18 Jan Arturo Pérez-Reverte: “Con este libro he vuelto a descubrir la adrenalina”
Por Martín Rodríguez Yebra
Arturo Pérez-Reverte es como un mago al que lo fascina revelar sus trucos. Habla de su nueva novela, El francotirador paciente (Alfaguara), con una energía incendiaria. Acaso por deformación profesional se compenetra tanto con el relato de la trama detrás de la trama que de a ratos se convierte casi en un personaje de los suyos.
Cuenta sus trasnoches de adrenalina en el mundo hermético de los grafiteros que arriesgan la vida para conquistar paredes, vagones de trenes y puentes en los arrabales de Madrid. Se apasiona en la descripción de esa tribu nihilista, marginal, a veces vandálica, pero con códigos de lealtad y una ética estricta. Menciona a los amigos inverosímiles que hizo. Recuerda sus periplos en busca de inspiración por Verona, Roma, Lisboa, Nápoles, escenarios todos de un thriller a ritmo de hip-hop en el que se lee a la vez una ácida crítica al mercado del arte.
Pérez-Reverte -el autor de La tabla de Flandes, El club Dumas, la serie de Alatriste y El tango de la Guardia Vieja- se sintió otra vez el reportero que nunca dejó de ser. Se filtra un tinte de nostalgia en la voz de este hombre de 62 años que se reclina en el sillón de una sala belle époque del Hotel Palace, con el Paseo del Prado asomando por la ventana; ese hombre cuya foto en tamaño gigante se reproduce estos días en todas las librerías de Madrid. Lo normal. Cada libro que edita Pérez-Reverte es el acontecimiento del año en el mercado editorial en castellano. Él evita jugar a que no lo sabe.
El francotirador paciente gira en torno a Sniper, un grafitero fantasmal que despliega sus obras y performances casi subversivas por Europa, y Lex, una historiadora del arte que, por encargo de una editorial, debe rescatarlo del anonimato con la misión de ofrecerle un contrato millonario para publicar un libro con su obra y convertirlo en un divo del circuito de los grandes museos. Pero Sniper reniega del arte, nadie fuera de su entorno le conoce la cara y además es un hombre en fuga, buscado por la policía y por un millonario que lo acusa de llevar a la muerte a su hijo en una actuación de máximo riesgo.
“Hay una cosa singular que descubrí. El grafitero puro y duro rechaza ser llamado artista. Se llaman escritores de grafitis. El arte es una frontera que algunos no quieren pasar. El grafiti de verdad es ilegal y se niega a ser considerado arte”, dice Pérez-Reverte en su diálogo con adncultura y otros tres medios de América latina. Algunos en ese submundo consideran incluso un “vendido” al mítico rey británico del spray , el escurridizo y misterioso Banksy. Prefieren un paredón de Atocha a las glamorosas salas del MoMa. En ellos se inspiró. Jóvenes que se niegan a ser aplaudidos, que nunca aceptarían ser parte de proyectos de “intervención urbana” tan de moda en las grandes ciudades. Gente de la que suele aparecer en su obra: llena de imperfecciones pero valiente. “En un mundo del arte domesticado y descaradamente comercial, estos tíos por lo menos se juegan la vida”, afirma.
-Usted los define como “guerrilleros urbanos”, ¿contra qué pelean, qué expresa esa rebeldía?
-Simple: quieren decir “Me llamo”, “Soy”, “Existo”. Un amigo mío que firma JEOSM es un fotógrafo estupendo que tiene un buen trabajo. ¿Por qué sales?, le preguntan habitualmente. Y él responde que la noche, los compañeros, el peligro, el olor de la pintura, ver al día siguiente tu nombre pasando en un tren… Es eso: ver tu nombre, sientes que haces algo para ti. No es más.
-Es una rebelión contra nada, entonces. ¿No hay una reivindicación política detrás, como expresan las pintadas de protesta?
-Pero eso no es grafiti. Eso es usar la pintura callejera como un arma política. Escribes: “Curas, apartad el rosario de nuestros ovarios”, una frase feminista que por cierto comparto y que me parece estupenda. Pero eso entra en la cultura urbana. El grafitero de verdad está en un estadio más primitivo. El origen es el yo: mostrar que existen. Es la afirmación del yo. Para ellos lo importante es el tag, la firma. Lo demás viene después.
