22 Feb Las Aguafuertes cariocas de Arlt
ALGO SOBRE URBANIDAD POPULAR
(JUEVES 10 DE ABRIL DE 1930)
Voy por una calle oscura, entre fachadas de piedra. Los arcos voltaicos lucen colgados de cables alquitranados. Hombres en mangas de camisa conversan sentados en los umbrales de las puertas. Mujeres achocolatadas, apoyadas con los brazos cruzados en los hierros de los balcones, siguen el movimiento de la rua. En una lechería esquinada, negros en patas beben cervezas. De pronto: una señora oscura ha tomado a su nene de seis años, color café con leche, de la mano. Va a llevar a dormir al chico. El pibe ha estado jugando con una nena de su edad, blanca y rubia. Y veo: el nene alarga gravemente su mano a la chiquita. Ella también, con seriedad, le corresponde; los dedos se apretan y se dicen:
-Boa noite. (Buenas noches.)
Segundo cuadro
Voy por una calle abierta entre un bloque de granito escarlata. Sobre mi cabeza cuelgan amplias hojas de bananero. La calle asfaltada desciende hasta la playa. Vienen: un muchacho y una menina. Diez y siete años, quince años. Él, color tabaco rubio. Ella, cobre, que parece cubrir un mimbre de carbón, tan flexible es la muchacha de ojos verdes. ¿Cuántas razas se mezclan en esos dos cuerpos? No sé. Lo único que veo es que son magníficos.
Él sonríe y muestra los dientes. Ella, un paso atrás, se ríe también. Trae en la mano una varita verde y le hace cosquillas en la oreja. Van solos. Aquí, los novios salen solos. Ellos son hombres y ellas bien mujeres. Cuando dos novios salen solos es porque son prometidos. La vida es seria y noble en muchos aspectos. Y éste es un aspecto de esa vida seria y noble.
Se ríen y van hacia la playa. La playa extiende sobre el río una bandeja de arena. Los bananeros dejan colgar sus hojas verdes y un perfume de violeta impregna densamente una atmósfera de tempestad.
Tercer cuadro
Avenida de Rio Branco. Oleaje de gente. Fachadas de azulejos recamados de oro, azul y verde. El Café Morisco con cúpulas de escamas de cobre. Tranvías verdes. Ráfagas de jazmín. En el fondo, el cerro Pan de Azúcar, color espinaca. A un costado el morro de Santa Teresa, color naranja. Automóviles que pasan vertiginosamente, gente que en sillas-cestas de mimbre beben sorbetes. Él y ella. Ella de negro. Él de blanco. Un escote admirable. Caminan lentamente. No tomados del brazo, sino de los dedos. Como criaturas. Y de pronto escucho que ella dice:
-Meu bem. (Mi bien.)
Este “meu bem” ha salido de la boca de la mujer impregnado de dulzura espesa, lenta, sabrosa. Se han bebido en una mirada; y siguen caminando, despacio, hombro con hombro, los brazos caídos, pero tomados fuertemente de los dedos. Me han dicho que cuando un hombre y una mujer caminan así es porque su intimidad es completa y ellos van cantando, con estos dedos engrapados, una felicidad magnífica y cálida.
Cuarto cuadro
Restaurante. Hora de almuerzo. Él, cuarenta y cinco. Ella, treinta. Él tiene los cabellos blancos. Ella es rubia magnífica, alta, flexible; ojos tan lindos como agua sobre arena de carbón y oro. Se han sentado y el mozo ha traído la lista. Piden y el mozo se va. Trae platos distintos. De pronto ella alarga el tenedor y pone en la boca de su compañero un trozo de carne. Él sonríe golosamente. Entonces ella le toma la barbilla con la punta de los dedos y sacude lentamente la mano. Frente a todos, que permanecen indiferentes. Aquí se vive así. Han traído el postre. Han pedido postres distintos. Entonces ella retira un trozo de dulce del plato del hombre y mueve la cabeza; él se ríe y le da unas palmadas en la mejilla.
Delicadeza
Por donde se camine, la delicadeza brasileña ofrece espectáculos que impresionan. Hombres y mujeres siempre se acarician con la más penetrante dulzura que darse puede, en el gesto y la expresión. Está en el ambiente el espíritu de dicha conducta. Aquí va un ejemplo. Entré a un cafetín de la O’Gobernador. Sonaba una vitrola. Cuando el chico que me atendió, oyó que yo hablaba en castellano, me dijo sonriendo:
-¿O senhor é español?
