La medicina: de Hipócrates a Galeno (Parte 3)

La medicina: de Hipócrates a Galeno (Parte 3)

Por Leonardo Moledo
Un poco de medicina romana
Antes de ser cooptada por la medicina griega, la medicina romana tenía una historia heredada de los etruscos, que, como todas las medicinas primitivas, era una mezcla de prácticas mágicas y adivinatorias, con todos los chirimbolos y accesorios de siempre. Era un sistema arcaico, por lo que la superioridad de la medicina griega no tardó en imponerse, y, en realidad, nunca pudo hablarse propiamente de medicina romana, porque todos los actores fueron griegos (como en casi todas las ciencias, por otra parte). Además, los principales centros médicos continuaron situados en ciudades griegas del Mediterráneo oriental. De
todas formas, en Roma aparecieron varias escuelas en el siglo I a.C. que llegaron a alcanzar fama: la escuela metódica, la pneumática y la empírica. Habría que agregar, a estas tres, una cuarta (la dogmática), en contra de cuyas posturas racionalistas se alzaron los representantes de las demás escuelas. Los dogmáticos estaban más interesados por encontrar las causas ocultas de los males que por buscar tratamientos efectivos, lo cual puede ser válido para una ciencia cualquiera pero no para una que depende tanto de los resultados concretos como la medicina.
No está de más insistir: la medicina, mucho más que cualquier otra rama de las ciencias cuyo recorrido estamos siguiendo aquí, mantiene y renueva constantemente (aún hoy) una natural tensión entre la empiria y la teoría. La decisión sobre si el elemento originario es el agua o el aire, o si el ser es móvil o inmóvil, parece ser mucho más ajena a la aplicación práctica que una terapéutica: en este último caso, sea cual fuere la teoría, su corrección o incorrección se valorará inmediatamente a partir de los resultados. Hoy en día, por ejemplo, un paciente está muy poco interesado en las cuestiones teóricas que hay detrás de un tratamiento: mientras sea efectivo, alcanza y sobra.
De una u otra forma, las distintas es¬cuelas médicas asumieron (no necesariamente en forma explícita) esta tensión entre explicación y aplicación, acumulando las cargas de uno u otro lado de la balanza.
Es curiosa la escuela metódica, que es¬tuvo inspirada por el primer médico griego de importancia que fijó su residencia en Roma, Asclepíades. Se cuenta que una vez, caminando por las calles de la ciudad, vio pasar un cortejo fúnebre, y de inmediato su ojo clínico descubrió signos de vida en el “cadáver”. Convenció a los dolientes de transportarlo a una casa cercana, en la que consiguió devolverlo a la vida. Como es de imaginar, y suponiendo que la historia sea cierta, obtuvo inmediata fama y su escuela prosperó. Asclepíades se opuso abiertamente a los planteamientos de Hipócrates y formuló una concepción mecanicista del cuerpo humano, junto a una interpretación de sus enfermedades basada en la física ato-mista de Demócrito y Leucipo (sobre la que ya tuvimos ocasión de conversar hace algunos fascículos).
Según Asclepíades, el cuerpo humano se compone de “átomos” entrelazados que integran sus partes sólidas, por cuyos poroi (canales orgánicos) se mueven los fluidos y el pneuma, compuestos también por átomos muy sutiles. Todos los átomos se mueven por sí mismos y la enfermedad no es otra cosa que una perturbación mecánica de su movimiento; el objetivo de la terapéutica, por lo tanto, consiste en restablecer la normalidad mediante regímenes dietéticos, curas ambientales, intervenciones quirúrgicas y métodos mecánicos como el masaje, la gimnasia y la hidroterapia.
Su discípulo, Temisón de Laodicea (famoso en Roma durante el imperio de Augusto), fijó los preceptos de la escuela metódica, estableciendo un método simple para curar a los enfermos, gracias al cual la escuela se llamó como se llamó. El tratamiento a llevar a cabo venía determinado explícitamente por los síntomas: del mismo modo que la i sed indica, de modo natural y accesible para todos, la necesidad de beber, las enfermedades dan una pista evidente de cómo se deben curar. Toda la terapia consistía en reconocer dos estados, el status laxus y el status strictus, dependientes de las condiciones anormales de los poros (demasiado relajados o demasiados estrechados). Posteriormente se agregó un status mixtus, intermedio. Tratar un cuerpo enfermo era, simplemente, relajar o estrechar los poros, de acuerdo a cuál fuera el problema.
