Santos Vega y su encuentro con “Aniceto, el gallo”

Santos Vega y su encuentro con “Aniceto, el gallo”

Por Gloria Martínez
Es el París de 1832. El Sena se desliza bajo sus puentes, reflejando el característico manto del cielo grisáceo, sobre la silueta multicelular de Notre Dame. Desde una ventana de su escritorio, el gaucho “Aniceto, el gallo” -nuestro querido y admirado don Hilario Ascasubi- mira ensimismado cómo se van encendiendo los faroles de la Ciudad Luz, a la que llegó para tratar de mitigar una pena familiar.
Lo que en realidad ve el gaucho “Aniceto, el gallo” es un paisaje interior de pampa argentina, en su inconmensurable extensión, su lujo de ombúes y de arroyos, libertad de pampero y de cardos azules. Sus estrellas nocturnas, su paz y los mil rumores agrestes de su silencio; sobretodo al sur del río Salado y cerca de los pagos del Tuyú. Y es entonces cuando acude a su memoria su encuentro con el payador Santos Vega. Se encontraron dos gauchos que seguían el mismo rumbo… “al sur junto a una laguna / que llaman de la Espadaña”… y juntos desensillaron a la sombra de una higuera …. “el más viejo se llamaba / Santos Vega el payador / gaucha el más concertador / que en ese tiempo fijaba / de escrebidos y de letor”… Santos Vega cabalgaba en un potrillo bragado… “que apenas pisaba el suelo / de livianito y delgao”… El otro paisano era un santiagueño, llamado Rufo Tolosa … “casado con una moza / muy cantora y muy donosa / Juana Petrona”… Rufo Tolosa montaba un pingo redomón, llevaba del cabestro además un rosillo orejano y como solía suceder en nuestras pampas, los dos gauchos trabaron amistad.
Don Hilario Ascasubi, ensimismado en su ensueño y sus recuerdos, asume la personalidad de Rufo Tolosa para mejor desenredar la trama de aquella novela gauchesca que comenzará en Uruguay en medio de los azahares de la guerra. Rufo Tolosa, que admira como todo gaucho al payador Santos Vega, después de descansar y “cimarronear”, le ruega al payador que continúe narrándole la historia de la estancia La Flor, que comenzó a contarle cuando advirtió la marca de esa estancia en el caballo.
Con la hospitalidad genuina del gaucho, lo invita a pernoctar en su rancho, ya que están justamente en camino hacia él. En su rancho, pero no tan pobre para que no pueda albergar y agasajar como es debido al payador. Con esto además colmará de alegría a su esposa. Allí el payador podrá deleitarlos con el relato extenso de la historia de la estancia La Flor.
Llegados al rancho y recibidos por Juana Petrona, hermosa morocha argentina, de fresca naturalidad, “prenda” fiel de Rufo Tolosa y admiradora del celebérrimo payador, el huésped es agasajado, con generosidad, donde no faltaban ni el sabroso asado, ni el mate cimarrón que pasa de mano en mano. Hay un lugar con un catre para el payador, y Santos Vega se queda unos días en el rancho, porque la historia que canta con su voz melodiosa es muy larga y el embelesado auditorio no quiere perder una sílaba hasta el final y le ruega que no interrumpa el relato.
Y el relato es la historia de los mellizos de la estancia La Flor.
Mientras el payador canta, Juana Petrona, sin dejar de escuchar atentamente junto a su esposo, confecciona una labor. Con hacendosa premura, una prenda muy apreciada por los gauchos de entonces que lucía asomándose bajo el chiripá, y que no todos podían poseer; unos calzoncillos cribados, cuya terminación bordada en el tejido era un dibujo campero muy singular.
Cuando Santos Vega se aleja del rancho, llevará ese obsequio confeccionado por la destreza de esas manos criollas.
En el relato de la historia de los mellizos, criados con amor por los dueños de la estancia La Flor y que resultaron ser, ya hombres, como una especie de Caín y Abel pampeanos, se recrea la vida de los últimos años coloniales, pero surge también, anacrónicamente, la visión de los primeros años de la patria.
Por fin Santos Vega terminó su relato… “y mañana, si Dios quiere / me vuelvo para mi pago / de esta casa agradecido / por lo bien que me han tratado”… El ya su gran amigo Rufo Tolosa le ofrece como regalo el mejor parejero que tenía. Un obsequio tradicional para payadores que honran cantando la vida del gaucho, las costumbres del campo y la ciudad con sus diversos matices, la devoción sencilla del paisano especialmente por la Virgen de Luján… “Virgen Santa de Luján / Madre de todos los gauchos”… Desfilan también los diferentes paisajes de los pagos argentinos, de los diversos pueblos bajo el cielo celeste y blanco inundado de sol y por las noches constelado de estrellas.
Don Hilario Ascasubi mira hacia el cielo de París, pero no las encuentra. Sólo las recupera cuando sentado ante las hojas en blanco, deja correr la pluma y escribe lo que le dictan sus recuerdos. Las hojas se amontonan sobre su mesa escritorio a medida en que acoplan sus recuerdos. Un día termina el relato como Santos Vega cuando se despide del rancho de Rufo Tolosa y le pone un título y una fecha: “Santos Vega o Los Mellizos de La Flor. París 1882”.
LA NACION