06 Dec Un hombre indispensable
Por Patricio Bernabé
Atravesó las últimas décadas de su vida ungido en lo que era: una leyenda, un mito, casi un santo por la veneración que emanaba de su persona. Habría que remontarse quizás a un Mahatma Gandhi para comprender hasta qué punto su figura, paradójicamente de una extrema sencillez, fue indispensable, porque sólo los indispensables son capaces de torcer en forma definitiva e inexorable los destinos de un pueblo y una nación.
Dejó su vida por una causa. Y al mundo le dejó la lección más sublime: que la democracia y la libertad deben alcanzarse sin odios ni revanchismos, con la mirada en el futuro. Por eso, el mundo detiene hoy su pulso, contiene la respiración y esboza simplemente: adiós, Madiba.
Ícono moral, Mandela terminó de forjar su identidad política y cincelar su liderazgo en los 27 años sufridos en prisión, la mayor parte en condiciones extremas. Desde allí tejió la telaraña maestra que llevaría finalmente al desmantelamiento del apartheid.
Y para dejar atrás ese nefasto y brutal régimen de segregación racial, el más longevo que conoció la historia moderna, hacía falta una personalidad de esa talla.
Capacidad de persuasión, tolerancia, conocimiento de los que se encontraban en el otro extremo del abanico ideológico y que eran considerados en un momento enemigos o rivales y luego fueron simplemente socios en la empresa de refundar el país, paciencia para mover las piezas de ajedrez en el momento más oportuno, muchas veces cuando la mayoría de sus compañeros de ruta aconsejaban lo contrario, fueron las herramientas que utilizó para lograr un objetivo que parecía a todas luces imposible y que terminó no sólo convirtiéndose en una pasmosa realidad, sino en un categórico ejemplo de pragmatismo y conducción.
Hizo de una visión un sueño, y de ese sueño su meta en la vida, que concretó para dejar un fabuloso legado y a la vez un compromiso de fe para las futuras generaciones sudafricanas.
EL COMIENZO
Ese legado cobra dimensiones reales cuando se tienen en cuenta los desafíos y las circunstancias históricas que debió enfrentar. Cuando nació, el 18 de julio de 1918, en Mvezo, una pequeña villa a orillas del río Mbashe, en el distrito de Umtata, capital de la región de Transkei, ya existían en el país leyes que confinaban a la población negra a determinadas zonas.
Perteneciente al clan Madiba de la etnia xhosa y uno de los 13 hijos que tuvo con sus cuatro esposas un consejero principal de la casa real Thembu, Rolihlahla Dalibhunga Mandela, tal su nombre completo, quedó huérfano a los nueve años. Luego de cursar el bachillerato, conoció a un socio de lucha, Oliver Tambo, en la Universidad de Fort Hare, de la que sería expulsado por participar de una huelga estudiantil (terminó ese ciclo por correspondencia). Posteriormente realiza estudios de derecho en la Universidad de Witwatersrand, y junto con Tambo, Walter Sisulu y Anton Lembede, integra la rama juvenil del Congreso Nacional Sudafricano (CNA), organización abanderada del nacionalismo negro, cuyo programa contemplaba la huelga general, la desobediencia civil, la no cooperación y la resistencia no violenta.
Por ese entonces ya se había casado con Evelyn Ntoko Mase, con quien tuvo cuatro hijos.
Con el triunfo del Partido Nacionalista en las elecciones de 1948, se instaura en forma oficial el sistema del apartheid, mediante la aprobación de una serie de leyes que clasifican al país por razas y establecen en qué zonas vivirán de allí en adelante, además de limitarse drásticamente las libertades sociales y políticas. El muro infame de la separación estaba definitivamente consolidado en el sur del continente africano.
La actividad política de Mandela se intensifica. Busca entonces formar un frente multirracial, que incluya a otros grupos de resistencia política, como los comunistas. La década siguiente lo verá ascender en el escalafón partidario del CNA e involucrándose en la campaña de desobediencia de 1952, organizando la resistencia al régimen blanco, abriendo en Johannesburgo el primer bufete de abogados negros (junto a Tambo), impulsando la aprobación de la llamada Carta de la Libertad, en la que se proponía la instalación de un Estado multirracial, igualitario y democrático, una reforma agraria y mayor justicia social. Allí se establecía que “Sudáfrica pertenece a todos aquellos que en ella viven, blancos y negros, y que ningún gobierno puede, en justicia, arrogarse la autoridad a menos que ésta se base en la voluntad popular”.