Tal vez me extendí un poco con la escuela esta para remarcar que, naturalmente, todo este corpus teórico no significaba nada. Las “curaciones” eran muy elementales, y, contrariamente al célebre aforismo de Hipócrates (“El arte es largo, la vida es breve”), un discípulo de Temisón, un tal Tassalos de Tralleis, llegó a prometer a sus oyentes que les enseñaría toda la medicina, sin preparación previa alguna, en sólo seis meses. Así la escuela se llenó de zapateros, cerrajeros y gente de otros oficios que, convertidos en médicos, elevaban la fama del maestro. La mayoría de los metódicos, en realidad, formaron una especie de grupo de curanderos y charlatanes totalmente alejados de la ciencia.
Algo parecido podía decirse de la escuela neumática, fundada por Ateneo de Atalia: si bien tenían su propia teoría, no está claro cómo esa teoría podía incidir en la práctica. La escuela concedía gran importancia fisiológica y patológica al pneuma (que como ya les conté era un espíritu vital que se inspiraba con el aire) y asumió la existencia de un paralelismo constante entre macrocosmos y microcosmos regido por la correspondencia mutua sympatheia) de todos sus fenómenos, idea que tendría un largo y triste futuro. Júpiter, por ejemplo, correspondía a un determinado órgano, la Luna a otro, y cosas por el estilo, lo cual habilitaba una especie de astrología médica que seguramente se basaba en los astros para dar un diagnóstico. Es un buen ejemplo de una teoría basada en una creencia totalmente arbitraria, a diferencia de la teoría de los humores, que era una “mala” interpretación de elementos existentes.
Paralelamente a la escuela escéptica de los filósofos (de la que no hablamos ni hablaremos por razones de espacio) nació la escuela empírica, que no sólo pretendía basar la medicina, antes que sobre la especulación teórica, sobre la observación y la experiencia, sino que, además, negaba toda posibilidad de construir una ciencia teórica válida, y, por lo tanto, de edificar una verdadera teoría médica. Rechazaban todo tipo de deducciones lógicas, cosa que si bien era razonable a corto plazo, era un disparate en el largo (aunque ellos seguramente argumentaban que, como dijo Keynes, en el largo plazo estaremos todos muertos, médicos y enfermos por igual). Trataban de probar un remedio que había servido para curar un brazo, por ejemplo, aplicándolo a un enfermo que padecía de un mal semejante en una pierna. O probaban en un caso de hemorragia un remedio que había servido eficazmente para contrarrestar la diarrea: si el remedio probado no producía efecto, los empíricos aplicaban otro de efecto contrario, y así sucesivamente.
Lo que en realidad estaba pasando es que la complejidad del cuerpo y los datos observables estaban a una distancia tal de cualquiera de estas teorías como los átomos de Demócrito del funciona¬miento de una central nuclear. Pero en el caso de la medicina hay una necesidad de resultados inmediata, como ya les dije, que nos permite pensar que, en el fondo, lo que seguramente funcionaba, cuando funcionaba, era la aplicación (explícita o subterránea) de los conocimientos tradicionales. La teoría era impotente; nadie, supongo, hoy se dejaría atender por un filósofo, y menos que menos por un filósofo posmoderno, que consideraría que todas las enfermedades son equivalentes en tanto relatos y construcciones sociales, y los remedios y aparatos simples resultados de juegos de poder del capitalismo. Bueno, pienso que la situación de un enfermo era así en esos tiempos, y lo seguiría siendo por siglos. Es verdad que la teoría de los humores era racional y naturalista, y tan fantástica como la teoría de Tales sobre los terremotos: la diferencia es que, como tenía incidencia directa sobre el cuerpo, su carácter puramente especulativo no podía sino producir inquietud. Todo lo que acabo de decir vale también para la figura más descollante de la medicina romana (o mejor dicho, de los tiempos del Imperio Romano): Galeno. Tras períodos de fulgor y declinaciones, la medicina antigua encontró en él a una especie de resumen de todos los conocimientos, y su influencia fue tan importante en los siglos que siguieron, que su nombre pasó a ser usado como sinónimo de médico (aunque ahora tiene un leve matiz despectivo). Galeno marcó la culminación de la medicina antigua. Pero, paradójicamente, marcó también, durante siglos, la detención de los estudios médicos, que sólo resurgieron hacia el fin del Renacimiento, y que se renovaron en profundidad recién en los primeros decenios del siglo XVII.

Vida de Galeno
Según la tradición, Esculapio, dios de la medicina, se le apareció al padre de Galeno (que era arquitecto) en sueños, pidiéndole que hiciera médico a su hijo. Y así lo hizo.
Nacido en Pérgamo (hoy en día Bergama, en Turquía), en el 138, estudió medicina y filosofía en Esmirna y en Corinto, trasladándose después a Alejandría (que ya no era lo que había sido, pero que seguía viva). Una vez perfeccionados los estudios, volvió a su Pérgamo natal, donde ocupó el ambicionado y muy disputado puesto de médico de la escuela de los gladiadores.
