09 Jan Los dos primeros líderes de la era de la TV
Por Claudio Iván Remeseira
Palabras e imágenes: de esos dos elementos están hechos los mitos. La relación de éstos con la realidad fáctica, ya lo sabemos, es asimétrica. Medio siglo después de su muerte, ninguna de las revelaciones sobre los aspectos más cuestionables de la vida pública y privada de John Fitzgerald Kennedy, desde sus múltiples aventuras sexuales hasta las operaciones encubiertas para matar a Fidel Castro o los supuestamente escasos resultados concretos de su administración, han logrado mellar el extraordinario poder de sugestión que su nombre ejerce aún en Estados Unidos y en gran parte del mundo. Ese poder está concentrado en un puñado de frases: “No preguntes qué puede hacer América por ti; pregunta qué puedes hacer tú por América”, “Ich bin ein Berliner” (Yo soy ciudadano de Berlín), y aún el simpático comentario durante su primera gira internacional, “Yo soy el hombre que acompañó a Jackie Kennedy a París”, entre otras. Poco importa si estas frases fueron concebidas por él o por su leal speechwriter Ted Sorensen; en boca de Kennedy, en el lugar y momento en que las pronunció, se convirtieron en símbolo del espíritu de su país, de su oposición al expansionismo soviético y de la idealización de la familia moderna, la película de dos jóvenes y glamorosos cónyuges en los que toda una generación quiso verse reflejada.
Este año se cumple también el cincuentenario del discurso de Martin Luther King en las escalinatas del monumento a Lincoln en Washington, más conocido por la frase que con su reiteración enhebra el electrizante pasaje final: “Yo tengo un sueño”. Once años más joven que Kennedy, el doctor King era en gran medida su contrapartida negra: hijo de un hombre poderoso en su comunidad y cabeza visible del movimiento por los derechos civiles, estaba casado con otra bella y talentosa mujer a la que supuestamente también engañaba con frecuencia y con la que también tenía hermosos hijos pequeños.
Más importante aún, King y Kennedy fueron los dos primeros líderes de la era de la televisión. En 1960, el bronceado senador por Massachusetts ganó el primer debate presidencial de la historia contra el poco telegénico Richard Nixon. Cinco años antes, el flamante pastor de una congregación bautista de Montgomery, Alabama, se convirtió en figura nacional al liderar el boicot que la activista Rosa Park había iniciado contra la compañía local de autobuses en protesta por la segregación de pasajeros blancos y negros.
Al llevar directamente al living de millones de hogares lo que estaba ocurriendo en otras partes del país, la TV jugó un rol fundamental en la lucha contra las “leyes de Jim Crow”, el sistema de segregación racial que imperaba en los estados de la vieja Confederación desde fines del siglo XIX.
Esa lucha era lo que King y Kennedy tenían en común, aunque con una noción muy distinta de plazos y prioridades.
Sin haber sido realmente amigos, tuvieron una relación de respeto mutuo marcada por las desconfianzas políticas. En el último año de la vida de Kennedy, esa desconfianza hizo que su hermano Robert “Bob” Kennedy, entonces fiscal general, autorizara al FBI a grabar en secreto a King y otros dirigentes de su organización, la Southern Christian Leadership Conference, por supuestas simpatías comunistas.
El comienzo había sido más auspicioso. Durante la campaña presidencial de 1960, King fue arrestado en su Atlanta natal y condenado a cuatro meses de trabajos forzados por haber organizado una protesta. Bobby vio la oportunidad: convenció a su hermano que llamara por teléfono a Coretta, la esposa de King, para expresarle su solidaridad, mientras él operaba tras bambalinas para conseguir el perdón del gobernador demócrata de Georgia. King salió en libertad a los pocos días. Su padre, el homónimo reverendo Martin Luther King Sr., quedó tan conmovido por la llamada del candidato a su nuera que decidió apoyarlo públicamente. El voto negro fue fundamental para que Kennedy ganara también los estados de Illinois, Michigan y Carolina del Sur, asegurándose así la presidencia.
A partir de allí, las cosas cambiaron. En el Sur, el Partido Demócrata apoyaba masivamente la segregación. Ir en contra de ésta implicaba perder control del Congreso; ésta es la misma razón por la cual Franklin Delano Roosevelt nunca quiso avanzar con este tema. En otras palabras: el fin de la segregación, que Kennedy admitía era un mandato moral, debía esperar tiempos más propicios.
La radicalización de la realidad se interpuso ante ese cálculo político. Apenas cinco meses después de que Kennedy asumiera la presidencia, trece representantes del Congreso de Igualdad Racial partieron en bus desde Washington hasta Nueva Orleans para protestar por la segregación en rutas nacionales. Al llegar a Alabama, el bus fue atacado por hordas de blancos racistas. El gobierno debió mandar agentes federales para proteger la vida de los activistas.
A comienzos de 1963, Kennedy envió al Congreso un proyecto de ley que no tenía en cuenta la crítica cuestión de la integración racial en lugares públicos; no prosperó. En mayo hubo más violencia en Birmingham, Alabama. El 11 de junio, el presidente se dirigió por radio y televisión al país para anunciar una nueva política. En respuesta, el Ku Klux Klan asesinó al dirigente negro Medgar Evers en Mississippi. Este crimen ratificó la convicción de Kennedy, que semanas más tarde envió al Congreso el proyecto de ley de derechos civiles más radical desde el fin de la Guerra Civil.
El mayor catalizador del cambio fue la conmoción causada por su propia muerte. Siete meses después del magnicidio, el Congreso sancionó la ley. Al promulgarla, el presidente Johnson exclamó: “Con esta ley estamos perdiendo al Sur por una generación”. El Sur, en efecto, se volcó desde entonces mayoritariamente al Partido Republicano.
Cuatro años más tarde, Martin Luther King estaría también muerto. La noche de su asesinato, Bobby Kennedy estaba en Indianápolis dando un discurso de campaña. Interrumpió su discurso para dar la noticia a la multitud, que reaccionó con una exclamación de angustia.
Entonces ocurrió algo extraordinario. Con un tono increíblemente calmo, Bobby habló de la división de negros y blancos que desgarraba a la nación, recordó que su familia había sido también víctima de la violencia de un hombre blanco, y recitó de memoria un pasaje del Agamenón, de Esquilo, que sería grabado meses más tarde sobre su propia tumba: “Aún mientras dormimos, el dolor que no se puede olvidar cae gota a gota sobre nuestro corazón, hasta que en nuestra propia desesperación, en contra de nuestra voluntad, llega la sabiduría a través de la terrible gracia de Dios”. Luego, con la misma calma voz, hizo un llamado a la unidad.
Esa noche, la población negra de Estados Unidos estalló de furia. Hubo incendios en ciudades de todo el país, incluidas la capital, Chicago, Baltimore y Kansas City. En Indianápolis, en cambio, no hubo ningún incidente. Nunca como esa noche, Martin Luther King y John F. Kennedy estuvieron tan juntos.
LA NACION