13 Dec 30 años
Por Ezequiel Fernández Moores
“Estos son unos comunistas”. La persona, sentada en primera fila, no soporta el discurso de Rodolfo “Michingo” O’Reilly y abandona indignada el hotel Panamericano. En el retorno de la democracia, el secretario de Deportes de Raúl Alfonsín explica que, ante tanta deuda social y tan poco dinero disponible, el programa del gobierno radical no atenderá a quienes ya tienen un club, sino que apuntará a incluir a la práctica deportiva a los sectores más desprotegidos. “En el Borda les dan de comer a los locos en una carretilla y vos me pedís que te pague el viaje de tu hija al Mundial de Esquí”, corta O’Reilly una demanda telefónica. “Estos dos pibes toman agua donde antes pasaron perros y lagartijtas y vos me ?rompés’ con becas para nadar”, le dice a un asesor que pide dos becas de 300 pesos para dos nadadores. Así, decenas de casos. O’Reilly parece más un ministro de Acción Social que de Deportes. Por supuesto, tampoco hay dinero para Daniel Scioli cuando tiempo después pide apoyo para empezar a competir en la millonaria motonáutica europea. El programa de inclusión que lanza el gobierno de la UCR se llama “Deporte con todos”. “Son capaces de inaugurar hasta una canilla”, critica el peronismo, opositor. Pero uno de los principales problemas políticos de aquellos años iniciales O’Reilly lo sufre de su propio deporte, el rugby, que seguía empeñado en continuar viajando a la Sudáfrica del apartheid. Un año antes de su asunción, el propio O’Reilly había viajado como técnico del seleccionado argentino. Dirigió a unos Pumas que se disfrazaron de Sudamérica XV para burlar el boicot a la Sudáfrica racista. Eran años en los que Nelson Mandela importaba menos.
Cuando hace 30 años la democracia renacía en Argentina, Mandela seguía preso. Encarcelado desde 1962 gracias un informe de la CIA, Mandela pasó 18 años en una cárcel de 2,5 por 2,1 metros de Robben Island, una Alcatraz sudafricana, lavándose con cubos de agua fría, probando comida deprimente, golpeado, amenazado y aislado. Fue trasladado a la prisión de Pollsmoor el 31 de marzo de 1982, exactamente tres días antes de que los Pumas jugaran contra los Springboks. Un militar sudafricano levantó una copa ante los Pumas porque un día antes, Leopoldo Galtieri había ordenado el desembarco en Malvinas. Fue el inicio del fin para la dictadura argentina. La sudafricana iniciaba su propia debacle. Hasta los Springboks, el rostro deportivo más exitoso y herramienta política del apartheid, eran objeto de boicot, al que ahora sí adhería la nueva democracia argentina. Arrepentido públicamente de la gira de 1982, O’Reilly prohibe que se repitan disfraces estilo Sudamérica XV. Mandela apoya el boicot. Pero si hay partido, saluda que los Springboks pierdan. Se lo confesó años más tarde a Hugo Porta, autor de todos los puntos en el inesperado triunfo 21-12 de Sudamérica XV y embajador en Sudáfrica en los ’90. Mandela había comenzado a estudiar el rugby en Robben Island. Quería hablar el mismo lenguaje del enemigo. El deporte le sirve para distender las reuniones secretas que mantiene en su nueva prisión de Pollsmoor, cerca de Ciudad del Cabo. Decide dialogar con el régimen que sigue matando a su gente. Esas reuniones inician el fin del apartheid, las primeras elecciones libres en 350 años que lo llevan a la presidencia y, cómo no, la postal idílica modelo Invictus del Mundial de rugby de 1995 ganado por Sudáfrica, con Mandela vistiendo la camiseta número 6 del capitán Springbook Francois Pienaar, ícono global del nuevo país.
