Adictos seriales

Adictos seriales

Por Andrew Romano
Cualquier persona que disfrute incluso de la relación más informal con un aparato de televisión sabe que la forma en que miramos TV fue cambiando en los últimos años. El “atracón televisivo” es cada vez más común, especialmente entre los telespectadores más jóvenes que prefieren ver sus programas favoritos online, on demand o en DVR, que esperar a que pasen una vez por semana en la anticuada TV. Primero, usted se enamora de un programa, y luego lo mira sin cesar. Porque puede hacerlo.
Pero esa es sólo la mitad de la ecuación. Eche un vistazo a las mejores y más comentadas series de la actualidad. Las que reciben las más altas calificaciones de los críticos. Aquellas de las que usted habla en el lugar de trabajo. Las que parecen definir este momento especial de la historia de la televisión por los siglos de los siglos:
Game of Thrones, que está a la mitad de su tercera temporada en HBO. Breaking Bad, programada para volver para su última y brutal serie de episodios el 11 de agosto. True Blood. The Walking Dead. Homeland. House of Cards. Scandal. The Americans.
Y están los programas que habremos de ver, como Believe, la anticipada nueva serie de NBC del director de Star Trek J. J. Abrams sobre un huérfano telequinético. La lista de proyectos de HBO también está llena de vivos y emocionantes relatos: una adaptación de la obra de género fantástico de Stephen King, The Dark Tower; una serie sobre dos detectives en busca de un asesino en serie en Luisiana (True Detective) y la historia de un grupo de magos y timadores que intentan derrocar a Adolf Hitler durante la Segunda Guerra Mundial (Hobgoblin).
No nos damos atracones con programas como éstos (una saga de metadona llena de adrenalina, un barato retozo vampírico, un drama de terrorismo paranoico, un sórdido thriller político) sólo porque podemos hacerlo. Hay mucho más que eso. Si habla con las personas detrás de Breaking Bad, Game of Thrones, etcétera, pronto verá que han diseñado estos programas para que propicien esos atracones, para que sean más propulsivos y apasionantes que cualquier otra cosa que las redes televisivas nos hayan presentado en el pasado.
“Siempre he dicho que no considero a mi programa como una serie, sino como una hiperserie”, explica Vince Gilligan, creador de Breaking Bad de AMC. “Es algo que, sinceramente, no se me habría permitido hacer 10 ó 15 años atrás”.
Al parecer, vivimos en una nueva era de la televisión: la era de las hiperseries. “Los relatos serializados ocupan un lugar más preponderante que en 2003”, afirma D. B. Weiss, uno de los escritores principales de Game of Thrones. “A medida que los atracones televisivos se vuelven más comunes, es natural que los programas comiencen a tomar en cuenta este factor”.
La conclusión es que los atracones televisivos son la forma en que nuestros cerebros desean ver la televisión. Y los mejores narradores de historias de la TV están empezando a darse cuenta de ello.
Durante la mayor parte de la historia de la televisión, los ejecutivos de las cadenas habían sido alérgicos a los programas en serie. La secuencia semanal no funcionaba si los capítulos no se emitían en orden, por lo que tendían a fracasar estrepitosamente en la distribución sindicada. Cuando Gilligan empezó a hacer televisión, hace casi 20 años, los estudios mostraban que quien se declaraba “admirador” de un programa veía en promedio apenas uno de cada cuatro episodios. “Así que, por supuesto, ya se puede imaginar: con una serie como Breaking Bad, una persona que vea un episodio de cada cuatro estaría completamente perdida”, dice. Es por ello que la gran mayoría de la televisión del siglo XX fue episódica: comedias como Cheers, dramas como Law & Order. Programas que podían emitirse un episodio a la vez, sin seguir ninguna secuencia especial, sin perder telespectadores.
A fines de la década de 1990, HBO revirtió esa mirada, produciendo un sorprendente drama serializado tras otro: Oz, The Sopranos, Six Feet Under, The Wire, Deadwood. Luego llegó FX (The Shield, Rescue Me) y AMC (Mad Men, Breaking Bad). Muy pronto, todos estuvieron de acuerdo: una nueva Edad de Oro de la Televisión estaba sobre nosotros. “La ambición y los logros de estos programas fueron más allá de la simple idea de que ‘la televisión se está volviendo buena’”, escribe Brett Martin en Difficult Men (Hombres difíciles), su próximo libro sobre la revolución de la televisión por cable. “El drama serializado abierto de 12 ó 13 episodios… se había convertido en la forma de arte característica de Estados Unidos en la primera década del siglo XXI”.
