08 Sep Tensiones eróticas en una Buenos Aires noir
Por María Negroni
“Just like home” (“Igual que en casa”), dice Johnny (Glenn Ford) al comienzo de la película Gilda (1946), cuando le advierten que el juego es ilegal en la Argentina. La cámara lo muestra a ras del piso, detrás de unos dados que ruedan por la vereda de una recova porteña. Es un hombre joven, sexy, de mirada pícara, que compite con un puñado de crápulas y marineros. Cuando se alza con el botín que ha ganado trampeando y uno de los jugadores le apunta con un arma para quitárselo, surge de entre las sombras un hombre, de riguroso frac y guantes blancos, que lo rescata activando un bastón que se vuelve un florete asesino.
A este preludio, lo sigue un flirteo apenas encubierto. Balin (el dandi) invita a Johnny a su casino, le advierte que no podrá entrar sin corbata y deja bien claro que tiene una deuda con su “mejor amigo”: el bastón letal. Cuando a la noche siguiente Johnny, más elegante, vuelve a forrarse en dinero haciendo trampa, Balin lo sorprende de nuevo, esta vez no para salvarle la vida sino para informarle -cuando sus matones se lo ponen delante- que con él “no se juega”. ¿Tengo que decir que Johnny vuelve a seducirlo y que Balin lo contrata como su “hombre de confianza”? Ahora los amigos son tres: Balin, el bastón mortífero y Johnny, con su energía de animal joven: bienvenidos al primer triángulo amoroso del film. Balin celebra la ocasión brindando y se permite agregar una advertencia: Women and gambling don’t mix (“Nada de mezclar mujeres y juego”). La pulseada se quiere varonil: sólo hay lugar para ellos dos y el bastón artero. Será cuestión de emociones duras, de enfrentar batallas pulcramente ariscas: la codicia, la traición, la competencia, el poder.
Lástima que el pacto no dure. A este triángulo, se superpone enseguida otro, si cabe, más complejo. Como si hubiera olvidado de pronto su propio lema, Balin se va de viaje y vuelve casado con Gilda, ignorando que “su” mujer y Johnny se conocen. Más aún: que han conocido íntimamente una pasión tan despierta que todavía los encandila y no los deja, siquiera, fingir con eficacia. ¿De qué podrá servirle ahora ser el Amo que, parapetado en su atalaya (como el dueño de Metrópolis), controla los movimientos del antro que dirige? ¿Qué ventana indiscreta podría mostrarle lo que no quiere ver? ¿De qué podría protegerlo su bastón que se ha vuelto, de pronto, impotente? Desconcertada ante lo inasible, la autoridad que confieren el dinero y el poder se desmorona: en su tugurio lujoso, Balin no es más que una sombra frente a dos “niños” heridos por el tifón del deseo.
“I’m crazy about her” (Estoy loco por ella), dice mientras le ordena a Johnny que la siga, la cuide, la controle, sin darse cuenta (sin querer darse cuenta) de que está jugando con fuego porque Johnny también está loco por ella, aunque lo niegue, a los demás y a sí mismo. Y se comprende. Nunca Rita Hayworth fue tan despampanante. Peinándose la cabellera de leona, en déshabillé o vestida de noche, con su disfraz de carnaval, con traje sastre y sombrero, poniéndose las medias de seda, bailando, fumando entre croupiers, o tirada en la cama a contraluz, resulta irresistible.
Si el primer triángulo amoroso era curioso, éste es explosivo. Todo cae bajo el efecto de esa emoción confusa (y excitante) que, al decir de Balin, es el odio. Todo incita a esa cacería destructiva que se instaura entre Gilda y Johnny sin que ellos sepan, sin embargo, qué quieren destruir ni a quién pretenden engañar cuando se lanzan sus sarcasmos como dardos. Nunca un film noir fue tan audaz, nunca fue tan lejos en su duelo de frases hoscas. Las réplicas se siguen unas a otras, cortantes, malignas, como si fueran latigazos. Podría escribirse una compleja partitura con las insinuaciones y proposiciones adúlteras de Gilda, que Johnny ataja, cada vez menos atento a las sospechas de Balin. O confeccionarse un catálogo de comentarios misóginos.
