El mito de eureka: cómo es el verdadero ADN de las ideas

El mito de eureka: cómo es el verdadero ADN de las ideas

Por Sebastián Campanario
Durante años, el inventor y psicólogo Marcos Shayo se notaba molesto cuando entraba al baño a la mañana para lavarse los dientes, pero no sabía bien a qué se debía. Un día se dio cuenta de que el fastidio venía por la luz del sol que se colaba por la ventana y le pegaba en la cara, cuando recién se despertaba, y pasó unos meses más rumiando alguna idea para solucionar el problema. Cuando por fin se le ocurrió patentar una cortina imantada, comentó la iniciativa en la Sociedad Argentina de Inventores y uno de sus colegas, un apicultor, le sugirió fabricar un mosquitero imantado, que luego fue un éxito de ventas.
El camino de las ideas que logran llegar al mercado es, a menudo, mucho más tortuoso, imprevisible, azaroso y colaborativo de lo que se cree. Nada más alejado del momento eureka, ese instante de inspiración divina y solitaria que abunda en los relatos de surgimiento de las ocurrencias geniales, llave en mano y listas para ser adoptadas por el consumo masivo.
“El momento eureka es mucho menos común de lo que la gente piensa”, cuenta a LA NACION Steven Johnson, autor del best seller De dónde vienen las ideas y una de las mayores autoridades mundiales en el ADN de la creatividad. Walter Isaacson, el biógrafo de Steve Jobs, lo bautizó recientemente como “el Charles Darwin de las ideas”. Con un millón y medio de seguidores en Twitter y una charla TED con récord de audiencia, Johnson es un convencido de que el camino de las buenas ideas es mucho menos glamoroso de lo que pensamos. “Hay toda una épica del inventor-genio, al que se le ocurre una idea brillante en solitario, pero en cambio existen muchos menos buenos relatos de las ocurrencias que surgen de la interacción grupal, que es de la forma en la que más del 90% de los descubrimientos ocurren”, asegura.
Johnson estudió semiótica y literatura inglesa, pero en una charla habitual recorre temas tan diversos como la teoría de la evolución, la epidemia de cólera en Londres en 1954, el atentado del 11 de Septiembre contra las Torres Gemelas de Nueva York o la serie The Wire, la preferida de sociólogos y politólogos, que transcurre en Baltimore. Tal es su convencimiento del carácter colaborativo de las buenas ideas que afirma que la moda de las cafeterías en Europa, que se impuso en el siglo XVII, es la verdadera base de la Revolución Industrial, ya que brindó un ámbito propicio para el intercambio de ocurrencias para una población que en los siglos anteriores, por los peligros para la salud de tomar agua no potable, se pasaba el día ingiriendo alcohol y, básicamente, borracha.
“Y sin embargo, los escritores y periodistas tenemos casi una compulsión a contar historias de momentos mágicos de inspiración, dónde un inventor encuentra frente a sí, de golpe, una verdad revelada- explica Johnson-. Hay todo un folklore del héroe-creativo, del entrepreneur que logra cambiar el mundo gracias a su visión y su fuerza de voluntad.”
A veces, como en la saga de Steve Jobs, el fundador de Apple, esto es así, pero en la mayor parte de los casos el mérito se lo llevan redes colaborativas anónimas. “El surgimiento y el impulso de Internet, por ejemplo, no se dio gracias al Estado o a algunas figuras del sector privado, sino a una red mixta que empujó y fue colocando ladrillo por ladrillo”, agrega Johnson.
En el mundo del marketing, esta dinámica colaborativa es la regla y no la excepción. Para esta nota se quiso contactar al ideólogo de la Coca-Cola Life, el producto lanzado meses atrás a base de Stevia, un endulzante natural. Resultó que no hubo un químico inspirado, sino “un trabajo grupal que involucró a centros de innovación de todo el mundo -contaron a LA NACION en la empresa- con distintos desarrollos globales que se acoplaron y entraron en sintonía”.
Es común también que los propios genios se autoconvenzan de que la dinámica del efecto eureka, mágico y solitario, existió, cuando en realidad no fue así. Charles Darwin solía contar que la teoría de la evolución se le ocurrió el 28 de septiembre de 1838, cuando leía un ensayo sobre población del reverendo Thomas Malthus. “De repente, el mecanismo de la evolución pareció obvio; qué increíblemente estúpido fue no haberlo pensado antes”, sostuvo el naturalista inglés. Sin embargo, apunta Johnson, estudios recientes sobre los manuscritos de Darwin demuestran que la idea de la evolución ya estaba presente en su cabeza desde al menos un año antes, “en la forma de un pálpito o de una intuición lenta”, que fue madurando de a poco.
