Renacimiento de la piel

Renacimiento de la piel

Por Pablo Maurette
Afines de abril de 1912 James Joyce viajó de Trieste a Padua para rendir un examen que lo acreditaría como profesor de inglés en Italia. Uno de los ensayos que escribió en aquella ocasión, titulado “La influencia literaria universal del Renacimiento”, trata sobre los orígenes de lo que Joyce llama “el materialismo de hoy en día”. El futuro autor de Ulises concluye: “el hombre moderno tiene epidermis en lugar de alma”. Esta idea de que en la modernidad ya no existe lo intangible es casi un lugar común de la época. En La idea fija, Paul Valéry anuncia: “No hay nada más profundo en el hombre que la piel”, y en 1921, Marinetti lee en París uno de sus manifiestos, “El Tactilismo”, en el que propone una nueva forma de interacción humana no verbal, cutánea, basada puramente en el contacto físico. Sabemos que el modernismo gustaba de las paradojas y de las provocaciones, pero esto suena distinto, menos artificioso; esto parece el anuncio de un descubrimiento. Aquella creencia atávica y ubicua en el pensamiento occidental que localiza nuestra esencia en el interior del cuerpo, inaccesible a los sentidos, es errónea. En realidad, nuestro núcleo más íntimo y verdadero es la superficie misma. Y la superficie es la piel.

En los últimos veinte años el arte y la cultura popular en general han vuelto a redescubrir la superficie y han desatado una nueva ola de entusiasmo por la piel. El tatuaje y el piercing han dejado de ser marcas de subculturas para volverse prácticas mainstream. Al igual que el bronceado y la cirugía plástica, son hoy en día costumbres masivas mediante las cuales se afirma y se celebra la individualidad. El cine ha reflejado estos temas. En La piel que habito (2011), Almodóvar imagina los límites de la sofisticación en implantes de piel sintética que logran transformaciones asombrosas. En el clásico El silencio de los inocentes (1991), de Jonathan Demme, el psicópata Buffalo Bill se metamorfosea lentamente en una mujer mediante la confección de un vestido talismánico hecho con la piel de sus víctimas. Lejos de ser la mera expresión de una interioridad, en el imaginario posmoderno la piel produce profundidad, sensibilidad, personalidad. La artista británica contemporánea Ella Clocksin, por ejemplo, lo evidencia en obras como Touch Together, una instalación que combina dibujos, performance, video digital y piel sintética hecha de plástico, nailon y poliéster. Como Marinetti, Clocksin cree que la piel, un organismo inteligente, constituye una interfase hipersensitiva para la comunicación no verbal. Didier Anzieu, con su concepto de moi-peau (yo-piel) desde la psicología, Nina Jablonski y Steven Connor, desde la antropología cultural, han publicado estudios sobre la importancia de la piel y, por supuesto, el mercado no se ha quedado atrás. Además de los cientos de productos para el cuidado de la piel con que la publicidad bombardea a diario, han aparecido también opciones extravagantes como las que ofrece Human Leather Products, una compañía inglesa que tiene una línea de productos hechos de piel humana proveniente de dadores voluntarios. Una billetera cuesta alrededor de catorce mil dólares y un par de zapatos, veintisiete mil. El hombre moderno se dio cuenta de que tenía epidermis en vez de alma; el hombre posmoderno parece haber aceptado el hecho de que el escenario de las transformaciones más radicales es la piel.

Aquel día de abril en Padua, James Joyce asoció el materialismo y el sensualismo modernos con el Renacimiento. El irlandés no se equivocaba. Los sentidos, la piel, el cuerpo son algunos de los grandes (re)descubrimientos que hizo el Renacimiento. Todo empezó cuando la iglesia, luego de más de mil años de prohibición, permitió a los médicos practicar autopsias de cuerpos humanos. Al mismo tiempo que Europa descubría el Nuevo Mundo y el espacio infinito, sus anatomistas conquistaban otro gran continente inexplorado: el cuerpo. Visto que el proceso de putrefacción empieza en los órganos del aparato digestivo, las autopsias comenzaban por la cavidad abdominal y progresivamente pasaban de adentro hacia afuera. Esto ha llevado a algunos a entender la anatomía moderna como una “arqueología a la inversa” que privilegia lo profundo, relegando las capas superficiales para el final. Nada de eso. Por el contrario, lejos de relegar la superficie, la anatomía renacentista descubrió la piel.

En primer lugar, al despellejar cadáveres de manera cada vez más meticulosa, pioneros como Vesalio se percataron de la inaudita complejidad del sistema tegumentario. La medicina clásica creía que la función principal de la piel era la de evacuar excrecencias por los poros, pero los anatomistas modernos señalan otras, como por ejemplo que la piel es un organismo complejísimo y vital, que funciona como órgano del tacto y que, a diferencia de lo que creía la medicina clásica, es susceptible a enfermedades. En 1572, Girolamo Mercuriale escribe el primer tratado sistemático sobre enfermedades de la piel e inaugura una disciplina que hoy es fundamental para la medicina: la dermatología. De este modo, al mismo tiempo que el anatomista descubre que la piel es el órgano más vasto y más complejo del cuerpo humano, al imaginario intelectual y artístico de la época se le revelan otras de sus cualidades. La piel es el umbral entre el mundo exterior y el mundo interior, es la frontera donde termina el yo y empiezan los otros, determina nuestra identidad personal y colectiva y hace del cuerpo una persona. La fascinación por la piel se refleja en las portadas de algunos libros de anatomía de la época, que incluyen ilustraciones de cuerpos despellejados que exhiben su propia piel como un trofeo -existen incluso copias de libros forrados en piel humana-, y también en la tradición pictórica. Entre los siglos XV y XVII se produce un número récord de versiones de dos escenas, una cristiana y la otra pagana, en que el protagonista es desollado vivo. La primera es el martirio de san Bartolomé y la segunda, el castigo del fauno Marsias, despellejado por Apolo.
El mito de Marsias fue retomado en los últimos quince años, primero en la música por Patrick Bebelaar y Frank Kroll, dos compositores alemanes, en su álbum Apollo & Marsyas, y luego por el artista plástico indio Anish Kapoor, cuya obra Marsyas, una membrana gigantesca de policloruro de vinilo, se asemeja al cuerpo desollado de un ser prehistórico. Joyce creía que esta nueva fascinación por el cuerpo, por las cosas, por las superficies es la resaca de una gran fiesta que empezó hace seis siglos, cuando el Renacimiento redescubrió los sentidos y desencadenó un proceso lento pero seguro de olvido de eso que alguna vez llamamos alma. Acaso alma, como Dios, sean palabras que seguimos usando por mera costumbre. Pero como la historia nos demuestra una y otra vez, nada es para siempre y quién sabe qué habrán de redescubrir las próximas generaciones.
LA NACION