Boedo es Tierra Santa

Boedo es Tierra Santa

Por Waldemar Iglesias
No es la pretensión de una metáfora: el cielo está azulgrana de verdad. Debe ser deseo divino o mandato del Papa Francisco. Al partido le quedan poco más de 20 minutos y Vélez ataca. Apenitas después, Allione patea, sus hinchas gritan gol, parece gol. Pero no. El palo rechaza y transforma el grito en silencio y en bronca ajena. Eso también se parece a un determinismo celestial. Y hay más situaciones camino al final de esta final. Cuando queda un suspiro o menos, Allione vuelve a patear una suerte de penal. Otra vez parece gol. Pero no. Un tal San Torrico de Almagro pone su mano izquierda -que a esa altura es la mano de todo San Lorenzo- y hace la atajada del campeonato y de su gloria. El paraíso es de él en ese instante. Y Boedo parece -otra vez-Tierra Santa .
No le queda nada al partido. El último centro no va a llegar al área. El árbitro Pitana dice que se terminó y que empataron cero a cero. Pero en Rosario, Newell’s y Lanús siguen jugando. Empatan y alcanza para el festejo de San Lorenzo. Pero allá queda un minuto. Y ese minuto acá dura un pedazo de la vida. Pizzi ya está llorando. Romagnoli -el Pipi , ese emblema, ese crack imperecedero- se agarra la cara con una ansiedad que no le cabe en el cuerpo. En el centro del campo, un puñado de jugadores ya sin camisetas salta y grita. Son los últimos segundos hacia la consagración. Llega la noticia. Terminó en el Coloso Marcelo Bielsa. Sí, sí, sí. San Lorenzo es el campeón del Inicial. Y entonces, la curiosa fiesta – casi sin visitantes- nace como un estallido. De fondo, los hinchas de Vélez gritan una cargada ineficaz: “El que no salta / no fue a Japón” . Los jugadores también se transforman en hinchada. Incluso tienen su propio cotillón, con gorros gigantes, papelitos, vinchas, banderas, remeras al viento. En breve, llega el más preciado de los objetos: el trofeo. Es plateado, brilla. Pero sobre todas las cosas es patrimonio exclusivo de San Lorenzo.
La celebración íntima continúa en el vestuario visitante del Amalfitani. Están los jugadores, el cuerpo técnico, los auxiliares, los médicos, algunos curiosos. Todos tienen una felicidad que no necesitan expresar más que con esos gritos que prometen la disfonía de varios días. Y con esas dos palabras repetidas que son un viejo orgullo renovado: “Dale campeón / Dale campeón” . Ortigoza y Buffarini son los que conducen la orquesta desafinada; el presidente Lammens parece uno más de los jugadores; Pizzi vuela por el aire impulsado por las manos de sus dirigidos; Mercier corre y salta como si el partido continuara. Todos se ovacionan con todos.A esa altura, Boedo y su amplia zona de influencia es un territorio tomado por gente feliz. El espacio elegido no es azar sino una cuestión de pertenencia: San Juan y Boedo, la esquina Homero Manzi, curiosamente un quemero . Las calles ya no son calles: se convirtieron en una enorme peregrinación de fieles rumbo a su lugar. La Avenida La Plata vuelve a lucir como en los días de furor, cuando el Gasómetro era el Wembley de Buenos Aires . Hay gente emocionada, que solloza, que llora; hay fanáticos que gritan como si quisieran que los escucharan en el Vaticano. Hay niños que corroboran que nunca cambiarán de colores; y saltan porque aprendieron pronto que el que no salta es de Huracán. En breve, la canción que ya resulta un himno aparece, unánime: “Una gitana hermosa tiró las cartas /dijo que San Lorenzo iba a ser campeón”. La gitana tenía razón. La noche ya se hace madrugada en Boedo. Los jugadores recién se sumaron al encuentro popular. La fiesta continúa. Para todos ellos el cielo sigue siendo azulgrana.
CLARIN