23 Oct La medicina: de Hipócrates a Galeno (Parte 2)
Por Leonardo Moledo
Ahora sí, vamos a Hipócrates.
Hipócrates de Cos
Una teoría es un recuerdo complejo de lo que se ha experimentado por los sentidos. Preceptos hipocráticos
En realidad, no sabemos mucho sobre Hipócrates, que vivió, probablemente, durante la segunda mitad del siglo V y la primera mitad del siglo IV. No sólo fue el jefe de la escuela de Cos, sino que enseñó medicina en Atenas, y Platón y Aristóteles lo consideraban el arquetipo del médico. Tuvo tal importancia que no sólo sus propias obras, sino todos los textos de la medicina de los siglos V y IV se le atribuyeron: la conjunción de esos libros conforma el Corpus hippocraticum, donde se resume toda la medicina de la escuela y de la época, y consta de unos sesenta tratados, casi todos escritos entre 430 y 330, o sea, justo antes del estallido helenístico.
Hipócrates, o los autores del Corpus, aplican a la enfermedad la misma operación que Tales y los milesios a la naturaleza; le quitan cualquier carga sobrenatural (lo cual muestra, de paso, que se trataba de un “espíritu de la época”) y rechazan toda explicación mágica o religiosa. Si bien los detalles anatómicos y fisiológicos son bastante fantasiosos (como el agua de Tales o el ápeiron de Anaximandro), revelan una actitud ilustrada: un perfecto ejemplo es el caso de la epilepsia.
La epilepsia aparece, para los antiguos, como un “mal sagrado”, porque resulta sorprendente e incomprensible. Lo que hace Hipócrates es, justamente, mostrar que en verdad no es tan incomprensible como parece, que hay otras enfermedades que comparten estas características (como ciertas fiebres y el sonambulismo) y que la epilepsia no tiene por qué ser diferente de esas o de cualquier otra enfermedad. Sólo la ignorancia, denuncia el gran médico, hizo que se juzgara a la epilepsia como un “mal sagrado”, para beneficio de embaucadores y charlatanes. Y éste es el descubrimiento fundamental de Hipócrates, quien escribe con una pavorosa lucidez:
Acerca de la enfermedad que llaman sagrada sucede lo siguiente. En nada me parece que sea algo más divino ni más sagrado que las otras, sino que tiene su naturaleza propia, como las demás enfermedades, y de ahí se origina. Pero su fundamento y causa natural lo consideraron los hombres como una cosa divina por su inexperiencia y su asombro, ya que en nada se asemeja a las demás. Pero si por su incapacidad de comprenderla le conservan ese carácter divino, por la banalidad del método de curación con el que la tratan vienen a negarlo. Porque la tratan por medio de purificaciones y conjuros.
Y si va a ser estimada sagrada por lo asombrosa, muchas serán las enfermedades sagradas por ese motivo, que yo indicaré otras que no resultan menos asombrosas ni monstruosas, a las que nadie considera sagradas. Por ejemplo las fiebres cotidianas, tercianas y cuartanas no me parecen ser menos sagradas ni provenir menos de una divinidad que esta enfermedad. Ya éstas no les tienen admiración.
¿Cuál es entonces la causa de la epi¬lepsia para Hipócrates? Para eso voy a volver un poco más atrás, en este camino sinuoso, y explicar la teoría de los cuatro humores, teoría que, como la fí¬sica aristotélica y la metafísica platónica, estaría destinada a tener una larga vida en la civilización occidental y que es la pieza central de la medicina hipocrática.
Hipócrates contempla la salud dentro de la línea del “equilibrio”, a la vieja usanza de Alcmeón y Empédocles. Pero… ¿qué es lo que está o tiene que estar en equilibrio? Del mismo modo que la naturaleza de Empédocles está compuesta por cuatro elementos básicos, el cuerpo humano está regido por cuatro fluidos a los que se llama, técnicamente, “humores”: la sangre, la flema, la bilis amarilla y la bilis negra, que determinan la salud del individuo. Está sano cuando esos cuatro humores están armónicamente distribuidos y la mezcla es apropiada; la enfermedad se manifiesta al romperse esa armonía o cuando la mezcla es imperfecta.
La causa de la epilepsia, entonces, tiene que ser una alteración del cerebro que se origine en las mismas causas racionales de las cuales provienen todas las otras alteraciones patológicas: una adición o sustracción de seco o húmedo o calor o frío. Por lo tanto, “quien sabe determinar en los hombres, mediante la dieta, lo seco y lo húmedo, el frío y el calor, puede curar este mal”. Lo más importante de todo esto, como se darán cuenta, no es la solución, evi¬dentemente errada, sino la enseñanza metodológica: a consecuencias natura¬les hay que buscarles causas naturales y no mágicas o metafísicas. ¿No les recuerda, como les dije, a Tales, a Anaximandro, a Anaxímenes?
Por otra parte, los cuatro humores, derivados claramente de los cuatro elementos, mantienen una correspondencia con ellos, así como con las cuatro estaciones y las cuatro cualidades (frío, caliente, seco, húmedo). Así, por ejemplo, la flema es fría y húmeda, por lo cual predomina en invierno, también frío y húmedo, causando las enfermedades in¬vernales; en primavera, que es cálida y húmeda, predomina la sangre, que lo es también. Se pueden, asimismo, atribuir al predominio de tal o cual humor los temperamentos: sanguíneo, colérico (bilis amarilla), melancólico (bilis negra) y flemático.
