26 Nov Mejor guardar las apariencias que afrontar la realidad
Por Lucy Kellaway
La semana pasada, conocí en una fiesta a un hombre que me contó que acababa de perder su empleo. Me compadecí de él, pero me dijo que no pasaba nada, que se encontraba bien.
Me explicó que su jefe era un idiota que no podía soportar que uno de sus empleados fuera más brillante y carismático que él. El hombre parecía muy alegre y me aseguró que había recibido una alta indemnización y que, con el despido, el que perdía era su jefe.
Conseguí librarme de él y fui a hablar con un amigo periodista que también había perdido su empleo recientemente. Le pregunté cómo le iba en la búsqueda de trabajo y me respondió que había tenido muchas entrevistas pero ninguna oferta. Me explicó que se estaba cansando de tener que decirle a todo el mundo que era brillante y muy comprometido, cuando, de hecho, era un periodista bastante corriente y medianamente vago. Esta vez, me compadecí con más entusiasmo. Según la ley de los términos medios, la mayoría de nosotros somos, como término medio, muy promediados. Pero para conseguir un trabajo, tenemos que fingir lo contrario; es una farsa agotadora.
De regreso a casa, pensé en estos dos hombres y en sus distintas actitudes ante el despido. ¿Qué es mejor?, me pregunté: ¿decirte mensajes tranquilizadores que pueden no corresponderse con los hechos o afrontar la verdad con toda su dureza?
Acudí en busca de orientación a la sección de Mejores Prácticas de la página de Internet Harvard Business Review, que ofrece “consejos procesables”. Un blog con el título ¡Ayuda! Soy un mediocre asegura que lo peor que podemos hacer es lo que el primer hombre decía: culpar a otros para guardar las apariencias. En su lugar, debemos reconocer nuestros fracasos y aceptar que algo no ha ido bien. Nunca debemos ponernos a la defensiva. Tenemos que preguntarnos –y a otros– si contamos con las aptitudes y “capacidades” adecuadas.
Sin embargo, hay un problema con este gran consejo: es equivocado. Se basa en una idea común, aunque absurda, sobre la naturaleza humana: que estamos dispuestos o somos capaces de cambiar, y que podemos razonar sobre nosotros mismos. Ambos puntos son falsos, especialmente el primero. La clave del error está en el título del blog. Nunca he escuchado a nadie usar el eufemismo “mediocre” para describirse. En lo relativo a nuestro pobre trabajo, somos del todo incapaces de ocupar un terreno neutral. O nos negamos a reconocerlo, o nos regodeamos en ello, usando palabras como: inútil, fracasado, nulo, chapucero, metepatas y desastre.
Y es aquí donde todo se tuerce. Pensar que eres un desastre siempre hace que lo seas más. No es el primer paso para mejorar, sino para ser incapaz de levantarte del sofá en todo el día. Por lo tanto, es infinitamente mejor decirte toda una serie de medias verdades interesadas. Las historias –o “narrativas”, como debemos llamarlas ahora– para guardar las apariencias son fundamentales para sobrevivir.
La superioridad de las narrativas interesadas queda patente en los casos de dos escritoras que conozco. Hace unos años, las dos escribieron su primer libro y recibieron hirientes críticas. El libro de la autora A se calificó de excesivamente largo, flojo y poco convincente. La escritora leyó estas críticas y concluyó que su libro era, de verdad, demasiado largo, flojo y poco convincente, y se sintió abatida. La obra de la escritora B recibió críticas aún más duras. Pero, en lugar de mostrar signos de desilusión, declaró que el crítico estaba celoso porque su propio libro no se había vendido bien.
¿Qué autora creéis que vivió feliz para siempre? La autora B está prosperando; considera que su obra ha sido un gran éxito y acaba de terminar su segundo libro. La escritora A está atascada en su siguiente obra y teme con cada palabra que escribe que va a ser aún más mediocre que el anterior.
Aplicando esta lección a los hombres de la fiesta, preveo que el primero, que culpó de su fracaso a la envidia de otros, encontrará otro trabajo muy pronto. Me temo que mi honesto amigo periodista tendrá que esperar más tiempo.
EL CRONISTA