Esa década lo verá también separándose de su esposa y conociendo a Winnie Madikizela (también activista, con quien se casó en 1958 y tuvo dos hijas), siendo juzgado y absuelto en un juicio por traición, operando desde la clandestinidad, lo que le valió el apodo de “Pimpinela Negra”. Y acaso impactado por la matanza de Sharpeville de 1960, en la que 69 personas murieron a manos de la policía y desalentado por la poca efectividad de la lucha pacífica, creó, en 1961, el ala paramilitar del CNA, llamada Umkhonto we Sizwe (La lanza de la nación), lo que marca su etapa más combativa, fase en la que se realizan sabotajes contra sedes gubernamentales con la intención de herir al gobierno económicamente.
A su regreso de Argelia, adonde había viajado para recibir instrucción militar, es acusado de dejar el país en forma ilegal y de llamar a la huelga. Condenado primero a cinco años de cárcel, fue juzgado nuevamente en Rivonia y, en 1964, junto a Sisulu, recibe la pena de cadena perpetua.
Su primer destino, al igual que el de muchos otros integrantes del CNA, sería la prisión de Robben Island, al sudoeste de Ciudad del Cabo, donde pasaría los siguientes 18 años de su vida, confinado en una celda húmeda y fría con apenas una minúscula ventana que daba a un patio interior, cerca de la débil luz de una bombilla cercana que permanecía encendida todo el día. “Solamente podía dar tres pasos. Cuando me recostaba, mi cabeza tocaba una de las paredes y mis pies la otra”, recordó en su conmovedora biografía Larga caminata a la libertad .
ESPIRAL DE VIOLENCIA
Y mientras Mandela permanecía aislado del mundo, el país se sumergía en una espiral de violencia inquietante, con episodios dramáticos como la revuelta de Soweto de 1976, cuando una manifestación de unos 15.000 estudiantes contra la imposición del afrikaans como lengua de enseñanza finalizó con un brutal enfrentamiento con la policía.
El mundo ya por ese entonces había dirigido su mirada hacia el extremo sur del continente africano, y si bien el puño de hierro del apartheid no dejó de tensarse, la figura de Mandela ya se perfilaba en el exterior como la de un símbolo, el de la secuestrada voz de la conciencia de una nación y un gigantesco llamado de atención, que derivó en boicots y sanciones internacionales contra el régimen y pedidos desde el exterior para su liberación, que fueron sistemáticamente rechazados por el gobierno.
Mandela, Sisulu y otros compañeros son trasladados en 1982 a la prisión de Pollsmoor, en Ciudad del Cabo, en condiciones menos rígidas. Por primera vez ocupó una celda individual, circunstancia que si bien no recibió con agrado, por tener que separarse de sus compañeros, aprovechó para iniciar algo que ya había madurado. Mucha sangre ya se había derramado. Había llegado el momento de dialogar con las autoridades. En sus propias palabras: “Me di cuenta de que si el gobierno y el CNA no lo hacían en un futuro inmediato, el país podría hundirse en una guerra prolongada y amarga. Miles, si no millones de vidas, se hubieran perdido”.
Ya la rueda de la historia comenzaba a girar en otra dirección, aunque muy tibiamente, y es en 1985 cuando tras algunas primeras aproximaciones con los representantes del régimen de supremacía blanca, el presidente P.W. Botha le ofrece la libertad a cambio de su renuncia a la violencia. Mandela se niega, en una actitud que repetiría en los años siguientes para presionar aún más por las reformas que consideraba indispensables y no aceptar sólo cambios cosméticos.
GIRO CLAVE
En 1988, a sus 70 años, Mandela es hospitalizado por una tuberculosis -producto de la humedad de la celda en que se hallaba- y luego derivado a la prisión Victor Verster, cerca de Paarl -a unos 60 kilómetros de Ciudad del Cabo-, donde vive en un pequeño bungalow, con piscina y cocinero particular, señal inequívoca de que a esas alturas el gobierno buscaba una atmósfera menos hostil que facilitara el acercamiento.
Un año después se produce un hecho clave que terminaría por acentuar ese giro: F.W. Klerk asume el poder en reemplazo de Botha. Ahora sí Mandela suspende la lucha armada, se levanta la ilegalidad del CNA y lo que parecía imposible se concreta: poco antes de las cuatro de la tarde del 11 de febrero de 1990, el mundo observa extasiado una de las imágenes más estremecedoras de la historia moderna: Mandela abandona la prisión y saluda a la multitud que lo esperaba con el puño derecho en alto. Diez mil días de confinamiento habían quedado atrás.
Casi al anochecer, desde el balcón del City Hall, daría su primer discurso como hombre libre, en el que se dirige a todos los sudafricanos. “Estoy aquí ante ustedes no como un profeta, sino como un humilde servidor del pueblo. Vuestros incansables y heroicos sacrificios han hecho posible que yo esté aquí en este momento; por lo tanto, pongo los años que me quedan de vida en vuestras manos”, dijo, conmovido por la marea humana que se había congregado en el lugar.
