11 Aug Tras la juventud eterna
Por Laura Cardona
Las novelas de Irène Némirovsky generan un curioso fenómeno pocas veces registrado en la historia. A setenta años de su muerte, tras la aparición de algunos textos inéditos, se ha convertido en una escritora de culto, y al mismo tiempo se ha desatado un frenesí por la reedición y traducción de su obra a treinta y nueve lenguas.
Nacida en 1903, en Kiev, Rusia, en una familia rica que consiguió escapar a los pogromos que asolaron la ciudad en 1905 y 1912, Irène recibió una educación exquisita, acorde con su clase, y también padeció una infancia solitaria, con poca atención de la madre, demasiado ocupada en sí misma. Tras la Revolución bolchevique, la familia Nèmirovsky huyó hacia Moscú primero y luego de pasar por Finlandia y Suecia, se estableció en París en 1919. Irène estudió licenciatura en Letras en la Sorbonne, se casó con Michel Epstein en 1926 -con quien tuvo dos hijas- y en 1929 el editor Bernard Grasset decidió publicarle la novela David Golder. Tenía 26 años y comenzaba una carrera literaria brillante y exitosa. Llevaba publicada una decena de novelas cuando fue detenida en Saône-et-Loire, donde se había refugiado con su familia. Habían esperado en vano que el gobierno francés les concediera a ella y a su marido la ciudadanía francesa. De nada valió tampoco que toda la familia se convirtiera al catolicismo en septiembre de 1939. Continuaron siendo “judíos y apátridas”. En 1942, Irène fue deportada al campo de concentración de Auschwitz donde fue asesinada el 17 de agosto, tres meses antes que su marido. Sus hijas consiguieron salvarse y conservaron una valija con varias novelas inéditas, entre ellas la sensacional Suite francesa, publicada recién en 2004, por la que se le entregó póstumamente el premio Renaudot. A partir de entonces ha comenzado la revaloración y reedición de sus libros. La obra de Némirovsky tiene una importante carga autobiográfica, con un núcleo fuerte estructurado en torno a una infancia dolorosamente solitaria y a la relación con su madre, mujer narcisista e indiferente, dedicada a disfrutar a pleno la vida de riqueza y privilegios. Los ricos y la pertenencia a la clase también conforman su universo literario. El vino familiar o El baile -una nouvelle que es una verdadera joya literaria- dan prueba de ese trasfondo de modo ostensible. Hay, hasta el momento, cerca de diez novelas traducidas al español. La última en aparecer, Jezabel , fue escrita en 1936 y es otra de las tantas que había permanecido inédita.
El libro se inicia con un hecho consumado: es 1934 y Gladys Eysenach comparece ante un tribunal, acusada de asesinar a Bernard Martin, un joven de 20 años de extracción muy modesta, hijo bastardo de un antiguo maître, alumno de la Facultad de Letras de París. El juicio ventila prácticamente la vida entera de la bella, rica y envidiada mujer, quien por entonces -aunque nadie lo sepa- tiene sesenta años. Su infancia, transcurrida entre viajes, con una madre frívola, severa y atemorizante; la separación de sus padres; sus dos casamientos, su viudez; la muerte de su hija; las aventuras amorosas propiciadas por el ambiente de posguerra; el reciente hábito de concurrir a casas de citas; el compromiso que desde hacía tres años mantenía con el conde italiano Aldo Monti y su resistencia a contraer un nuevo matrimonio. Todo París habla de ella y de su “vergonzosa aventura”, la juzga, saborea el escándalo y arriesga hipótesis sobre la causa del homicidio. Sin siquiera intentar defenderse, es condenada a cinco años de cárcel y el móvil, guardado como un celoso secreto, queda sin esclarecer. El resto de la novela se propone revelarlo. El interés del planteo policial por resolver el misterio se diluye tras la construcción del personaje. Gladys sólo desea, con creciente desesperación a medida que pasan los años, conservar la belleza y la juventud para ser siempre amada por los hombres. Coqueta y vanidosa, necesita probarse a sí misma todo el tiempo su poder sobre ellos. Su progresiva enajenación, la transformación radical, casi al borde de la locura, guiada por su obsesión sin importarle qué ni a quién sacrifica, la asemejan a la Jezabel bíblica. Como ella, movida por sus propios intereses, causa la perdición de todo aquel que le complica la consecución de sus deseos. “¿Qué había en el mundo mejor que eso, qué placer comparable al de gustar? Ese deseo de gustar, de ser amada, esa dicha banal, común a todas la mujeres, era en ella pasión similar a la del poder o el dinero en el corazón de un hombre, una sed que los años aumentaban y que nada conseguía saciar del todo nunca.” Cuando Marie Thérèse, su única hija, a los dieciocho años le pide permiso para casarse, se lo niega, porque tendría que admitir que tiene más años que los que confiesa, se convertiría en suegra y podría ser abuela en algún momento. Gladys se niega a crecer. De hecho, los roles de madre e hija parecen invertirse con frecuencia. La vejez, para ella, es una desgracia y una derrota. El enigma a descifrar, la resolución, interesa mucho menos que el desarrollo de la idea obsesiva dentro del personaje, y aquí se percibe cierta influencia de Dostoievski. “En el fondo, todas las pasiones son trágicas -afirma Gladys-, todos los deseos están malditos porque siempre conseguimos menos que lo que soñamos”. Jezabel tiene algo de la tragedia griega -la fatalidad, la inocencia y el sacrificio- y también de melodrama folletinesco. Sin embargo, el patetismo y el exceso del personaje, su egoísmo a ultranza, la perseverancia desmedida en salvar las apariencias y, en especial, la obsesión por la juventud eterna lo vuelven un drama psicológico de notable actualidad.
Némirovsky hace una apuesta extraordinaria, y el resultado es impactante.