Eduardo Kastika, director de la cátedra de Creatividad e Innovación de la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA, remarca que lo más novedoso del trabajo de Johnson es su concepto del próximo adyacente: las ideas, casi siempre, surgen de piezas preexistentes, de un vecindario cercano de donde se toman prestados sus componentes. YouTube fue un éxito cuando se lanzó en 2005, pero si hubiera surgido en 1995, cuando las cámaras baratas no abundaban, hubiera terminado en un fracaso estrepitoso.
“En el mundo de las marcas hay mil ejemplos de este fenómeno -dice Kastika-. Hace 15 años nadie hubiera tomado una bebida azul, con gusto a gloria, como existe hoy. En el origen había jugo de naranja, luego Cipolleti trajo el de manzana, Cepita las mezclas, otros se animaron a fantasías como frutas del Pacífico, las fronteras se fueron corriendo y hoy no nos asombra tomarnos un Gatorade con gusto a gloria.”
Las ideas no surgen de la nada, dice Johnson, sino en un proceso más parecido a recorrer un castillo donde una habitación tiene una puerta que conduce a otra, y así sucesivamente. O al de un tablero de ajedrez, donde hay muchos movimientos posibles, pero un número infinitamente mayor de opciones no válidas.
A principios de los 80, Maryté Mabragaña trabajaba muchas horas por día en la agencia de Ricardo de Luca, como creativa. Tenía por entonces hijos chicos y buscaba recetas rápidas y combinaciones de cosas ricas para darles, con poco tiempo disponible y algo de culpa por no estar en casa. “No sé en qué momento surgió la idea. Sabía que el Mendicrim con dulce de leche era lo más rico del mundo. ¿Y si humedezco las Chocolinas y las pongo por capas? ¿Y si lo meto en la heladera, quedará como una torta? Lo hice, lo probamos en casa y le gustó a todo el mundo -cuenta-. ¿Cuándo y cómo se me ocurrió? No lo sé. Pero inventé el nombre chocotorta, la llevé a la agencia y así surgió el primer comercial producido y puesto en el aire por dos clientes en la publicidad argentina.” Y la chocotorta (el próximo adyacente de las galletitas de chocolate y el queso untable) llegó hasta hoy, 40 años después de su creación.
“Comparto con Johnson que las ideas siempre están cerca, frente a los ojos de todo el mundo. Sólo hace falta que alguien vea y elija una”, agrega la creativa.
“¿Y el momento eureka no existe, entonces?”, se le preguntó a Johnson. “A veces se da, pero no es lo habitual”, fue la categórica respuesta.
Una noche de 1902, Willis Carrier, un ingeniero norteamericano ambicioso, estaba esperando el tren, mirando la niebla que se acumulaba en la plataforma de la estación. Y allí, de golpe, se le ocurrió aprovechar el principio de formación de la niebla para enfriar edificios. Hoy, la corporación Carrier factura miles de millones de dólares al año y, en lo que se refiere a un momento eureka, hasta Arquímedes estaría sorprendido con esta historia. Pero no, la verdad que no es común.
El otro elemento importante en las teorías de Johnson es el de la ubicuidad del azar: las mejores ideas llegan por los carriles más inesperados y por las conexiones más estrambóticas. Por eso los creativos e inventores no tienen problemas en cruzar fronteras de disciplinas en apariencia completamente distintas, y las agencias y boutiques de innovación trabajan con equipos multidisciplinarios y multiculturales, y hacen de esta diversidad un mantra.
Los generadores de ideas llevan también, a menudo, vidas profesionales no lineales. Hace un par de años, Shayo, el inventor del mosquitero imantado, tenía unas preguntas sobre placas tectónicas para avanzar con un producto, pero sus colegas de la Asociación de Inventores, que se reúnen con frecuencia en la Asociación de Ex Alumnos del Colegio Nacional de Buenos Aires (en el primer piso del bar Querandí), no le supieron dar respuesta.
Shayo se tomó el colectivo a la Facultad de Geología de la UBA, donde lo atendió amablemente Andrea Concheyro, una especialista que realizó muchas investigaciones en la Antártida, quien le contestó sus preguntas y se despidió. Pero a los cinco pasos, la profesora giró sobre sus pies y le advirtió al inventor: “Tenga cuidado, la geología es adictiva”. “Dicho y hecho: desde entonces no puedo parar de estudiar geología”, bromea Shayo, psicólogo de origen, que de su nueva pasión saca ideas para invenciones novedosas que terminan recorriendo un camino tan azaroso e inexplicable como el de su vida profesional.
LA NACION