Hay quienes afirman que fue aquella alegría de negros y blancos celebrando el triunfo del Mundial lo que salvó a Sudáfrica de una guerra civil que parecía inimnente. Pero también ese mismo año de 1995, Mandela creó la Comisión de Verdad y Reconciliación. Sirvió de catarsis colectiva para que miles de víctimas tuvieran por primera vez dónde contar el horror. Como Lukas Sikwepere, ciego tras un balazo y torturas. “Siento que lo que me ha hecho sentir enfermo todo este tiempo -dijo a la Comisión- es no haber podido contar mi historia. Pero ahora que he venido aquí y he contado mi historia, siento como si hubiera recuperado mi vista”. Los documentos exhiben otros numerosos testimonios igual de desgarradores. Se esclarecieron cientos de injusticias. Pero la mayoría de los victimarios no pidió perdón ni fue preso. Fue acaso una experiencia “única e irrepetible”, como me dijo un testigo del proceso, que sirvió a Sudáfrica para ganar la democracia en paz, pero difícil de ser considerada un modelo universal, como dicen hoy muchos. Mandela, en rigor, pidió a su gente que tuviera la misma generosidad que tuvo él para perdonar. Los pocos que confesaron crímenes fueron casi todos amnistiados. Algunos críticos dijeron que, al menos, debería haberse exigido a cambio una redistribución que atenuara tanta desigualdad. Y que acaso hubiera servido para mitigar la situación social en Sudáfrica, uno de los países hoy con mayores estadísticas de violencia (una media de 43 asesinatos por día). Los que ayer eran protegidos por el apartheid exigen ahora garantías democráticas. Tal vez jamás leyeron las cuarenta páginas finales de recomendaciones elevadas por la Comisión: que se “acelere el cierre de la brecha intolerable entre los más y menos favorecidos” y que “los beneficiarios de las políticas del apartheid contribuyan para la superación de la pobreza” porque “la reconciliación sin justicia económica -dice el texto- resulta mezquina y falsa”. Sudáfrica creció, dicen todos los especialistas, pero un blanco gana seis veces más que un negro. Y la desocupación es de uno cada tres negros y de uno cada veinte blancos. Todos, eso sí, celebraron juntos y sin prejuicios el Mundial de rugby.
En 1983, además de romper lanzas con el régimen del apartheid, el gobierno democrático de Alfonsín buscó cómo reinventar el deporte. Su debut olímpico, en los Juegos de Los Angeles 84, no pudo ser más pobre. Cero medalla. El coronel Antonio Rodríguez, votado bajo impulso militar en plena dictadura, siguió como presidente del Comité Olímpico Argentino (COA) hasta 2005, dos años antes de su muerte. Alfonsín recibió al menos una alegría de su querido Independiente, campeón en 1984 de la Copa Libertadores e Intercontinental. Pero la democracia recibió ún fútbol con muerte en los estadios (el 3 de agosto de 1983 una bengala disparada por capos de La 12 mató al hincha de Racing Roberto Basile en la Bombonera y el 19 de octubre murió baleado Alberto Taranto en un Boca-River). El Mundial ganado en democracia, México 86, con Diego Maradona en su hora más plena, incluyó también el viaje de barras bravas que combatieron en el Azteca con hooligans ingleses. Siguieron viajando hasta el último Mundial de Sudáfrica 2010, eso sí, ahora con un apoyo aún más desembozado del poder político, símbolo de un fútbol hoy rehén de las barras. Y de un país que todavía convive peligrosamente con la violencia. Antes del retorno democrático, durante, ahora y para siempre, el fútbol tuvo y tendrá al mismo dueño del trono. Ayer socio de Clarín. Hoy del Fútbol para Todos kirchnerista. La democracia cumple 30 años. La AFA de Julio Grondona 34.
Las selecciones juveniles de José Pekerman y el Boca gana-todo de Carlos Bianchi brillaron en el fútbol como Gabriela Sabatini y La Legión en el tenis, o Sergio “Maravlla” Martínez y Omar Narváez en el boxeo, entre otras figuras del deporte en años democráticos, además de los menos visibles Juegos Evita, que tienen hoy más participantes, más categorías y más deportes. Pero la jornada cumbre fue seguramente la del doble oro en Atenas 2004, cuando La Generación Dorada de Manu Ginóbili y Luis Scola y la selección de fútbol de Marcelo Bielsa y Carlitos Tévez rompieron medio siglo sin éxitos en Juegos Olímpicos. Sudáfrica 2010, en cambio, no rompió la sequía mundialista. Asistí allí a la última aparición pública de Mandela, en el Soccer City, escenario ayer de los funerales. Mandela celebraba el Mundial junto con Joseph Blatter, patrón de la FIFA. Una sociedad imposible. El Mundial de estadios VIP en pueblos sin luz ni agua fue igualmente motivo de orgullo de la nueva Sudáfrica. “El poder del deporte”, decía Mandela. Primero como resistencia. Luego como reconciliación. Mirando siempre hacia adelante. Pero recuerdo también la inscripción que leí en 2010 en el Museo del Apartheid, en Soweto: “Un pasado olvidado -decía en el ingreso- equivale a un futuro perdido”.
LA NACION
Foto: LA NACION / Sebastián Domenech