Sin embargo, esa primera década del siglo XXI terminó hace años, y la forma en que vemos la televisión ha cambiado drásticamente desde entonces. Quizás hayamos sido fervientes admiradores. Pero no éramos adictos.
Las hiperseries de hoy se parecen a sus predecesores de la Edad de Oro en algunos aspectos: los temas para adultos, la fascinación por los antihéroes, la dirección de arte cinematográfica. Pero los programas de la Edad de Oro estaban interesados, por encima de todo, en las intersecciones del personaje y la sociedad; los giros inesperados siempre pasaban a segundo término. Es por ello que, en retrospectiva, es muy difícil recordar lo que “ocurrió” realmente de una temporada a otra. Los dramas clave de la Edad de Oro no solían atrapar a los telespectadores sino hasta el tercer o cuarto episodio; tomaba un tiempo llegar a conocer y preocuparse por sus protagonistas.
Las hiperseries son menos pacientes. La intrigante escena inicial de Game of Thrones se desarrolla en un frío y ominoso país y presenta un grupo de muertos vivientes que desaparecen lentamente, una horda de misteriosos acosadores, y una decapitación inexpresiva. Yo no podía esperar para saber más acerca del nuevo y misterioso mundo en el que había entrado.
Y esa es, en última instancia, la mayor diferencia entre las hiperseries y los legendarios programas de los que se derivan: un enfoque más puro e intenso en una línea argumental lineal y de larga duración. Las hiperseries tienden a dejar a un lado los resúmenes y los avances. Tienen aún menos sentido si no se ven en orden. Y siempre plantean una pregunta clara para propulsar la historia hacia adelante. ¿Quién gobernará los Siete Reinos? (Game of Thrones.) ¿Walter White vivirá o morirá? (Breaking Bad.) ¿Carrie atrapará a Brody? (Homeland.) No es que las hiperseries no ahonden en las complejidades del carácter. Lo hacen. Sólo que, a diferencia de sus predecesoras, ponen igual énfasis en lo que ocurre después.
La hiperserialización está en crecimiento en parte porque puede estarlo; cada episodio previo de un programa concreto está disponible en el acto. Pero la otra cara de poder mirar lo que uno quiera cuando uno quiera, es que uno puede decidir mirar otra cosa igual de fácilmente. “En Fargo, Virginia, el lugar donde crecí, podríamos sintonizar NBC, ABC, CBS, y a veces la estación de PBS, y eso era todo”, dice Gilligan. “Ahora, con la cantidad de historias y software que compiten por nuestra atención, es asombroso que algo logre tener éxito. Por ello, hay mucho miedo entre las redes y los estudios: ‘¿Cómo podemos mantener nuestra participación de mercado? ¿Cómo podemos mantener las miradas en nuestras pantallas?’”
Al parecer, la respuesta es la evolución. Los pioneros de la Edad de Oro de la televisión probaron que era posible contar historias profundas, complejas y para adultos sobre personajes antiheroicos en la pequeña pantalla. Ahora, sus sucesores crean este tipo de historias en bocados aún más adictivos de narrativa pura.
“Son como las personas que hacen papas fritas”, señala Carlton Cuse, uno de los guionistas principales de Lost. “Saben cómo combinar los productos químicos correctos para hacer que usted desee comer otra papa frita. Nuestro objetivo es hacer que usted desee mirar el próximo episodio”.
En cierto modo, toda la televisión es adictiva. ¿Pero qué me pasa cuando me doy un atracón televisivo? ¿Qué me obliga a pulsar el botón de “reproducir” otro episodio? Poner compuestos químicos en las papas fritas es una cosa. ¿Pero qué reacciones provocan esos químicos en mi cerebro?
Tengo que saberlo porque sé cómo se siente. Antes de seguir adelante, tengo que hacer una confesión. Mi nombre es Andrew, y soy un Lost-hólico.
