04 Feb Philip Seymour Hoffman, el hombre de los mil rostros
Por Natalia Trzenko
La última noticia, una información del sábado, decía que Philip Seymour Hoffman había seleccionado a Amy Adams y Jake Gyllenhaal para que fueran los protagonistas de su segunda película como director, Ezekiel Moss. Pero el domingo esa novedad sobre el trabajo del prolífico actor e incipiente director quedó en el olvido. Apenas una anécdota cuando, al promediar la tarde del domingo, desde Nueva York llegó una alerta que barrió con todo: Philip Seymour Hoffman había sido encontrado esa mañana sin vida en su departamento de Greenwich Village. El actor, que en 2006 ganó un premio Oscar como mejor actor por su interpretación de Truman Capote, tenía 46 años y una carrera entre el teatro y el cine independiente y comercial que lo transformó en uno de los actores más respetados y solicitados de las últimas dos décadas. Siempre contaba, con su tono entre soberbio y peleador, que según él explicaba escondía una casi paralizante timidez,que aquel adolescente mimado y desagradable que interpretó en Perfume de mujer en 1992 le había cambiado la vida.
Un papel menor pero fundamental para el actor recién salido de la universidad que apenas estaba recuperándose de esas mismas adicciones que volvieron a acosarlo el año pasado hasta devolverlo a un centro de rehabilitación después de más de veinte años de sobriedad. En esas dos décadas Hoffman repartió su tiempo entre los escenarios protagonizando True West, Largo viaje del día hacia la noche y La muerte de un viajante, entre muchas otras obras,y el cine. Aunque nunca dejó del todo de participar de los proyectos de su compañía LAByrinth Theater, la demanda de la pantalla grande crecía. Un hecho que no dejaba de sorprenderlo. “No tenía idea que iba a poder hacer carrera trabajando en cine”, decía en muchas de las notas que comenzaban a requerir de su opinión. Un lugar, el de entrevistado, que lo ponía bastante incómodo al punto de intentar evitarlo a toda costa o de transformar el ida y vuelta de preguntas y respuestas en una batalla.
Claro que más allá de su propia incredulidad, lo cierto es que Hollywood no quiso dejar pasar el talento que se insinuaba cada vez que Hoffman aparecía en pantalla. Hacia la mitad de los años noventa, participó en un papel minúsculo en la legendaria Hard Eight, de Paul Thomas Anderson, una antesala de lo que sería una sociedad creativa que cimentó el lugar de privilegio que consiguió el actor con los críticos y sus colegas. De hecho, gracias a Anderson y sus personajes en Boogie Nights: Noches de placer y Magnolia, Hoffman pudo evitar quedar encasillado en el lugar de simpático actor de reparto, ese que se roba todas las escenas pero nunca está en el centro de ellas. Un lugar en el que de todos modos el intérprete conseguía brillar más allá de lo que ocurriera en el resto del film. Así lo hizo en films menores como Twister y otros notables como Mi novia Polly y Casi famosos, en las que Hoffman desplegó el mismo talento que hizo de sus personajes seres tan individuales como inolvidables. Como aquel enfermero de Magnolia, al que dotó de una compasión y empatía que atravesaban la pantalla; o ese transformista que interpretó en el film Nadie es perfecto, dónde compartía cartel con Robert De Niro. Desde finales de los noventa y durante la primera década de los 2000, Hoffman no paró de filmar moviéndose con aparente comodidad entre el cine independiente y el comercial. “Creo que soy como cualquier actor que siempre siente que nunca va a trabajar de nuevo, incluso cuando te la pases trabajando”, explicaba cuando lo interrogaban por su presencia constante en el cine. Un movimiento hacia adelante que lo paseó por papeles secundarios en films como Embriagado de amor (otra vez asociado con Anderson); Dragón rojo, La hora 25 , de Spike Lee; Regreso a Cold Mountain, hasta depositarlo a los pies del Oscar gracias a Capote.
“No me interesaba interpretarlo sólo por el hecho de probarme a mí mismo que podía hacerlo. Se trataba en realidad de mostrar la inevitabilidad del desarrollo de una tragedia”, contaba Hoffman al tiempo en que se transformó en el autor de A sangre fría. Luego de aquel trabajo, de los premios y los reconocimientos, el actor siguió trabajando al mismo ritmo sumando a su extenso currículum proyectos de gran presupuesto como Misión Imposible III, junto a Tom Cruise, y apareciendo en films de perfil más experimental y riguroso como Todas las vidas, mi vida-Synecdoche, New York, de Charlie Kaufman, y La duda, en la que actuó junto a Meryl Streep y gracias a la que consiguió su segunda nominación al Oscar como actor de reparto. La primera había llegado el año anterior por su papel en Juego de poder y la tercera sería por su última colaboración con Anderson, The Master.
Aparentemente incansable, en 2010 dirigió su primera película y en estas últimas semanas ya estaba planeando la segunda, mientras terminaba de grabar lo que sería su primera serie televisiva como protagonista. Era una ficción llamada Happyish, en la que Hoffman interpretaba a un publicitario cuya vida transcurría entre pastillas y la sospecha de que su vida y su carrera comienzan a resultar insignificantes. La amarga comedia que ya había sido comprada por el canal Showtime no será el único proyecto que quede trunco luego del fallecimiento del actor en su departamento, que ayer ya había quedado rodeado por fanáticos queriendo darle el último adiós, entre curiosos que buscaban confirmar los espantosos detalles de sus últimas horas.
Presente en el último festival de Sundance, al que viajó para promocionar God’s Pocket, el debut como director de John Slattery (Mad Men), Hoffman también debía participar del rodaje de la última parte de Sinsajo, el cierre de la serie Los juegos del hambre, en la que interpretó a Plutarch Heavensbee. Un personaje que lo volvió un rostro conocido para las nuevas generaciones de espectadores que, de todos modos, ya lo habían visto antes. Porque Philip Seymour Hoffman hizo muchas películas, trabajó mucho, pero, sobre todo, fue un actor inolvidable.
LA NACION