La necesidad de agradar en la oficina puede generarle problemas

La necesidad de agradar en la oficina puede generarle problemas

Por Lucy Kelleway
Dos mujeres distintas, con problemas diferentes, pusieron la semana pasada la misma excusa para explicar errores de comportamiento. Ambas explicaron que sufrían una nueva enfermedad -la obsesión por agradar a la gente-.
Danielle Chiesi, la analista de hedge fund que ha admitido pasar información interna a Raj Rajaratnam entre otros, hizo a sus abogados argumentar ante el tribunal que estaba “motivada por un deseo anómalo y enfermizo de agradar”. Su doctor dijo que sufría un trastorno límite de la personalidad, en base a lo que se le solicita al juez que limite el tiempo que pase en prisión.
Unos días antes, Sarah Ferguson ofreció una excusa similar cuando le abrió su alma a Oprah Winfrey. El motivo que adujo para dejarse engañar por el periodista de News of the World, que le ofreció 500.000 libras a cambio de que le presentara a su ex marido, el Príncipe Andrés, fue que “mi adicción a agradar a la gente hizo que siguiera adelante”.
En el caso de Chiesi, el anómalo impulso a agradar tomo la forma de una relación “tóxica” de casi 20 años con Mark Kurland, su jefe en Bear Stearns, quien, según el alegato ante los tribunales, la trató como una “virtual criada”. Le pasó información interna, no para beneficiarse, sino simplemente para agradarle. En el caso de Fergie, es más difícil determinar a quién intentaba complacer y por qué. Al caer en el engaño, difícilmente estuviera agradando a la familia real, aunque supongo que causó placer indirectamente a los millones de lectores del periódico que con pocas cosas disfrutan más que leyendo el último lío en el que se ha metido Fergie.
Para entender mejor esta afección compulsiva, acabo de consultar el índice American AllPsych de trastornos psiquiátricos, pero no aparece en la lista. Sin embargo, en Internet abundan los expertos que hablan de la gravedad de esa adicción. La “enfermedad del agrado”, es en apariencia una afección peligrosa, producto de una baja autoestima, que puede derivar en un terrible sufrimiento e, incluso, el suicidio.
Sin embargo, se me ocurre otro mal que me preocupa aún más que esta enfermedad. Es la afección del desagrado. La mayoría de los criminales seguramente padezcan un deseo enfermizo y anómalo de contrariar a sus víctimas. Tanto es así, que me pregunto por qué los abogados y los doctores no han recurrido a esto para reducir, también, sus condenas.
Este mal no sólo afecta a los que han cometido un delito grave. También es común entre los periodistas y los escritores que parecen adictos a hacer enojar a otros. V.S. Naipaul, que ha dicho recientemente que ninguna escritora podía igualarse a él, seguramente sea un caso clásico. La afección está aún más extendida entre los adolescentes, que en la casi totalidad de los casos son peligrosamente adictos a contrariar a sus padres. El resultado es trágico, y se mide en portazos, borracheras y embarazos de menores.
En comparación, la adicción a agradar me parece relativamente benévola. Mis peores lapsus de comportamiento suelen ocurrir no cuando intento satisfacer a otras personas sino cuando me empeño en complacerme a mí misma. Lejos de ser siniestro, agradar a otros es la base de la civilización -y del capitalismo-. La vida de la oficina no funcionaría si no sufriéramos todos la enfermedad del agrado.
De hecho, en el competitivo mundo laboral moderno, contentar está más de moda que nunca. Las empresas solían tener como objetivo satisfacer a sus clientes; ahora tienen que deleitarles. Los directivos tienen que agradar a los accionistas. Los trabajadores tienen que hacer lo mismo con sus jefes. El éxito sólo se consigue agradando.
Sin embargo, entiendo que el deseo de complacer a veces puede escaparse de las manos, como han descubierto Fergie y Chiesi. La buena noticia, sin embargo, es que existen tres reglas sencillas para agradar de forma segura.
Primero, tienes que complacer a la persona adecuada. No puedes contentar a todo el mundo siempre, así que es importante identificar quién lo necesita más. Por ejemplo, en el trabajo casi siempre es una buena idea complacer a los que están por encima de ti siguiendo el orden jerárquico. No suele ser bueno agradar a aquellos que son periodistas de News of the World disfrazados. Segundo, antes de empezar a contentar, merece la pena comprobar si la persona es un sinvergüenza. De ser así, es mejor no hacerlo. Tercero, si intentas complacer a tu jefe, es importante hacerlo de formas que a) sean legales y b) impliquen que tu ropa se mantenga en su sitio todo el tiempo.
La persona que no cumpla estas reglas probablemente no padezca la enfermedad del deseo extremo de agradar sino la del mal juicio. Aunque sus efectos sean igual de atroces, puede no ser algo por lo que un juez se deje influir.
EL CRONISTA