Allí encontró amplio campo para poner en práctica y experimentar la validez de sus estudios, sobre todo de anatomía y de terapéutica en el campo quirúrgico, y también en el terreno farmacológico.
Dos años después, viajó a Roma llamado por el propio emperador, Marco Aurelio (121-180), en calidad de médico personal, cargo que ocupó hasta su muerte en el 201. Galeno vivió una época en la que el cristianismo estaba ganando poder y a pesar de no ser cristiano mantuvo una postura monoteísta. El afán de buscar designios y proyectos en el universo, y en particular en el cuerpo humano, hizo sus obras populares entre los cristianos, además de asegurar con ello la supervivencia de sus libros a través de la Edad Media.
De su enorme producción -se dice que escribió cerca de 400 obras- no ha quedado mucho, pero los historiadores coinciden en que lo que se ha conservado expresa lo mejor de su doctrina y pensamiento.
Galeno era un erudito en matemática, física y filosofía, lo que lo ayudó en el campo médico a lograr una síntesis entre los conocimientos teóricos y los empíricos de la época, que complementó con observaciones e investigaciones propias, uniendo la tradición hipocrática con los resultados alejandrinos.
Tomó la teoría de los cuatro humores, que incorporan los pares de cualidades seco-húmedo, frío-caliente, y mediante su juego componen los tejidos y los órganos. Como para Hipócrates, la enfermedad es un desequilibrio de esos humores que se diagnostica mediante el pulso, la orina, las inflamaciones de órganos internos. Esto último exige el conocimiento de la anatomía. Pero como en su época en Roma no se podían hacer disecciones de cadáveres humanos, estudió cerdos, ovejas y monos y trasladó sus observaciones, lo cual llevó a muchísimos errores.
Su sistema fisiológico es básicamente el de Erasístrato, con sus tres sistemas. El corazón es el centro del calor animal, que se modera con el aire llegado de los pulmones. Al expandirse el corazón (sístole) se expulsa a través de la arteria pulmonar el hollín y los vapores generados por ese vapor innato, y al contraerse el corazón succiona el fuego del aire atmosférico de los pulmones. Este fuego se mezcla con la sangre, y esta sangre caliente y llena de pneuma se reparte por todo el cuerpo a través de las arterias. El sistema nervioso se ocupa de las funciones superiores. La cuestión es que Galeno desarrolló un sistema completo de fisiología, dado que no podía imaginar al órgano separado de su función. Por ese camino, intentó una interpretación fisiológica de todos los órganos y visceras que pudo descubrir e identificar durante su infatigable actividad de anatomista.
Según la explicación de Galeno, una vez que el aire era inhalado se convertía en pneuma gracias a la acción de los pulmones, y el proceso vital transformaba un tipo de pneuma en otro.
El estómago y los intestinos, en una primera digestión, convertían a los ali¬mentos en una sustancia llamada “qui¬lo”, que luego pasaba al hígado, el ór¬gano central en el cual confluían todas las venas y a partir del cual se redistri¬buía todo lo que se procesaba. De he¬cho, era allí, en una segunda digestión, donde se gestaban los cuatro humores que fluían y refluían en las venas con un movimiento semejante al de las mareas. Parte de este espíritu natural entraba en el ventrículo izquierdo del corazón, donde se convertía en un tipo superior de pneuma: “el espíritu vital”. Entonces, el espíritu vital era transportado a la base del cerebro y allí la san¬gre se transformaba en una forma aún más elevada de pneuma: el “espíritu animal”. Esta forma suprema de pneuma era distribuida a todo el cuerpo por medio de los nervios, que eran huecos.
Cada aspecto del alma (tomada en el sentido platónico) poseía su propia “facultad” especial, que correspondía a su poder de producir pneuma.
Siempre que ignoremos la verdadera esencia de la causa que está operando —explicaba Galeno- la llamaremos facultad. Así, decimos que en las venas existe la facultad de producir sangre, una facultad digestiva en el estómago, una facultad pul¬sátil en el corazón y una facultad especial en cada una de las partes que corresponde a la función o actividad de esaparte.
Esta era, en resumen, la gran estructura de la fisiología de Galeno, que esencialmente era una pneumatología. El centro del sistema era una teoría especial sobre el corazón humano. El calor innato que, según Hipócrates y Aristóteles, impregnaba todo el cuerpo y distinguía a los vivos de los muertos, procedía del corazón. El corazón, alimentado por el pneuma, era naturalmente el órgano más caliente, una especie de horno que se hubiese consumido a causa de su propio calor si no fuese por la acción refrigerante de los pulmones. El calor, que estaba unido a la vida humana, era, pues, innato, el sello distintivo del alma.