Los hechos se precipitan: De Klerk desmantela las principales leyes que sostenían el sistema de apartheid; en 1992, un referéndum sólo para la minoría blanca aprueba continuar con las negociaciones con esa organización negra y con el resto de los partidos políticos, se adopta una constitución de transición, Mandela y De Klerk reciben en 1993 el Premio Nobel de la Paz y el 27 de abril del año siguiente, tras no pocos escollos (recelos, muestras de desconfianza, el extremismo de ciertos sectores de la población negra, la violencia tribal y un principio de boicot del líder zulú, que pusieron a prueba la habilidad política y visión a largo plazo de Mandela), se realizan las primeras elecciones libres y multirraciales en la historia sudafricana, que lo colocan en el poder al frente de un gobierno de unidad nacional, que en los siguientes cinco años enfrentará una ardua tarea con resultados discretos, y en los que buscará con leyes sociales y de tierras compensar a su raza de las brutales inequidades del pasado.
Dificultades en la implementación de sus propuestas económicas, en las que debió satisfacer las necesidades postergadas de la mayoría negra sin espantar a los capitales tan necesarios para el sostenimiento del país (el sistema financiero y los negocios en su mayor parte estaban en manos de los blancos), un alto desempleo, un crecimiento explosivo de la delincuencia común (con alarmantes índices de asesinatos y violaciones) y una ineficaz lucha contra el flagelo del sida, enfermedad cuya propagación alcanzó proporciones gigantescas, desdibujaron el papel desempeñado por su gobierno, en el que el imán que generaba indudablemente Mandela lo vieron desplegarse, especialmente en la fase final, más en un papel virtualmente protocolar que práctico.
Debido a su estatura gigantesca como líder mundial, esa realidad indubitable lo llevó también a desempeñar un rol destacado en la mediación de varios conflictos en países africanos vecinos, como la República Democrática del Congo, Burundi, y hasta con el entonces líder libio Muammar Khadafy para la entrega de los ciudadanos de esa nacionalidad acusados del atentado de Lockerbie.
LA RECONCILIACIÓN
Y fue durante su gestión en la que se generó la necesidad de mirar a ese pasado reciente y de curar heridas. Con ese objetivo se creó la Comisión de la Verdad y la Reconciliación, presidida por otro incansable luchador contra la segregación racial, el obispo Desmond Tutu. Allí se establecieron culpas, se atribuyeron responsabilidades, tanto para los miembros más feroces del inhumano régimen racista como también para algunas de las figuras más representativas del movimiento de liberación negro, lo cual generó no pocas resistencias en el seno del partido de gobierno, especialmente de quien sería su sucesor en el cargo a partir del 14 de junio de 1999, el hasta ese entonces vicepresidente Thabo Mbeki.
Y esa búsqueda de la verdad no es un logro menor, porque solamente él pudo ser el protagonista excluyente de ese nuevo nacimiento de Sudáfrica; solamente su figura aglutinante, indiscutida, de enorme autoridad moral hizo posible ese nuevo destino, que lograra encolumnar bajo su ala sectores tan diversos que arrastraron durante décadas un odio visceral.
Divorciado de Winnie en 1996, con quien tuvo dos hijas, dos años más tarde se casó con Graça Machel, viuda del presidente de Mozambique, Samora Machel, y compañera inseparable de la última etapa de su vida, en la que, tras haber recibido más de 200 galardones y reconocimientos internacionales, títulos honoríficos y universitarios, y sobre todo la admiración mundial, dedicó sus esfuerzos a contribuir y promover el trabajo de decenas de instituciones benéficas y actividades solidarias y humanitarias.
Su salud deteriorada obligó a partir de allí a varias internaciones, mientras en el entorno familiar se sucedían mezquinas disputas sobre su herencia y sus bienes para apropiarse del “sello Mandela”, una patética recordación de las miserias humanas que paradójicamente rodearon en el ocaso a uno de los grandes de la historia.
Fue sin dudas un capítulo innecesario en el cierre de una vida ejemplar, de lucha y entrega, de una entereza que se ganó el respeto y hasta la admiración de sus carceleros, de sacrificio y convicción, pero también de pragmatismo y tolerancia, que se conjugaron en dosis exactas para redondear una lección que recuerda y recordará por siempre lo mejor del espíritu humano.
Y qué mejor manera de hacerlo que rescatar sus propias palabras, aquellas que pronunció poco después de jurar como presidente: “Nunca jamás esta hermosa tierra volverá a experimentar la opresión de un ser humano por otro… el sol nunca deberá ponerse en este logro humano tan glorioso. Que reine la libertad. Dios bendiga a África”.
Hacer honor a ese deseo por el resto de la historia será la mejor ofrenda que el mundo, que hoy detiene su pulso y contiene la respiración, podrá ofrecerle en la despedida final.
Gracias, Madiba. Adiós
LA NACION