-Argentino, pibe…
El chico avanzó hasta el mostrador, le habló unas palabras al patrón y al minuto sonaba en la vitrola un tango cantado por Maizani: Compadrón.
Donde se va… donde se va, sólo se encuentra muestras de gentileza, de interés, de atención. Salvo excepciones, la gente es tan naturalmente educada que uno se asombra. Entré a la Nyrba para pedir detalles de cómo debía certificar una carta aérea. Inmediatamente un empleado hizo que un cadete me acompañara hasta el correo.
Necesitaba conocer una calle. Me acerco a un diarero. Hay que ver la cortesía con que me explicó el recorrido que yo debía hacer.
¿Gentileza? Si hay una tierra de América donde el extranjero pueda sentirse cómodo y agradecido al modo natural de ser de la gente, es ésta del Brasil. Niños, hombres y mujeres engranan sus acciones dentro de la más perfecta urbanidad.
Y LA VIDA NOCTURNA ¿DÓNDE ESTÁ?
(VIERNES 11 DE ABRIL DE 1930)
¡Ah, Buenos Aires!… ¡Buenos Aires!… Calle Corrientes y Talcahuano, y terraza y Café de Ambos Mundos, y Florida. ¡Ah, Buenos Aires! Allí uno se esgunfia, es cierto, pero se esgunfia despierto hasta las tres de la mañana. ¿Pero aquí? ¡Dios mío! ¿Dónde va usted a las tres de mañana? ¡Qué bárbaro! ¿He dicho a las tres de la madrugada? ¿Adónde va, acá en Río, a las once de la noche? ¿Adónde? Explíqueme usted, por favor.
A las once de la noche
Hace un calor de andar en paños menores por la rua. Y a las once de la noche cada mochuelo está en su olivo. ¿Se dan cuenta? ¡A las once de la noche, cuando en la calle Corrientes la gente se asoma a la puerta de los bodegones para empezar a hacer la digestión! ¡Ah, bottiglieriís de la calle Corrientes! Se me hace agua la boca.
Decía que aquí a las once de la noche todo el mundo está en cama. Alguno que otro trasnochador pasa con cara de perro por la avenida Rio Branco. Debo estar mal de la cabeza. ¿He dicho que algún trasnochador pasa? Bueno; está bien, trasnochador ¡de las once de la noche! El sujeto se garufea hasta las diez y cuarenta, y a las diez y cincuenta raja para su casa. Y hace un calor como para pernoctar en la acera. Y todo el mundo encamado. ¿Conciben ustedes una tragedia más horrible que ésta? ¿Acostarse a las once de la noche? Porque, ¿qué va a hacer, dígame, después de esa hora? ¿Medir el ancho de las calles, la longitud de la vía, el kilometraje del estuario? Todo el mundo encamado a las once de la noche. A las once, sí, a las once.
Yo concibo que se acuesten a las once o diez de la noche los recién casados. Admito que el propietario de alguna de estas meninas no se descuide y a las diez y cuarenta piante diligentemente hacia el nido. Soy humano y comprensivo. Me lo explico y mucho más aquí. Pero ¿y la juventud suelta y libre? “El divino tesoro” la apoliya también. A las once, a más tardar, se calafatea en el catre; y usted gira que gira desesperado por estas calles solitarias donde, de vez en cuando, se tropieza con un negro, que sin estar borracho va riéndose y conversando solo. Es notable la costumbre de los grones. Deben conversar con el alma de sus antepasados, los beduinos o los antropoides.
Y qué leitos
Brutalmente. A las once se acuesta porque las calles están desiertas. Minga de café, minga de nada. Se acuesta porque no hay nada que hacer en la rua. Esta gente es como las gallinas: cena de seis a siete de la tarde, luego da tres vueltas castas alrededor de la manzana y a la cama, a dormir.
Pero ¿quieren decirme qué es lo que puede hacer un porteño en la cama, a las once de la noche? Y en estas camas que son de madera. ¡Ah!, porque los colchones en este país no son de lana. Lasciate ogni speranza usted que se encama. Los colchones son de crin vegetal y con esta crin vegetal es poco decirle que cualquier colchón para nuestros soldados es más tierno y dulce que estas chapas flexibles que parecen de amianto y no otra cosa.