-Una suerte de expresión del vacío posmoderno, de anarquismo sin explicación…
-Ni siquiera pretende eso. No es un grito social. Es gente que no tiene existencia social, un tío que está en paro, que no tiene voz, y que poniendo su nombre en una pared se afirma, existe. Un grafitero del que me hice amigo tiene hechos quinientos trenes del Metro de Madrid. ¡A ese tío lo lee más gente que a mí! Pasan los trenes y ahí va su obra, ante millones de personas todos los días. Es un mundo tan complejo, tan lleno de matices.
-Usted es un novelista reconocido, que no le tiene miedo a la fama. ¿Se identifica en algo con estos “escritores” que pelean por mantenerse anónimos, invisibles?
-No. No me he vuelto grafitero. Sigo considerando que en general es una actividad vandálica y que no debe ser permitida. Pero lo que me ha pasado con este libro es que he vuelto a Territorio comanche ; he vuelto a descubrir la emoción, la adrenalina, el instinto de grupo, el peligro, el correr y no dejar a nadie atrás. He recuperado viejos recuerdos. Me ha hecho gracia porque es lo mismo que en las guerras que me ha tocado cubrir como reportero. Toda esa liturgia está presente. Ha sido una experiencia de lo más interesante. He ido con ellos a pintar. Y yo ahí, con mis años, me decía: ¡Como me pillen aquí!, imagínate. “Hombre, don Arturo, ¿qué hace usted aquí?”
-¿Se encapuchó y agarró el aerosol?
-No, no. Usé las viejas tácticas de los reporteros. Me dije: si me he metido con la guerrilla, con los narcos, cómo no voy a meterme con los grafiteros. Vas poco a poco, te metes, le comes la oreja a uno, hablas con otro, hasta que empiezas a ser aceptado, empiezas a pasar inadvertido. Tienes que tener humildad profesional. No puedes ir altanero, en plan “estoy escribiendo una novela”. No puedes ir de corbata, pero tampoco vas de coleguita porque no se lo creerían. Vas de normal. Nos tomamos unas cañas, nos conocemos. De hecho, algunos ahora son amigos míos.
-¿Rescata más la ética que la estética de ellos?
-Como todo grupo marginal, tiene de todo: compañerismo, épica, reglas. Una regla suya, por ejemplo, es que no dejan a nadie atrás; si hay un compañero herido, vuelven, aunque esté toda la policía buscándolos con perros y todo. A menudo he encontrado grafiteros que respetan más las reglas que en grupos de gente presuntamente honorable. Y en cuanto al arte, hay una cosa que está en esta novela. Hay artistas modernos buenísimos, pero es verdad que el mercado del arte está en manos de galeristas y de críticos cómplices de los galeristas, capaces de convertir de la noche a la mañana a un mediocre en una estrella. En un mundo del arte domesticado y descaradamente comercial, estos tíos por lo menos se juegan la vida. ¿Voy a respetar yo a este Damien Hirst con sus vacas y tal y despreciar a un chaval que se juega la vida para poner su nombre en un puente? La línea divisoria del héroe o del villano es difícil. Yo no puedo aprobar su conducta, pero ahora al menos he llegado a comprenderlos. Una vez más he comprobado que el mundo no es blanco o negro. Sin duda hay una parte vandálica. No se trata de justificarlo, por supuesto. Estos días me preguntan todo el tiempo si estoy a favor o en contra del grafiti. Y es como me pasó con el narcotráfico, cuando hice La Reina del Sur . Yo no juzgo. Cuento una historia que ocurre en ese mundo. Utilizo el narcotráfico, la esgrima, la guerra y ahora me toca el grafiti.
-¿Fue Banksy una referencia para la creación del personaje de Sniper?
-En parte sí. Pero entre los grupos con los que me moví no lo consideran un grafitero, lo desprecian: dicen que el tío ha vendido su culo. Es un artista callejero que se ha pasado al sistema. Los más duros quieren mantenerse fuera del sistema; no para gritar contra el sistema, sino porque su independencia, su marginalidad los satisface mucho. La adrenalina, la noche es una forma de vida. Es un deporte de riesgo. La palabra cultura está lejos. Muchos de ellos no sabían quién era yo, lo que es estupendo.