La terapéutica hipocrática, por lo tanto, excluye exorcismos o purificaciones para limitarse a métodos “racionales”, que en general tienden a centrarse en la dieta y en la restauración del equilibrio perdido, partiendo de la idea de que el cuerpo tiende a repararse a sí mismo, y que, como dice el aforismo hipocrático, “la naturaleza es el mejor médico”. Aunque la teoría de los humores es completamente imaginaria, puede interpretarse la terapéutica en clave actual en términos de fortalecimiento del sistema inmunológico, lo que explica el éxito de los spa, las estaciones de aguas termales y otros recursos claves de la medicina naturista. Incluyendo los placebos, desde ya.
Pero bueno, Hipócrates fue, indudablemente, la primera gran figura de la medicina en la Antigüedad, y la que inicia la senda racionalista e ilustrada (que no será una senda recta, por cierto).
Habría que decir, también, algo de Aristóteles, que al ocuparse de todo, también influyó sobre la medicina (era hijo de un médico, digamos de paso), aunque no en forma absoluta¬mente directa sino a través de sus extensísimas investigaciones y experimentaciones biológicas. Estudió sistemáticamente los órganos y funciones de los seres vivos y pudo describir no solamente las especies sino los mecanismos de la reproducción, locomoción y sensación.
También fortaleció la teoría del corazón como sede del “calor innato” esencial para la vida (en cierta forma, una varíante del pneuma) que, justamente por ser tal sede, era el órgano más caliente del cuerpo y necesitaba ser refrigerado, tarea que corría a cargo de los pulmones.
Alejandría
Y después, por supuesto, Alejandría, el gran centro intelectual del mundo helenístico, tuvo su desarrollo propio interesante: durante la primera mitad del siglo III, la medicina se investigó en el Museo y se obtuvieron resultados importantes en anatomía y fisiología. Los aparatos que había, así como la posibilidad de practicar disecciones (e incluso vivisecciones en condenados a muerte, lo cual prueba que la ciencia, pese a sus altos valores, muchas veces no se detiene ante las cosas más horribles) y el hecho de poder dedicarse a la investigación, no con fines directamente prácticos sino con el propósito de incrementar el saber, fueron fundamentales para el desarrollo de la medicina como la conocemos en la actualidad. A decir verdad, el Museo y la Biblioteca funcionaban en cierto modo como una universidad actual, donde se practicaba la medicina en el sentido biológico que señalé al principio del fascículo.
No conocemos demasiados detalles sobre la medicina en Alejandría, pero sí sobre los dos más descollantes médicos he¬lenísticos: Herófilo de Caledonia y Erasístrato de Quíos. Veamos qué pensaron.
Herófilo (330-260), que quizá fue el primero en practicar la disección pública de cadáveres, estudió la anatomía del ojo, se ocupó del sistema nervioso, describiendo la conexión entre el cerebro, la médula y las raíces nerviosas que iban a todo el cuerpo; distinguió las funciones sensitivas y motoras y estudió el sistema reproductor. También abordó el sistema cardiovascular, distinguió venas de arterias por el grosor de las paredes, describió las válvulas del corazón y predicó el uso del pulso como sistema diagnóstico.
Apenas un poco más tarde, Erasístrato (n. alrededor de 340) continuó su obra: como era discípulo de Estratón, director del Liceo de Atenas por aquel entonces (que contradiciendo al gran maestro aceptaba la existencia del vacío para explicar ciertos fenómenos relacionados con la física del aire), Erasístrato usó una analogía mecánica para dar cuenta de la succión y expulsión del pneuma y la sangre por el corazón, como si fuera una bomba aspirante impéleme parecida a las que construían los ingenieros alejandrinos. Así, consideró a la presión arterial como efecto de la acción cardíaca y pensó que venas, arterias y nervios formaban tres sistemas distintos y con diferentes funciones: el primero, el de las venas, aporta nutrientes a todo el cuerpo; la comida, triturada en la boca, pasa al estómago, donde se convierte en quilo, un jugo que va a parar al hígado, que lo transforma en sangre y lo reparte por las venas.
El sistema de las arterias es el encargado de transportar el pneuma vital generado en los pulmones a todo el cuerpo; respeta, como vemos, la idea de que las arterias contienen aire y no sangre, a pesar del evidente hecho de que la aorta sangra cuando se la secciona, como ya les comenté. Erasístrato salva la contradicción diciendo que, al escapar el aire por el tajo, se produce un vacío que succiona sangre de las venas. Y el tercer sistema, el de los nervios, se ocupa de la relación con el medio: cuando el pneuma vital llega al cerebro por las arterias, se convierte en pneuma psíquico, que viaja por los nervios y asegura la transmisión de las sensaciones y los movimientos.
En realidad, todas estas eran puras especulaciones teóricas, con las que seguramente ellos mismos no sabían demasiado bien qué hacer. Aunque también es verdad que algunas ideas podían aplicarse: por ejemplo, una alimentación excesiva hacía que el hígado produjera más sangre de la que el cuerpo podía soportar y podía invadir las arterias e hinchar las piernas; el equilibrio se restablecía con una dieta (lo cual podía funcionar razonablemente bien) o, en casos extremos, con una sangría. En algún momento tendremos que dedicar algunas páginas a la historia de las sangrías, que constituyen el ejemplo de una creencia persistente más allá de toda lógica… hasta el siglo XIX.
HISTORIA DE LAS IDEAS CIENTÍFICAS – PAGINA 12