Berín, ciudad viva

Berín, ciudad viva

Por Ariel Duer
Berlín es de esas ciudades imposibles de contar, que sólo al explorarlas revelan su magia intangible. Como esas personas cuyo atractivo reside en su carisma. En este caso, llamémoslo atmósfera, espíritu, pulso. Múltiples iconos adornan las postales berlinesas. Veamos.
Uno: lo que queda en pie del Muro, la célebre sección conocida como East Side Gallery, intervenida por artistas que han obrado el milagro de resignificar su función original. Si bien está algo alejada del centro, el acceso en transporte público es bastante directo -Berlín posee una envidiable red articulada de metro, trenes urbanos y buses- y la visita vale la pena, antes de que los desarrolladores inmobiliarios cumplan su amenaza de demolerla parcialmente para levantar un rascacielos de lujo.
Dos: la Puerta de Brandeburgo, en la Pariser Platz, en la cual desemboca el bulevar Unter den Linden, la gran avenida de la ciudad, y sobre la que se ubican edificios históricos como la Universidad Humboldt y el Deutsches Historisches Museum.
Tres: el Reichstag, sede del Parlamento y símbolo de la Alemania reunificada, con su cúpula de cristal de Norman Foster.

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Cuatro: Checkpoint Charlie, el más conocido de los pasos fronterizos entre las dos berlinés.
Cinco: las coloridas esculturas y figuras de osos que se ven por doquier, evocando al animal que aparece en el escudo municipal (hasta el día de hoy no hay consenso sobre el porqué de este símbolo).
Seis: los simpáticos Trabant (Trabi para los amigos), el modelo de auto económico, masivo y popular de la Alemania comunista, que aún siguen andando y, cual reliquias motorizadas, dejan su impronta en medio de tantos Mercedes y Audis (y tantas bicicletas, el medio que la mayoría de los habitantes elige para moverse).
Y siete, nuestro favorito: la retrofuturista y setentosa (en rigor, se inauguró en 1969) torre de TV a metros de Alexanderplatz y de la iglesia Marienkirche, que nació como un intento de la dirigencia de la ex RDA de exhibir el poderío socialista y que hoy sigue cautivando envuelta en paradojas: el merchandising con la singular forma de la torre va desde llaveros a perfumes (¿el triunfo del capitalismo?) y, para colmo, cada vez que el sol se refleja en la esférica cúpula de acero se divisa el dibujo de una cruz, capricho de la física que el ingenio local bautizó “la revancha del Papa”, contra el ateísmo socialista. Subir hasta el mirador ubicado a una altura de 204 metros cuesta unos buenos euros pero los vale: desde allá arriba se obtiene una panorámica de 360 grados que revela los contrastes arquitectónicos entre las moles de estilo soviético del boulevard Karl-Marx-Allee y la imperialísima Unter den Linden. Al fondo, a lo lejos, se divisa el Tiergarten, antiguo coto de caza de la aristocracia prusiana devenido en pulmón verde, epicentro recreativo y social para vecinos y turistas.

De paseo
Y ya que estamos en la zona Este, por qué no recorrer la Oranienburger Strasse, corazón del viejo Barrio Judío (que invita a perderse en sus laberínticos pasajes), donde se ubican la bella Nueva Sinagoga (que data del siglo XIX, y cuya fachada remite más a la Alhambra de Granada que a un tradicional templo hebreo) y la casa okupa Tácheles, símbolo de la contracultura de Berlín de los últimos 25 años, que cerró sus puertas en 2012 -el Estado desalojó la propiedad- pero cuyo espíritu subsiste en la resistencia de los artistas que la habitaron y que hoy gestionan, en las adyacencias del edificio, una zona de exhibiciones y eventos.

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Pero hay más, tanto que la estadía siempre parecerá corta. Si algo le sobra a Berlín es memoria, y la ejercita a través del arte. ¿Ejemplos? El Museo Judío, con su diseño irregular ideado por Daniel Libeskind; la cicatriz de baldosas que indican la trayectoria del Muro derribado; la céntrica iglesia Gedáchtniskirche, cuya cúpula destruida en un bombardeo durante la Segunda Guerra nunca será reparada; el memorial a las víctimas del Holocausto (una plaza enorme atiborrada de rectángulos de cemento gris de diferentes tamaños, separados por estrechos pasillos); la biblioteca subterránea con estantes vacíos, obra del artista israelí Mija Ullman que recuerda la quema de libros por parte de los nazis en Bebelplatz, en 1933. La capital alemana no sólo posee un pasado fascinante cuyas sucesivas etapas, incluso las más oscuras, se visibilizan a cada paso superpuestas como capas de cebolla. Tiene, además, un presente pujante y cosmopolita. Tiene cultura para tirar al techo. Museos de todo tipo. Bares con cervecería propia y restaurantes donde sirven el mejor eisbein (codillo de cerdo con chucrut) en el distrito bohemio de Nikolaiviertel. Tiene un río que la atraviesa (el Spree). Tiene centros comerciales top como el Sony Center, la impronunciable avenida Kurfürstendamm (abrevíese Ku’dam) o la afrancesada FriedrichstraBe, otra arteria emblemática. Tiene onda. Por eso todos quieren visitarla. Y volver.
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