-¿Qué visión tenía de los grafiteros antes de conocerlos?
-Pues la que tiene todo el mundo. Que eran unos hijos de puta vandálicos. Los hay, pero ahora sé que hay gente que tiene otros valores. Todo tiene una liturgia, casi militar, ante cada operación, cada incursión. Van con ropa pitillo porque tienen que correr sin engancharse. Se tiznan la cara. Una liturgia casi militar, en el buen sentido, que crea camaradería y espíritu de grupo. A mí, con toda mi experiencia, mi edad, mis guerras vividas, me resultó fascinante. Igual aclaro, sigo considerando que es una actividad vandálica, que debe ser perseguida, que no se puede permitir.
-Lo aclara demasiado, ¿lo han criticado mucho, siente que puede ser visto como un apologista?
-Sé que hay gente que dirá: “Este joputa se ha vuelto grafitero para vender libros”. Y sé lo que es Internet y todo lo que sale de ahí. Yo he dicho que el grafiti tiene una épica. Saldrán y dirán: “El Reverte defiende el grafiti”. Por eso dejo muy claro cuál es mi posición.
-¿Y cómo le surgió el interés por ese mundo?
-Bueno, el tema del arte me interesa desde hace tiempo, siempre está en mi obra. Viajo mucho en tren siempre que puedo y en tren ves mucho grafiti. Siempre me causó curiosidad saber quiénes hacían esas pintadas, qué buscaban. Un día estaba en Verona, en el balcón de Julieta, y vi la historia: imaginé un grafitero que hacía una actuación allí. La casa de Julieta tiene un túnel de entrada que es como una Capilla Sixtina llena de chicles pegados, corazones, candados, en la que todo el tiempo hay turistas haciéndose fotos. Una especie de parque temático cursi que desplazó el foco del objetivo original. El arte termina siendo un producto de masas y se desvía. Me quedé con eso.
-¿Y por qué un thriller?
-Cada novela requiere su ritmo. El instinto de un novelista te dice si algo va largo o corto. Ésta es una novela urbana, tiene una banda sonora espectacular. Si la leyeras con la música -que no es mérito mío, me la aportaron los grafiteros- es mucho mejor. Es una novela muy sonora. Requería un ritmo determinado. No podía meterme en descripciones complejas como hice en muchas otras de mis novelas. He cuidado mucho que técnicamente tuviera un ritmo rápido, con mucho diálogo. Es una estructura adecuada a la historia. No podría hacer una novela de grafiteros de seiscientas páginas; sería un despropósito y no funcionaría.
-Vuelve a tener a una mujer como eje del relato, en este caso incluso es la narradora.
-Tengo 62 años y muchas novelas encima. Me he dado cuenta de que el hombre como punto de vista narrativo de una novela tiene un montón de limitaciones de las que la mujer carece. Con la mujer llegas a donde con un hombre no puedes llegar. La mujer tiene una percepción del mundo, una lucidez distinta, una mirada mucho más penetrante, lúcida, analítica. Ciertos conflictos son más completos si interviene el punto de vista de la mujer para contarlos. La mujer en la novela me está dando unas posibilidades narrativas para abrir puertas nuevas.
-Y en este caso es lesbiana, ¿qué efecto buscó?
-Es una lesbiana, pero no se hace especial hincapié en eso. Lo trato con mucha delicadeza, porque no es el tema. Pero eso me permite algunas miradas más ricas, más complejas. Es lesbiana por necesidades del guión, digamos. Pero el foco del lector no lleva hacia ahí. Yo soy un tío y me ha llevado trabajo, reflexión, mucho cuidado, mucha poda. Una novela es una herramienta en función de la idea que quieres contar. Esta novela requería esos matices y esa finura del personaje lo hace posible. Era difícil de hacer, por eso estoy contento. Todo autor masculino corre el riesgo cuando escribe como una mujer de ser él travestido, con peluca y falda. No quería eso. Buscaba una mujer de verdad y me llevó buena parte del trabajo encontrar esa sutileza.
LA NACION