23 Nov “Un texto es artificio, pero tenés que lograr que parezca no serlo”
Por Ivana Romero
Pablo Natale, dice, nació en la ruta interestatal Córdoba-Rosario en la década del ’80. Y se quedó en Córdoba. Es autor de libros para adultos “y para seres menores” desde que su hermana de ocho años (que ahora ya es adolescente) le pidió que escribiera relatos para ella. Sus textos (que como en el caso del cuento “Un oso polar”, recibieron diversos premios) se pueden rastrear en el blog pacmanvuelve que mantiene desde 2006, mientras terminaba de estudiar Letras. También es parte de una banda, Bosques de Groenlandia. Pablo fue una de las revelaciones del reciente Festival de Poesía de Rosario donde leyó algunos poemas de su libro Vida en común, editado por Nudista. Y lo fue porque si bien su escritura explora lo cotidiano –casi una marca generacional– al mismo tiempo toma riesgos, se desmarca de sus propias huellas, reinventa formas de narrar que no se parezcan entre sí. En esa editorial, además, acaba de editar Los Centeno, una novela coral que homenajea caprichosamente el famoso texto de J.D. Salinger pero que también, como apunta Alejandro Zambra en la contratapa, está poblada de personajes “raros, nobles, grises, ridículos, impasibles y bellos”. Personajes todos distintos.
–Entre Vida en común y Los Centeno hay cierta continuidad temática aunque en un caso sea poesía y en el otro, narrativa.
–Hay dos ideas que me gustan y me molestan a la vez: el lugar que tienen el amor y la familia en la sociedad, funcionales a cierto aparato de producción. Y eso se ve en cosas concretas. Por ejemplo, tengo amigos que no pueden entrar a dar clases en un secundario porque no están casados. Y a mí me interesa pensar la familia en un sentido más amplio. Los poemas, sí, parten de mi familia, y la novela no. Los Centeno comparten en algunos casos el apellido pero son familiares de otra manera. O directamente no se conocen. Es como una especie de barrio donde están conectados pero muchas veces sin saberlo.
–¿Cómo surgieron esos personajes?
–Algunas escrituras le dan poca importancia al nombre. Y en ese sentido soy muy hebreo: el nombre es muy importante para mí. Y hasta que no lo encuentro, no puedo escribir. Entonces el apellido común fue lo primero, un poco como cita de Salinger, pero sólo un poco. Después leí a César Aira y esta idea de llevar una palabra hasta un extremo enmarcada en una narración. Entonces investigué qué pasaba con la palabra “centeno”, al principio acotada a cinco personajes. Pero el recurso se me vino un poco en contra porque cuanto más escribía, más personajes aparecían.
–O sea, que te interesó descubrir qué forma tenía ese texto que estabas armando.
–Sí, escribo a partir de la forma. En este caso hice tres versiones. Y se las fui pasando a mis amigos, como Federico Falco o Luciano Lamberti. Lamberti tiene un concepto que me divierte mucho, el de “diarrea poética”. O sea, súper frases que le terminan jugando en contra al modo natural de ser del texto. Entonces me ponía al costado de algunas correcciones “DP”. Y es que a veces uno se enamora de ciertas frases aunque sabés que son grandilocuentes o que repiten un procedimiento que una vez te funciona pero que dos veces, es un plomo. Igual, al fin ya no les pasé más nada porque en cierto momento uno tiene que parar. Si no, todo el tiempo son correcciones de correcciones. Y así terminás enfriando el texto, transformándolo en una especie de diccionario técnico de cómo escribir. O directamente, lo matás. Es verdad, un texto es artificio. Pero tenés que lograr que esté al borde de parecer no serlo.
–Como coordinador de talleres de escrituras, ¿cómo te enfrentás a la corrección de textos de otros?
–Les pido que me envíen textos por Internet. Después de tres correcciones, saben que no puedo leerlo. La sobre-escritura o la sobre-corrección necesitan tiempo. Eso es lo primero. Y después, trato de que experimenten. Insisto también con que lean mucha narrativa y poesía contemporánea. Porque a Borges, Cortázar, los clásicos, los pueden leer, están ahí. Pero la idea es mostrar textos de gente que está escribiendo a la par de ellos, al menos epocalmente. O sea, vengo a Rosario, leo a Gervasio Monchietti y bueno, que ellos también lean a Gervasio. Que encuentren voces en las que se sientan cómodos.
–¿Y vos encontraste una voz?
–Mmmmm, sí. Pero una vez que la encontré, necesitaba otras. Hay un equilibrio difícil entre investigar a fondo las posibilidades de tu propia escritura pero, a la vez, no quedar entrampado en un estilo. Por eso rescato La niña de pelo raro de David Foster Wallace. Ahí cada cuento propone su forma y se nota que el escritor tuvo la idea de escribir determinada historia pero sin un molde predeterminado. Cada cuento es personal, la voz de Foster Wallace en ese libro, como en Hablemos de langostas, se desdobla. Es como si él mismo fuera cinco o seis personas. Y bueno, a mí me salió un poco eso: escribir narrativa, poesía, cuentos para niños, hacer música… Cuando entré en la facultad me decían: “ya está todo hecho en literatura”. Es el discurso del Comité de Ancianos, que pretende que te detengas. Y yo vengo acá a Rosario y escucho gente que no conozco y por suerte aquí nadie está diciendo que la escritura se terminó.
TIEMPO ARGENTINO