Cuando usted se acuesta por primera vez, lo primero que hace es llamar desesperado, si está en una pensión, a la fámula y decirle que se ha olvidado de poner el colchón. Y entonces le replican que no, que la cama tiene colchón, y se lo enseñan para que no le quede duda, y usted lo ve con sus ojos mortales y perecederos, y larga cada mala palabra que ruborizaría a un sarraceno. Y no por eso el colchón se apiada o dulcifica, sino que persiste siendo tan madera como antes, y puede acostarse un regimiento en él, que no por eso se ablandará un adarme. Crin vegetal, amigo. ¡Cómo para dormirse! Usted da vueltas y vueltas dolorido de todos los huesos; matiza las conversiones de la derecha a la izquierda con una buena andanada de ripios y culebras. El colchón no se enternece ni por broma… Haga de cuenta que está durmiendo o no durmiendo, o queriendo dormir y no pudiendo, encima de un piso de madera.
Sea imparcial, amigo, ¿se pueden padecer mayores martirios que éstos? Tener que acostarse a las once de la noche en una cama que le envidiaría, para ganar el cielo, un candidato a santo. Sea imparcial; piense que a usted lo obligan a acostarse a las once de la noche en un catre de éstos, que no se ablanda ni echándole agua.
Prende un cigarrillo. Fuma. Tira el pucho y escupe desde cualquier ángulo. Mete el brazo bajo la almohada, luego la cabeza, después el otro brazo, más tarde encoge las piernas, luego otro cigarrillo, vuelta a expectorar. Larga una mala palabra, medita, endereza la esquena; le dan ganas de agujerear el cielorraso; otro cigarrillo; pasa un tranvía con traqueteo infernal y lo arranca de su levísimo sopor, que prometía convertirse en el conato de un semisueño. Dan las dos en el reloj, y dan las tres, y dan las cuatro, y no hay sereno que grite: “Viva la Santa Federación”, pero está usted con un ojo abierto y el otro conspirando y pensando macanas a granel.
Y entonces usted desesperado, se pregunta por cienmilésima vez:
-¿Qué es lo que hace tan temprano en las camas esta gente? ¿Qué es lo que hace?
CIUDAD QUE TRABAJA Y QUE SE ABURRE
(MARTES 15 DE ABRIL DE 1930)
En el concepto de todo ciudadano respetuoso de los derechos de la fiaca, porque también la fiaca tiene sus derechos según los sociólogos, el café desempeña un lugar prominente en la civilización de los pueblos. Cuanto más aficionada es a tirarse a la bartola una raza, mejores y más suntuosas cafeterías tendrá en sus urbes. Es una ley psicológica y no hay qué hacerle: así baten los sabios.
Aquí se labura
Nosotros, habitantes de la más hermosa ciudad de América (me refiero a Buenos Aires), creemos que los cariocas y, en general, los brasileños, son gente que se pasa con la panza al sol desde que “Febo asoma” hasta que se va a roncar. Y estamos equivocados de medio a medio. Aquí la gente labura y sin grupo. Se gana el marroco con el sudor de la frente y de las otras partes del cuerpo, que también sudan como la frente. Yugan, yugan infatigablemente y amarrocan lo que pueden. Sus vidas se rigen por un subterráneo principio de actividad, como diría un señor serio haciendo notas sobre el Brasil. Yo, a mi vez, digo que doblan la esquena todo el santo día y que de sábado inglés, ¡minga! Aquí no hay sábado inglés. Y allí se terminaron las fiestas. Trabajan, trabajan brutalmente, y no van al café sino breves minutos. Tan breves que, en cuanto se queda usted un rato de más, lo echan. Lo echan, no los mozos, sino el encargado de cobrar.
¿Y el llamado café “express”?
Ante todo no se conoce el café express, esa mezcla infame de serrín, pozos de express y otros residuos vegetales que producen una mixtura capaz de producirle una úlcera en el estómago en breve tiempo. Aquí, el café es auténtico, como el tabaco y las naturales bellezas de la mujeres. Los cafés tienen sillones en las veredas, pero en la vereda no se despacha café. Hay que tomarlo adentro. Adentro las mesas están rodeadas de sillitas que dan ganas de tirarlas de una patada a la calle. He visto sentarse un gordo, del cual cada pierna necesitó de una silla. La mesita de mármol es reducida; en fin, parecen construidas para miembros de la raza de los pigmeos o para enanos. Usted se sienta y empieza tirar la bronca. Una orquesta de negros (en algunos bares) arma con sus cornetas y otros instrumentos de viento un alboroto tan infernal que usted no terminó de entrar cuando ya siente ganas de salir.
