Hacia un nuevo encuentro de religión, ciencia y espiritualidad

Hacia un nuevo encuentro de religión, ciencia y espiritualidad

Por Ana María Llamazares
La aparición tan sorpresiva como sorprendente del papa Francisco en el escenario mundial está generando un resurgimiento no sólo de la fe cristiana, sino de la espiritualidad en general; un fenómeno que trasciende las fronteras de las iglesias y encuentra su razón de ser más allá, en las profundidades de la conciencia colectiva, aún escindida por las rupturas que le impuso la modernidad materialista.
Hemos roto nuestro vínculo natural con lo sagrado, con la vida, con la espiritualidad, y hemos dejado todo esto en manos de un credo religioso que, por definición, se erigía en el único verdadero.
Pero religión y espiritualidad no son lo mismo. En 1999, cuando el Dalai Lama visitó la Argentina, ya explicaba esta diferencia. La religión está asociada a las instituciones eclesiásticas y se basa en un dogma de fe. La espiritualidad, en cambio, es patrimonio universal del género humano, no depende de creer en un dios particular, sino de la experiencia de lo sagrado que se aloja en cada persona, en cada rincón e instante del universo. La espiritualidad puede encontrarse en el seno de las religiones, pero no necesita de ellas para florecer, pues sólo depende de que nuestro corazón esté lo suficientemente abierto y libre de ataduras.
Así también hemos resecado el concepto de fe, al entenderlo como una cuestión de creencias, un acto de obediencia a lo que otros nos dicen que es la verdad revelada. Hace pocos días, el hermano David Steindl-Rast, un sabio monje benedictino, explicaba esta distinción en una de las charlas que dio en Buenos Aires. La fe es mucho más que un simple creer en algo, nos decía. Tener fe es un gesto de coraje, de confianza en la abundancia de la vida, en el poder siempre renovado de esa fuente inagotable de incertidumbre y sorpresa que, de alguna manera, también podemos llamar Dios. Por eso, la espiritualidad no implica desligarse de la vida mundana para elevarse a las alturas desencarnadas donde supuestamente reside lo divino. Espiritual es aquello que está dotado de espíritu, y spiritus , en latín, significa “aliento vital”. Por eso, la espiritualidad es una profunda conexión con la vida, en todos sus niveles y manifestaciones; es una alabanza permanente al hecho mismo de estar vivos.
Bajo esta mirada se ha hecho posible iniciar, hace ya décadas, el diálogo interreligioso a nivel ecuménico. A partir de 1988, fecha en que se creó el Consejo del Parlamento Mundial de Religiones, se han celebrado seis congresos internacionales que han ido abriendo los caminos del encuentro entre diversas tradiciones, develando el sustrato común de la espiritualidad o, como diría el hermano David, mostrando que las religiones son como diversos pozos que se alimentan de una misma napa. En 2009, el último congreso realizado en Melbourne, Australia, hizo eje en la conciencia ecológica como un aspecto de la nueva religiosidad, incluyendo la espiritualidad de los pueblos originarios, que en ese caso oficiaron de anfitriones.
El puente ya estaba tendido. Esta nueva conciencia espiritual se ha nutrido simultáneamente de los avances de la ciencia, que desde comienzos del siglo XX ha explorado, con nuevos ojos, las profundidades de la materia, la inmensidad del universo, la interrelación del tiempo y el espacio, la complejidad de la vida, el poder de la energía, las asombrosas capacidades de la conciencia y tantos otros prodigios. A través de revolucionarias teorías, la ciencia contemporánea está llegando a descubrir por otra vía la misma napa de la que venían bebiendo desde hace milenios las tradiciones de sabiduría.
El físico Fritjof Capra, en su libro El Tao de la Física (1975), realizó una de las primeras exploraciones sistemáticas de los paralelismos entre la relatividad, la cuántica y las filosofías orientales. Parece indudable que este acercamiento fue casi natural para muchos de los físicos y cosmólogos cuánticos, como David Bohm o Erwin Schrödinger, quienes bucearon en el misticismo para intentar comprender los rompecabezas que se abrían ante sus ojos. Ha sido célebre el estrecho vínculo que unió a Bohm con Jiddu Krishnamurti; ambos lograron poner en sintonía sus mentes -científica, una; religiosa, la otra- para indagar sinérgicamente las relaciones entre la inteligencia, la percepción, el significado del universo, la plenitud del vacío y la creatividad de la incertidumbre.
Desde 1974, se celebran en Inglaterra los Congresos Internacionales de Místicos y Científicos. Entre las declaraciones que el encuentro emite se señala: “La mente científica puede atravesar la puerta de lo infinitesimal hacia lo infinito. El místico, adentrándose en él y entrando en un estado de percepción liberada de los sentidos, puede descubrir que forma parte de todo lo que existe. El físico subatómico, utilizando métodos de observación que van más allá de la percepción ordinaria, experimenta la realidad como una totalidad orgánica armoniosa”. También señala que “nunca podrá subrayarse bastante la importancia de este avance científico hacia un modelo de realidad que es esencialmente espiritual”.
Muchos conceptos de los nuevos paradigmas ofician de verdaderos conceptos puente, porque permiten esbozar una explicación racional, y no sólo intuitiva, para las sutiles complejidades que el materialismo mecanicista excluyó del campo de la ciencia. Uno de ellos es el de campos mórficos, propuesto en la década del 80 por el biólogo Rupert Sheldrake; zonas de influencia inmaterial cuyas implicancias permiten aproximar explicaciones para comprender la eficacia de los rituales y la oración, la telepatía de los animales y hasta la acción del inconsciente colectivo. También las ideas sobre el orden implicado y el holomovimiento de David Bohm o el concepto del campo psi de Ervin Laszlo refieren a una inteligencia cósmica que opera en la naturaleza, retomando la concepción oriental de los registros akáshicos, donde todo, hasta el más leve pensamiento, quedaría registrado.
Es notable cómo la ciencia ha terminado encontrando lo mismo que puso tanto empeño en sacar de su camino. Generalmente, cuando un estudio es profundo y comprometido llega, como en el mito de Narciso, a encontrar nuevamente reflejada su propia imagen. Así, la ciencia contemporánea ha abierto el camino y da la mano a lo espiritual. Al mostrarnos la interrelación de todo lo existente y nuestra estrecha pertenencia a esa red vital, no sólo nos impulsa hacia una mayor conciencia ecológica, sino que nos religa al misterio de lo sagrado.
En palabras del filósofo español Vicente Merlo (quien esta tarde ofrecerá una charla abierta sobre estos temas en la Fundación Columbia), necesitamos una “espiritualidad a la altura de nuestro tiempo”, que nos ayude “a dejar de adorar y someternos acríticamente a cualquiera de los modelos existentes” y nos estimule “a la búsqueda de la verdad y la investigación tanto teórica como práctica, intelectual como existencial, individual como colectiva”.
En medio de la caída de las instituciones y la crisis de paradigmas, no es casual este resurgimiento de la espiritualidad. La realidad nos muestra que está llegando la hora del reencuentro. Y estos dos campos históricamente enfrentados -la ciencia y la religión-, estas dos vías de conocimiento que aprendimos a pensar como irreconciliables, pueden hoy tender nuevos puentes hacia una ampliación de la conciencia individual y colectiva.
LA NACION