tapa del diario Clarín: “Figueroa perdió su invicto ante Bazán, en el campeonato argentino”, dice el papel prensa. La noticia era que lo que habían derrotado. Su madrina, con lo que no hablaba hacía tiempo, creyó que era el momento de escuchar la voz de su ahijado. Lo llamó por teléfono. “¿Qué pasó nene que perdiste?”, lo interrogó en tono casi inquisitorio. “Tomé conciencia y me sentí responsable. Dejé de jugar. Una cosa es cuando él niño juega libremente y otra cuando se siente responsable”, explica. El ajedrecista supo que el juego ya no era sólo un juego: había presiones y compromisos que no le interesaban. Y, encima, necesitaba dinero: “El único premio que te daba era algún viaje. Me encontraba con elogios, pero el bolsillo no crecía”.
El estudio –se recibió de administrador de empresas y después de psicólogo social– lo alejó del tablero. Hasta hace tres años su conexión con el también llamado juego ciencia era virtual: pasaba hasta cinco horas, sin parar, compitiendo en Internet. “A cualquiera hora”, acota Carmen Varela, su mujer. Pero en el 2010 volvió a disputar partidos y, desde ese entonces, se mantiene como el campeón de la Ciudad de Buenos Aires. Su esposa, como para motivarlo, desempolvó el trofeo que le había entregado Perón y lo mandó a restaurar. “Lo llevé a un lugar y resultó ser donde habían hecho la copa. No lo podían creer”, cuenta sobre el premio que, ahora, está bien a la vista en el living de su casa, junto al de los Juegos Evita 2013 en el que Figueroa fue el primer tablero del equipo porteño y ganó sus siete enfrentamientos.
“En Mar del Plata había una posición en la que ya tenía ganada la partida y mis compañeros se preocuparon. Me preguntaban –cuenta Figueroa– por qué pensaba tanto. Yo quería ver buscar la mejor jugada. Eso me entretenía y me gustaba”.
Su próximo movimiento involucra a Cristina Kirchner. Quiere darle un abrazo sostenido y escribir otra carta, como aquella que le entregó a Perón. No pretende pedirle trabajo ni favores. Sólo agradecerle. “Me gusta mucho, desde distintos lugares, la Presidenta. Cristina tiene el coraje de hacer cosas que nadie se animó a hacer. Y yo, en realidad, soy un humanista”, dice Figueroa, el niño que piensa cerrar la jugada que, sin saberlo, comenzó sesenta años atrás.
EL GRAFICO