Se sienta y le traen el feca. Sin agua. ¿Se da cuenta? En un país donde hace tanta calor, le sirven el café sin agua. Usted ahoga una mala palabra y bramando dice:
-¿Y el agua? ¿Se vende el agua aquí?
-O senhor quere acua yelada… Un vaso de acua yelada.
Y le traen el “acua yelada” con un pedacito de hielo. El vaso es como para licores, no para agua.
No termina de tomar el café, cuando un turro vestido de negro, que se pasa el día haciendo juegos malabares con monedas, se le acerca a la mesa y le golpea con el canto de una chirola de mil reis el mármol. Mil reis son treinta guitas. Usted que ignora las costumbres lo mira mal turro y éste lo mira a usted. Entonces usted dice:
-¿Por qué no se golpea la jeta en vez de golpear el mármol?
Hay que palmar e irse. Pagar los seis guitas que cuesta el café y piantar. Si usted quiere hacer sebo, tiene los sillones de la vereda. Allí se despachan bebestibles que cuestan un mínimo de 600 reis (18 centavos argentinos).
Pas de propina
El mozo no recibe propina. Mejor dicho, nadie la da con el café. El hombre que hace juegos malabares con los cobres es el encargado de cobrar y de consiguiente el único que afana… si es que roba, porque éste es un país de gente honrada. De modo que el espectáculo que el ojo del extranjero puede gozar en nuestra ciudad, y es el de robustos vagos tomando la sombra dos horas en un café bebiendo un “negro”, es desconocido aquí. La gente concurre a la hora de moda a los sillones de las veredas. El resto de la multitud entra al café para ingerir una tacita de feca y raja. Aquí se labura, se trabaja y se ha tomado la vida en serio.
¿Cómo hacen? No sé. Hombres y mujeres, chicos y grandes, negros y blancos, trabajan todos. Las calles hierven como hormigueros a la hora del bullión.
Conclusiones
Si no fuera un poco atrevida la metáfora, diría que los cafés son aquí como ciertos lugares incómodos, donde se entra apurado y se sale más rápidamente aún.
Ciudad honrada y casta. No se encuentran “malas mujeres” por las calles; no se encuentra ni un solo café abierto toda la noche; no se escolaza, no hay levantadores de quinielas. Aquí la gente vive honradísimamente. A las seis y media todo el mundo está cenando; a las ocho de la noche los restaurantes están ya cerrando las puertas… Es como dije antes: una ciudad de gente que labura, que labura infatigablemente, y que a la hora del raje, llega a su casa extenuada, con más ganas de dormir que de pasear. Esta es la absoluta verdad sobre Río de Janeiro.
LA BELLEZA DE RÍO DE JANEIRO
(SÁBADO 3 DE MAYO DE 1930)
El visitante no puede darse cuenta de lo que es Río de Janeiro, sin subir al Pan de Azúcar y para resolverse a subir al Pan de Azúcar, por lo general, se medita una hora. Porque son trescientos metros de altura y…
Una obra de ingeniería brasileña
Pongamos que usted se encuentra en la avenida Rio Branco y mira hacia el Pan de Azúcar, que es un monte; no: es la punta de una granada gigantesca, medio clavada en la tierra. Un casco de proyectil verde. Entre este proyectil y Monte Vermello, hay un socavón inmenso, cierto valle boscoso. Un telón de cielo azul; y si usted mira insistentemente, entre los dos montes, distingue, suspendido, un hilo fino, negro. Luego, si usted mira mucho, ve que por ese fino hilo se desliza un rectángulo negro, velozmente. De pronto desaparece. La punta del Pan de Azúcar lo ha tragado. Es el funicular.