Galeno fue también un gran anatomista y, se podría decir, el que inició el conocimiento sistemático de la anatomía humana aplicada al diagnóstico y tratamiento de las enfermedades: conoció la osteología por el estudio directo del esqueleto humano, y la estructura de las partes blandas por las disecciones de animales. Su texto Sobre los procedi¬mientos anatómicos explica la forma de la mesa de disecciones y la técnica de estudio anatómico.
No sólo adquirió sus importantes conocimientos anatómicos por observar en vivo muchas lesiones traumáticas en gladiadores, sino al practicar di¬secciones de animales durante su estancia en Alejandría, donde las disecciones de cadáveres humanos practicadas varios siglos antes ya no se podían realizar. Utilizó sobre todo al cerdo y al mono, y extendía sus observaciones al organismo humano, lo cual fue fuente de no pocos errores. Hizo una excelente descripción del esqueleto y de los músculos que lo mueven, en particular, de la forma en que se envían señales desde el cerebro a los músculos a través de los nervios.
En el tratamiento de las enfermedades, prefirió dejar actuar a la naturaleza (la naturaleza se curaba a sí misma), debiendo el médico solamente ayudarla. Era partidario del masaje como preparación para la actividad deportiva y entre sus recomendaciones se encontraba la deambulación, los movimientos específicos y los ejercicios activos y pasivos como tratamiento de ciertas enfermedades. Aunque se consideró seguidor de la doctrina hipocrática, Galeno recomen¬daba el uso de polifármacos y de sustancias para alterar el curso y evolución de las enfermedades, algo que siempre rechazó el gran Hipócrates de Cos.
La obra de Galeno fue el referente de la medicina posterior y se consideró ca¬si un mandato a seguir de forma dogmática durante casi 1500 años. Probablemente esto fue así no por sus contribuciones a la medicina, sino por haber realizado una especie de recopilación de todos los conocimientos médicos adquiridos hasta su tiempo.
Además, su trabajo fue el primero que se sistematizó y se agrupó en trata¬dos y manuales (mientras que los desarrollos anteriores se reducían sólo a escritos sueltos sobre cosas concretas) lo cual favoreció su enseñanza y utilización como referencia fundamental.
Balance
Del mismo modo que la física fue diseñando su sinuoso camino apartando a los dioses de los asuntos terrenales, en los que poco les quedaba por hacer, la medicina se fue “cientifizando” con el correr de los siglos. La teoría de los cuatro humores es sin dudas una teoría científica, claro está: una teoría que, con todos sus errores y limitaciones (que só¬lo podemos señalar ex post) prescinde de los elementos sobrenaturales y busca una explicación estrictamente natural.
Pero con el aspecto teórico en medicina (más que en ninguna otra ciencia) no alcanza. Tenemos que hacernos otra pregunta: ¿los médicos antiguos curaban a alguien? Para poder comprender la situación de estos médicos, naturalmente, es importante recuperar la idea de que ellos ignoraban que carecían de instrumentos como los microscopios o los análisis químicos, y que no sólo lo ignoraban sino que ni siquiera lo podían imaginar, del mismo modo que nuestros médicos de hoy ignoran de qué aparatos o recursos que alguna vez resultarán imprescindibles carecen. Entonces… ¿qué podían hacer?
Bueno, es muy probable que la medicina antigua fuera eficaz (en la medida en que no fuera invasiva) para tratar enfermedades “de superficie”, desde una indigestión hasta una herida superficial, e incluso debió haber casos de enfermedades infecciosas, como una pulmonía, tratadas con éxito (y con suerte), permitiendo, a través de la dieta sana y la vida equilibrada, que el cuerpo del enfermo fortaleciera su sistema inmunológico (del cual los médicos no tenían ni ¡dea) y se reparara a sí mismo (como sugieren algunas corrientes de medicina actual, como el naturismo, sólo que ahora lo consideramos peligroso). Era en gran parte una medicina de equilibrio, no invasiva, parecida a las medicinas naturales actuales.
Pero más allá de todas las teorías y los debates epistemológicos, creo que lo más probable es que todo médico serio de la Antigüedad, empírico o neumático, o galenista, o egipcio o lo que fuera, recurriera a una farmacopea natural y folklórica, que sacaba su contenido de la experiencia acumulada por las generaciones. Lo más probable, pienso, es que todos ellos, en el fondo, aunque tuvieran una teoría, se comportaran en gran parte como empíricos, recurriendo a la “medicina subterránea” y a las farmacopeas naturales. Y esto vale incluso para Galeno.
En fin: ya nos volveremos a encontrar con estos problemas, y mis vacilaciones al respecto, a medida que vayamos recorriendo nuestro camino, especialmente cuando veamos cómo, por ejemplo, la medicina de los cuatro humores sacó conclusiones agresivas de la teoría, y produjo ese gran instrumento de muerte que fue la sangría.
HISTORIA DE LAS IDEAS CIENTÍFICAS – PAGINA 12