Mi adicción comenzó de una manera muy simple: de hecho, al igual que muchas otras adicciones, otra persona lo estaba haciendo. Era abril de 2010, y mi esposa acababa de viajar a la casa de su infancia en Los Ángeles para asistir a una boda. Después de seis temporadas, Lost, el drama de ABC de una hora de duración estaba programada para terminar algunas semanas después, el 23 de mayo. Como anticipo para el final, la hermana gemela de mi esposa había resuelto ponerse al día, viendo en Netflix las cinco temporadas anteriores. Parecía estar divirtiéndose, así que, en poco tiempo, mi esposa también decidió probar un poco de Lost. ¿Qué riesgo podía haber?
Cuando mi media naranja volvió a Brooklyn, donde vivimos, ya era una adicta. Al principio, me resistí; había probado los primeros minutos del programa piloto en 2005, y no parecía coincidir conmigo. Pero la resistencia fue inútil. En unos cuantos días, comenzamos a ver dos o tres episodios cada noche. A medida que los misterios y la mitología de la isla se volvían más profundos (la escotilla, el monstruo de humo, los Otros, la Iniciativa Dharma) nuestras sesiones se volvieron cada vez más largas. Dejamos de cocinar y de salir a cenar. Pagábamos rápidamente el delivery, sin apartar la vista de la pantalla. En un momento dado, creo que vimos siete episodios al hilo en una sola tarde. Estoy bastante seguro (perdón, Newsweek) de que vi un episodio o dos en el lugar de trabajo.
Y entonces, en algún punto de la segunda temporada, nuestra adicción se salió de control. Cuando se emitió en ABC el final de serie, de dos horas de duración, estábamos completamente acelerados. Entre ambos, habíamos visto 120 episodios de Lost en aproximadamente 30 días.
Según los científicos, la razón por la que una persona por lo demás razonable como este redactor puede dedicar tanto tiempo a la TV es simple: se siente bien. Para empezar, cada movimiento en pantalla, cada ademán, cada corte, cada edición, cada acercamiento y cada panorámica, activa nuestra “respuesta de orientación”, una reacción evolutiva ante nuevos estímulos, diseñada para protegernos de los depredadores. Así que cuando veo un episodio de Game of Thrones, y Jaime “Matarreyes” Lannister balancea su sable frente a Brienne de Tarth, mi mente y mi cuerpo reaccionan al unísono. La primera enfoca su atención en recoger más información; el segundo se queda en silencio. Los vasos sanguíneos de mi cerebro se dilatan. Los musculares se contraen. Y mi ritmo cardíaco disminuye. Como escribieron en 2002 el catedrático Robert Kubey y el psicólogo Mihaly Csikszentmihalyi, “la respuesta de orientación puede explicar en parte comentarios habituales de los telespectadores: ‘Si un televisor está encendido, no puedo apartar mis ojos de él’ o ‘Me siento hipnotizado’”.
La hipnosis no es una mala metáfora. Después de ver Game of Thrones durante apenas 30 segundos, mi cerebro empieza a producir ondas alfa, típicamente relacionadas con estados de conciencia confusos y receptivos, que también se generan durante la etapa de “hipnosis ligera” de la terapia de sugestión. Al mismo tiempo, mi actividad neurológica pasa del hemisferio izquierdo al derecho, es decir, de la sede del pensamiento lógico a la de las emociones. Siempre que ocurre este cambio, mi cuerpo se inunda de opiáceos naturales (endorfinas), lo cual explica por qué los telespectadores dicen sentirse relajados tan pronto como encienden la televisión, y también por qué esa misma sensación tiende a desaparecer de inmediato al apagarlo.
Este patrón imita el consumo de drogas adictivas, como mi esposa y yo sabemos bien. Después de dos horas de Game of Thrones, el apartamento queda en silencio. Nuestras miradas culpables se encuentran desde extremos opuestos del sofá. Ambos pensamos lo mismo. ¿Y si vemos sólo un episodio más? Kubey y Csikszentmihalyi lo describen como un tipo de respuesta de retirada. “Las drogas adictivas funcionan parecido”, escribieron. “Cuanto más vemos, más necesidad tenemos de ver”.
Esto ayuda a explicar el atractivo subyacente de los programas serializados y el aumento de los atracones televisivos. Antes del DVD, la descarga por Internet y el video on demand, los televidentes tenían dos opciones: 1) ver cualquier programa que estuviera al aire, sin importar lo idiota que pudiera ser, o 2) experimentar la abstinencia inmediata de endorfinas. Ahora tenemos una tercera opción: ver los programas que deseamos durante tanto tiempo como queramos. La TV serializada de transmisión continua está diseñada para mantener el flujo de endorfinas.
