Llamas de hasta quince metros en un barrio consternado por el incendio

Llamas de hasta quince metros en un barrio consternado por el incendio

Por Mauricio Giambartolomei
Sentados en el piso y apoyados en la pared, los bomberos de La Boca recuperaban fuerzas tras batallar durante horas contra las llamas que provocaron la tragedia de Barracas. Chupaban naranjas, comían sándwiches, bebían largos tragos de agua y sumergían las cabezas dentro de los tambores donde se enfriaban las botellas. Todos con la mirada clavada en un punto indefinido.
Minutos antes, habían salido por el portón del galpón de la empresa Iron Mountain, por la calle Azara, el sector que no fue alcanzado por el fuego y que sirvió como salvoconducto para atacar el incendio por detrás. “Se nos cayó una pared al lado nuestro” , reconstruyó junto a LA NACION el oficial Roberto Alegre. “Sacamos a un bombero que era una bolsa de huesos y otros dos que parecían amputados, aunque entre el humo y el fuego no podíamos distinguir bien”, relató con los ojos rojos y empapado por el sudor y el agua.
En la otra esquina, de Jovellanos y Quinquela Martín, se produjo el derrumbe que provocó la muerte de nueve personas. Desde allí se estableció un perímetro en el que los bomberos podían acceder por varios puntos. Pasadas las 14, cuando el fuego estaba controlado, aunque no extinguido, una pala mecánica comenzó a remover los escombros que eran transportados en camiones de doble eje. El humo seguía impregnado en el aire y volaban trozos de papel quemado.
“Cuando la pared se cayó, sentí un estruendo terrible y se levantó una nube de polvo. El muro aplastó el camión de bomberos que tenía una escalera apoyada a la pared. Todos estaban desesperados y me sacaron de la esquina”, contó Julio Osorio, que vive a media cuadra del depósito. El jubilado, de 75 años, pudo reconstruir los últimos segundos antes del derrumbe porque se encontraba a metros de donde ocurrió la tragedia.
“Era un despliegue impresionante para controlar el fuego. Me parecía raro que la autobomba estuviese tan cerca de la pared que estaban manguereando. El camión estaba justo al lado, a mitad de cuadra”, comentó.
Los hierros de lo que fue el techo del depósito terminaron retorcidos como si una mano gigante los hubiera estrujado entre sus dedos. Sobre ellos se movía el brazo de una grúa desde donde dos bomberos lanzaban agua en forma de lluvia. Las llamas, a pesar de las horas, reaparecían en los rincones más alejados de la debilitada estructura. “Desde adentro te dabas cuenta de que las paredes se podían caer. Cuando se forman grietas y se filtra el agua, hay peligro”, explicó Juan Carlos, de los bomberos de La Boca. “Acá se combinaron dos factores: una masa de fuego muy grande y las paredes viejas.”
En el combate cuerpo a cuerpo contra el fuego, un grupo de mujeres pelearon de igual a igual con sus compañeros hasta doblegar el siniestro. Entre ellas una joven que un año atrás había perdido su casa en un incendio y decidió unirse a la mítica unidad de La Boca. Todas conocían a Anahí Garnica, una de las víctimas de ayer, por haber sido la primer mujer que integró una dotación de Bomberos de la Policía Federal. Tal vez en sus ojos se hallaba el recuerdo permanente de quien marcó un camino.
“Era una apasionada y siempre fue muy profesional. Como padre sólo puedo desear que haya sido muy feliz mientras estuvo con nosotros”, dijo a LA NACION Raúl Garnica, el padre de Anahí, bombero retirado y quien sirvió de inspiración a su hija. “Lo que sucedió no se puede arreglar. La nuestra es una profesión muy difícil. De lo que sucedió hoy [por ayer] sólo sé lo que tengo que saber. Sólo puedo ocuparme de contener a mi gente y a mi familia ante esta dolorosa pérdida”, sostuvo Garnica.
Además de las víctimas, varios bomberos tuvieron heridas de diferente gravedad. Alberto Crescenti, titular del SAME, describió un panorama desolador en los primeros minutos, cuando se implementó el Triage, con al menos doce cuerpos entre los escombros, entre víctimas y heridos. Uno de ellos fue el bombero de la Policía Federal Hernán López, de 23 años, quien sufrió fracturas en ambas piernas. “Siempre que suena la sirena se me va el corazón a la boca. Por suerte está fuera de peligro y no tenemos que lamentar una muerte más”, dijo Isabel, su mamá.
Las sirenas, las corridas y la desesperación dominaron la escena cuando todo era fuego y humo. “Escuché una explosión y cuando me di vuelta no veía nada por la nube de polvo. Se escuchaban los gritos de los bomberos que estaban llamando a sus compañeros atrapados. Daba mucha lástima”, se sinceró Carlos, otro de los vecinos del depósito, que tiene su taller mecánico en Jovellanos al 1100. “Después del derrumbe del primer muro, se veían llamas de más de 15 metros de altura. Por suerte empezaron a correr a todas las personas que estaban en la esquina porque la pared de la ochava se estaba rajando y se cayó 20 minutos después.”
Ante la gravedad de la situación y con personas atrapadas entre las escombros actuaron efectivos de unidades especiales. Fue por eso que entró en acción el Grupo de Rescate de Caballito, que también participó en la remoción de escombros en el derrumbe del edificio de Rosario, en agosto de 2013. “Nos tocó sacar a los cuatro compañeros fallecidos. Da mucha tristeza porque siempre tenemos la esperanza de encontrar a la gente con vida. Además, con algunos nos unía una amistad”, dijo casi susurrando el sargento Marcelo Peternek.
Con ojos enrojecidos por la larga exposición al humo -y tal vez alguna lágrima-, los bomberos continuaron con su trabajo a pesar de la muerte de siete de sus compañeros. Lo mismo hicieron las unidades de Defensa Civil, que perdieron a dos. “¿Cómo seguimos? La ficha te cae siempre, pero estamos acá para salvar vidas”, sintetizó Alegre antes de volver al combate de las llamas.
LA NACION