Se llega a la estación del funicular en tranvía. Cuesta nueve centavos el viaje y usted se harta de andar tanto. Además, se cansa de decirse a cada momento: “¡Qué bárbaros estos brasileños!”. Tienen un país magnífico y ni por broma le hacen propaganda para que vengan turistas. Bueno, se llega a Playa Vermella y allí está el monte: piedra gris, un bloque sin declive, que cae a pico sobre la avenida Beira Mar. Enfrente, una garita de cemento armado. De esta garita salen los cables de acero de unos tres centímetros de diámetro. Con un declive de sesenta grados más o menos. Es brutal. Usted mira los cables de acero, el funicular y de pronto piensa: “Si se rompen los cables van a tener que juntarnos con pinzas”. Altura inmensa que se le cae sobre la cabeza. Una emoción extraordinaria de ascender a esa altura en un declive semejante. El viaje de ida y vuelta al Pan de Azúcar cuesta seis mil reis: un peso ochenta de nuestra moneda. Bueno: usted sube, con cierta ansiedad, a la garita encapsulada. El guarda cierra la puerta y de pronto la garita está arriba de la calzada. Usted ha creído que sentiría vaya a saber qué emociones, y no siente nada.
Más emocionante es un viaje en colectivo. Sobre todo cuando el volante o las ruedas están descentradas. Se encuentra ahora a ciento ochenta metros de altura y el Pan de Azúcar le tapa los ojos; está frente a usted. Tiene la sensación de que si estira el brazo lo toca; y entre Playa Vermella y el Pan de Azúcar hay como doscientos metros. De allí, y con una rampa mucho más pronunciadísima, parten otros dos cables de acero, que por su propio peso trazan una curva sobre el abismo, mientras que al llegar a la cresta del monte ascienden perpendiculares a él. Y la emoción de cruzar suspendido sobre el bosque que está allá en el fondo se repite en usted. Ahora sí que viene lo bravo. Pero sube al funicular: el guarda cierra la puerta y el funicular comienza a ascender los doscientos metros de altura que faltan para llegar al Pan de Azúcar. Un viento tremendo cruza las ventanillas de la garita. Esta conserva siempre su posición horizontal. Usted asoma la cabeza al abismo. Abajo, cascadas de árboles, cúpulas verdes y la arenosa curva de la playa. Ahora parece que el Pan de Azúcar viene velozmente a nuestro encuentro. La piedra se agiganta, la garita sube como ascensor; oscila en el interior de un nicho de piedra y ya está arriba. Abajo, los trece montes en cuyos valles se aloja Río de Janeiro muestran sus lomos cubiertos de casas, o sus frentes azulencos. Los diques fracturados, un puente, el agua verdosa, y ahora comprendo lo que es Río de Janeiro. Una ciudad fabricada en los valles que dejan los montes entre sí. Las casas trepan por las faldas, se interrumpen; el bosque avanza, luego desciende. Rayas asfaltadas avanzan hacia la distancia, luego una sierra, peñascos y en el valle subsiguiente, otra lonja de población, techos rojos, azules, blancos, cubos que, como una vegetación de líquenes, asciende y se interrumpe, manchando de color tinta, de color engrudo, de morados y de óxidos de hierro y de verde de sulfato, las pendientes de piedra. Son las casas de dos millones de habitantes. Ahora se explica usted las vueltas de los tranvías. Para entrar a las calles de un valle, el tranvía tiene que pasar por las espaldas de éste, un zigzag prolongado. La bahía, con una tersura de espejo de acero, se bisela un verde sauce junto a la costa. Pasa un transatlántico y tras él queda el agua en una estela, revuelta en suciedades de marisco. Distribuidas irregularmente, hay naves ancladas.
Cúpulas de cobre, de porcelana, de mosaicos y de azulejos; techos que parecen rectángulos de hierro colado; rascacielos cúbicos, honduras arboladas; un espectáculo feérico es el que ofrece esta ciudad de edificios escalonados en la pendiente de la sierra, que de pronto se anula misteriosamente o confunde su bisectriz con el ángulo de otro monte, cubierto de techos rojos a dos aguas y de avenidas asfaltadas. Usted mira y cierra los ojos. Quiere conservar un recuerdo de lo que ve. Es imposible. Los cuadros vistos se superponen, uno desvanece al otro, y así sucesivamente. Usted lucha con esa confusión, quiere definir geométricamente la ciudad, decir: “Es un polígono, un triángulo”. Es inútil… Lo más que podría decir es que Río de Janeiro es una ciudad construida en el interior de varios triángulos, cuyos vértices de unión constituyen el lomo de los cerros, de los morros, de los montes….
De pronto la ciudad ha desaparecido de sus ojos. Tiembla de frío. Mira en rededor. Todo es absolutamente gris. El Pan de Azúcar ha sido envuelto en una nube que pasa. Más allá hay sol.
LA NACION