El innovador trabajo de un psicólogo de la Universidad de Princeton llamado Uri Hasson podría indicar por qué la tendencia actual hacia la precisión narrativa también puede provocar un mayor enganche de los televidentes. En 2008, empleando una resonancia magnética funcional, Hasson y sus colegas neurocientíficos proyectaron cuatro fragmentos de películas (de El bueno, el malo y el feo de Sergio Leone, Bang, bang, estás muerto de Hitchcock, El show de Larry David y una escena no editada tomada a una sola cámara del Washington Square Park de Nueva York) y luego miraron cómo reaccionaban los cerebros de los espectadores. ¿Su objetivo? Medir el grado en que diferentes personas respondían del mismo modo ante lo que veían.
Los resultados variaron extensamente según la película proyectada. El video poco estructurado y “realista” del Washington Square Park, por ejemplo, produjo la misma reacción neurológica en sólo un cinco por ciento de los espectadores. Las respuestas a El show de Larry David estuvieron algo más correlacionadas, con un 18 por ciento; y El bueno, el malo y el feo obtuvo una marca incluso más alta, de 45 por ciento. Pero en última instancia, Hitchcock fue el “favorito”: 65 por ciento de las cortezas cerebrales del estudio se encendieron en la misma forma en respuesta a la escena de Bang, bang, estás muerto.
La conclusión de Hasson es fascinante: cuanto más “controlador” es el director (es decir, cuanto más estructurada es la película) más atento se mantiene el público. “En la vida real, usted ve un concierto el domingo por la mañana en el parque”, me dice Hasson. “Pero en una película, un director controla hacia dónde ve usted. Hitchcock es el maestro en esto. Él lo controlaba todo: lo que usted piensa, lo que usted espera, hacia dónde mira, lo que usted siente. Y es posible ver esto en el cerebro. Para el director que no controla nada, el nivel de variabilidad es muy claro porque cada persona mira algo diferente. Con Hitchcock, los espectadores tienden a sintonizarse todos juntos”.
Entonces, ¿es posible que la tendencia a relatos más estructurados y apasionantes en la televisión pueda estar generando niveles cada vez más altos de correlación cerebral (y enganche de los telespectadores)? “Por supuesto”, dice Hasson.
Los showrunners (creadores, guionistas o “productores ejecutivos” de las series) no son científicos, por supuesto. ¿Pero hacia dónde los guían sus instintos? ¿Y qué “químicos” utilizan estos días para tenernos atrapados? Para averiguarlo, localicé al culpable de mi primer atracón televisivo: Carlton Cuse de Lost.
Cuse, un veterano de la TV que parece una cruza entre Anthony Bourdain y Nick Nolte, está en Los Ángeles terminando un programa piloto para NBC. Cuando por fin logro hablar por teléfono con él, le cuento de inmediato sobre mi lucha contra la adicción a Lost. No parece escandalizado. “Creo que con Lost estábamos a la vanguardia de una tendencia”, me dice. “La audiencia tiene tantas opciones y tantos lugares a donde ir, que no desean esperar. Así que uno, como narrador de historias, no puede contenerse. Uno tiene que usar sus balas cuanto antes. Es mejor que el evento que solía estar al final de la serie ocurra en el episodio número seis, o el programa quedará aniquilado”.
Lost fue una clase maestra semanal en invención de relatos, y Cuse señala una vuelta de tuerca particularmente sorprendente (y eficaz) para ilustrar cómo él y su colega showrunner, Damon Lindelof, lo hicieron. Durante más de 70 episodios, Cuse y Lindelof condicionaron al público a interpretar cualquier escena que ocurría fuera de la isla como una retrospectiva de las vidas anteriores de los sobrevivientes. El final de la temporada tres estuvo lleno de esas escenas. Pero entonces, al final del episodio, revelaron que todas las escenas fuera de la isla que aparecían al final eran en realidad saltos hacia el futuro: los personajes tras escapar de la isla.
La maniobra es una muestra de genialidad hiperserial. Tan pronto como me di cuenta de que acababa de dar un vistazo a donde cada personaje estaba destinado a terminar, no podía esperar para averiguar cómo llegaría hasta allí.