En eso Balin y Johnny también compiten. Obsesionados como están por Gilda, que se les escabulle a los dos, hacen gala de un rencor descomunal. Dice Balin: “Las mujeres son criaturas graciosas; se interesan por cosas raras; no hizo falta mucho para comprarla”. Y Johnny: “Las estadísticas prueban que las mujeres sobran en el mundo, hay más, incluso, que mosquitos”.
Son frases hirientes, pensadas para infectar la cicatriz, para inducir un placer aún más tenso. Tampoco hay otro modo de explicar esos diálogos eróticos que intercambian -Johnny y Gilda: “¿Me odias?” “No te imaginas cuánto”. “Yo también te odio, te odio tanto que creo que voy a morir de eso, sería capaz de destruirme con tal de hundirte conmigo.”
En los juegos, se sabe, se pierde y se gana. Pero en el juego amoroso, las reglas son otras: los jugadores juegan consigo mismos, engañados por su razón, sin saber (o sabiendo sólo a ciegas) que el deseo es siempre de algo imposible. No hay ruletas en el casino de Gilda y Johnny: sólo una persecución bestial en una noche asfixiante. Tan asfixiante que el film necesita complicar la trama, abrir otro frente para que entre el aire. Y he aquí que Balin aparece de pronto (al menos para nosotros) mezclado en negocios turbios con empresarios nazis, y como los aliados acaban de ganar la guerra, la corrupción estalla y el casino muestra su verdadero rostro de aguantadero de soplones, sinvergüenzas y policías, a punto tal que Johnny vuelve a preguntarse si no será que, también en Buenos Aires, Brooklyn se encuentra del otro lado del río.
Lo que sigue es diabólico y un poco forzado. Balin fragua un suicidio y deja un testamento en favor de Johnny. Éste se hace cargo de los asuntos de Balin, incluida Gilda, y se casa con ella de luto riguroso, sólo para encerrarla en una jaula de oro, como a un canario que se detesta. ¿Y qué hace Gilda? Redobla, por supuesto, la apuesta: aparece, en una escena insensata, en el cabaret del casino, con un vestido negro, escotadísimo y ceñido, y hace, “para que todos sepan que Johnny se casó con una.”, el famoso striptease de los guantes, a medida que canta y baila, mostrando sus axilas rubias.
La canción es famosa: “Put the Blame on Mame, Boy”. Su letra, si pudiera inventarla a mi antojo, diría: “No me mires así. No sueñes con bajarme el cierre del vestido. Hacen falta muchos viajes para llegar al sitio del que nunca nos fuimos. Yo parezco una cosa y soy otra. No sé a quién pertenece mi noche sin breteles. Presiento que nadie me conoce, ni siquiera yo misma. Ah Johnny, un dólar es un dólar, no importa en qué idioma, pero el cuerpo es un lugar extraño: hasta la Muerte viene personalmente y se quita los guantes tan negros”.
Pocos films noir han sido tan gráficos. Pocos han exudado el descaro de una sexualidad dispuesta a desnudarse así, sin vueltas. Hagan juego, señores, por esta vampiresa, por su escote indeleble, su hebilla de strass. Hagan juego mientras circulan, como marionetas, entre el alcohol y el humo de los cigarrillos. (La escena evoca la danza de la falsa María en el cabaret de Metrópolis.) Uno se pregunta cómo pudo pasar la censura del Código Hayes, cómo logró registrar tal violencia explícita (es famosa la bofetada de Johnny) o escribir en imágenes la sumisión sexual con sus llantos, sus humillaciones y sus ruegos de rodillas.
Charles Vidor (Budapest, 1900-Viena, 1959) es otro de los directores provenientes de Europa del Este que trabajó en Hollywood a partir de los años 30. Su nombre no suele asociarse al cine negro pero Gilda, con impecable fotografía del polaco Rudolph Maté, alcanza y sobra para otorgarle un lugar de privilegio dentro del género. Como dato curioso, cabe al diseñador francés Jean-Louis la autoría del vestido que Rita Hayworth usó para el striptease. El modelo, pensado para ilustrar que una “sexualidad extrema” en la mujer es receta infalible de catástrofes, fue valuado en su época en el precio exorbitante de 50.000 dólares.
LA NACION