Pero también se necesita retener una cantidad suficiente de la historia para lograr que quieran más. La televisión episódica siguió una fórmula simple: las falsas pistas en una serie policial, la situación cercana a la muerte en un drama hospitalario, con uno o dos resultados posibles al final del programa. Pero los arcos narrativos de las hiperseries de hoy, que abarcan la serie completa, requieren un delicado equilibrio de estructura y sorpresa para seguir siendo creíbles y apasionantes durante varias temporadas.
Así que mientras Vince Gilligan de Breaking Bad confiesa sentir la misma presión que Cuse de “usar todas las balas”, también advierte sobre “dar demasiado al telespectador demasiado rápido” y no permitir que “las buenas cosas con las que empezamos se filtren, discurran y se asienten”.
“Todos nosotros todavía queremos que se nos cuente una historia, y que sepa darle el ritmo correcto. No demasiado despacio ni demasiado rápido”, dice. A esto se debe que la estructura sea tan importante.
Lost y Breaking Bad fueron series arteramente adictivas. Pero aunque encajaban con nuestros nuevos patrones de ver televisión en cualquier lugar y en cualquier momento, en realidad no estaban diseñadas para aprovecharlos al máximo.
Los programas del futuro sí lo estarán. En marzo de 2011, Netflix anunció que se incorporaría al negocio mismo de los contenidos, comenzando con la adaptación estadounidense del drama político británico House of Cards, con un presupuesto de US$ 100 millones. Al final, todo ese dinero se mostró en pantalla: los elegantes platós, la ominosa musicalización, el elenco de primera línea, la cinematografía cínica y atmosférica. Pero el aspecto más innovador del acuerdo que Ted Sarandos, el director ejecutivo de Netflix, estableció con los creadores de House of Cards fue menos obvio: les prometió desde el primer momento que la compañía se comprometería a emitir dos temporadas. Sin un acuerdo de desarrollo; sin pruebas piloto. Veintiséis horas completas con las cuales trabajar.
Ese compromiso permitió que se contara la historia del programa y, después, que fuera absorbida por la audiencia evitando las cansinas convenciones de las emisiones televisivas en cadena. El resultado fue una hiperserie aún más adictiva. Según Sarandos, “no menos que 20 por ciento del episodio” de un drama televisivo en la red estándar está constituido por “el resumen de ‘Antes en…’, el avance de ‘Próximamente en…’, y referencias a algo que el público ya conocía”. Al eliminar toda esta exposición, dice, “el tiempo real para contar la historia en Netflix puede ser 20 por ciento más largo. Cuando usted puede dar al cineasta un lienzo mucho más grande, hará una televisión mucho mejor. Nada les preocupa excepto enganchar a los consumidores”.
El 1° de febrero de 2013, a la medianoche, Netflix publicó en EE. UU. los 13 episodios
de la primera temporada del programa, una acción sin precedentes que reflejó cómo se realizó el programa y respetaba la forma en que sus admiradores deseaban verlo. La respuesta de la crítica fue casi unánimemente positiva. Y según datos internos de Netflix, miles de abonados vieron los 13 episodios en las primeras 14 horas después de que el programa debutó en línea: el máximo testimonio de su atractivo como hiperserie.
Sin embargo, aunque House of Cards podría haber llegado a ser el primer programa hecho para maratones de varios episodios al hilo, básicamente contaba una historia sencilla. La nueva temporada de Arrested Development, la brillante comedia absurda cancelada por Fox en 2006 y resucitada en Netflix en 2012, habrá de reescribir las reglas de la narración de historias en TV para el nuevo mundo de transmisión continua en el que vivimos.
Hace poco envié un e-mail al creador de Arrested Development, Mitch Hurwitz, pidiendo una entrevista acerca de Netflix, su programa, y el futuro de la televisión. No esperaba que contestara. Pero 24 horas después, una respuesta apareció en mi bandeja de entrada: “Estoy totalmente ocupado ahora”, comenzó diciendo Hurwitz. “Tengo algo así como 18 días más para terminar seis episodios o tres horas de material. No puedo contestar un teléfono pues nunca tengo dos minutos ininterrumpidos consecutivos”. Mi corazón se hundió. Había contactado al creador de uno de mis programas de televisión favoritos sólo para que me rechazara personalmente porque estaba demasiado ocupado. Pero resultó que Hurwitz aún no terminaba. “¿Sería demasiado descarado de mi parte que dictara ahora mismo un par de cosas en Siri que podrían prever algunas de sus preguntas?”, inquirió. “Sí. Por supuesto que resulta odioso. ¡Pero voy a hacerlo de todos modos! Porque me encanta este tema. Es mi tema favorito, en realidad. Cómo tratar de encontrar una forma de innovar mientras el mundo cambia”.
Arrested Development no es un drama. Es una comedia. Pero dado que sus primeras tres temporadas estaban tan saturadas de chistes internos, chistes de varios niveles y referencias que sólo tendrían sentido más adelante, en retrospectiva, se convirtió en una especie de hiperserie. Para “comprenderla” realmente, era necesario ver cada episodio, el mismo principio que hace que Breaking Bad y compañía resulten tan adictivas. “Yo trabajaba tanto con la idea de las bromas en varios niveles y los elementos de trama escondidos en el programa que, en muchos sentidos, no podría ser disfrutado si se ve una sola vez”, explicó Hurwitz. “No habría ninguna forma de saber, por ejemplo, que George y Lucille Bluth habían construido sus minimansiones para Sadam Hussein hasta el final de la primera temporada, a pesar de todas las pistas”.
A medida que avanzaba la serie, Hurwitz aumentó la apuesta escribiendo más chistes que se volverían nuevos chistes después de que los telespectadores vieran los episodios posteriores, una maniobra que recompensaba el hecho de ver cada episodio más de una vez. Él piensa ahora que esa es la razón por la que Arrested Development se convirtió en un clásico de culto. “Resultó que fueron las nuevas tecnologías las que hicieron que el programa se volviera popular después de su momento”; muchas más personas vieron Arrested Development en Netflix que las que lo hicieron en Fox, “y me gusta pensar que si no hubiera decidido adoptar un tipo de narrativa que dependiera de las nuevas tecnologías, el programa nunca habría alcanzado una gran popularidad”.
Hurwitz comparó la experiencia con la lectura de una novela, o quizás de una colección de cuentos interrelacionados. “Así, sólo funciona si el público tiene control sobre lo que quiere ver, revisar, dar un vistazo, a su propio ritmo”, me dijo.
El formato de cuento, añadió Hurwitz, no sólo refleja la forma en que miramos ahora, sino que prevé la manera en que podremos mirar en el futuro, cuando los telespectadores podrán “saltar de un momento a otro, dejando a un personaje por el personaje que se intercepta y quedarse con él para conocer su historia”, o incluso ver la temporada completa “cronológicamente en lugar de seguir a cada personaje”.
Hurwitz no es el único showrunner que se prepara para el próximo gran cambio en la televisión. De hecho, casi todas las personas a las que contacté para esta nota parecen tener un ojo en la versión actual de la TV y el otro en la del mañana. Carlton Cuse mencionó los rumores de que Apple pondrá pronto a la venta un televisor con tecnología para una segunda pantalla; una innovación que daría una plataforma inmediata para “partes de la historia que nunca contaríamos en el programa principal”. Uri Hasson predijo que sus aparatos de resonancia magnética funcional se podrían usar para reeditar los episodios midiendo “el nivel del control, minuto a minuto, en dimensiones diferentes: el aspecto visual, emocional o de los diálogos”. David Benioff, showrunner de Game of Thrones, se preguntaba si algún día “uniríamos la televisión con los juegos de video, de manera que el espectador pudiera hacerse con el control de cierto personaje y tomar las decisiones por él”.
Para Hurwitz, el impulso de innovar es una parte natural del proceso de contar historias. “Sinceramente, sólo hago lo que hace cualquier persona en cualquier campo cuando llega una nueva tecnología”, explicó. “Cuando se introdujo el cristal, los arquitectos empezaron de inmediato a diseñar ventanas en las casas. Pero no fue sino hasta que surgió la tienda de Apple en Nueva York, que se diseñaron edificios construidos completamente de cristal gracias a los avances en la tecnología.
“Tal vez podría estar tratando de construir una casa de cristal un poco antes de tiempo. Pero Netflix ha logrado cierto éxito al construir una casa de naipes (en alusión al programa House of Cards)”, añadió. “Así que, ¿por qué no intentarlo?”.
NEWSWEEK